sábado, 26 de enero de 2013

LOS NIÑOS DE SIRIA . DIRECTO A TU CORAZON .....POR RITA AMODEI

Tras conocer los informes de Human Rights Watch y otros, dados a conocer esta semana, que afirman que hay niños que están siendo asesinados, mutilados por bombas racimo y utilizados como combatientes y vigilantes, UNICEF reitera su petición de que se proteja a los niños en todo momento. “Es más que alarmante, es escandaloso e inaceptable ver cómo se violan los derechos de los niños de esta manera,” ha dicho Anthony Lake, Director Ejecutivo de UNICEF. “Cuanto más se prolongue esta situación, mayores serán los daños a los niños, a su futuro y también al futuro de la propia Siria.” UNICEF está trabajando en Siria y en los cuatro países vecinos para distribuir suministros básicos a cientos de miles de niños y familias. Más información sobre el trabajo de UNICEF en la Crisis en Siria: http://www.unicef.es/infancia/emergencias-ayuda-humanitaria/crisis-en-siria Foto: Layla [NAME CHANGED], 8, a refugee from Syria, draws a scene of soldiers firing on people and buildings, during a UNICEF-assisted art therapy session, in the Ramtha Facility, in the town of Ramtha. She made the drawing in response to a request that the children draw their most frightening experience. The drawing includes words, in Arabic, that say (left-right): (near soldiers:) "Terrorist from the security forces"; "bullets"; (figure in blue:) "wounded"; (by arrow pointing from building:) "holes from shells"; and (inside the house:) "destruction", Layla commented, "was there when all that happened." Her real name, written in the top left corner of the drawing, was blacked out to protect her identity. The Ramtha Facility, run by the Government with UNICEF support, has assisted 300 Syrian refugee children to date, providing psychosocial care and remedial education (required to help refugee children adapt to the differences between Syrian and Jordanian school curricula, as well as to bridge educational gaps caused by interrupted school attendance). In March 2012 in Jordan, an estimated 7,000 refugees from violence in Syria are in need of assistance. By mid-March, the yearlong conflict inside Syria has claimed the lives of more than 500 children and 244 women, killed some 9,000 people and wounded many others. An estimated 1.7 million people have been affected by the violence, which has extended into at least half of the country's 14 governorates. Education and health services have also been disrupted. Some 150,000 & 200,000 people have been internally displaced. An estimated 30,000 refugees “ half of them children“ have fled to Turkey, Lebanon and Jordan. While most have registered with the United Nations High Commissioner for Refugees (UNHCR), others have not, fearing possible retaliation against them or their family members remaining in Syria. UNICEF is participating in an inter-agency assessment of needs in conflict-affected parts of Syria and has requested US$7.4 million to with governments, UNHCR and local and international NGOs address the needs of an anticipated total of 40,000 refugee children, including in host families, in Jordan, Lebanon and Turkey, over the next six months. In Jordan, UNICEF supports the Government's decision to extend access to education to Syrian refugee children and is assisting with related school fees, supplies and other costs. UNICEF is also supporting child-friendly spaces for refugee children, psychosocial assistance for children who have witnessed or been subjected to violence and advocating for access to primary health care services for child and women refugees. Detalles Archivos Contacta Fuente: UNICEF España

CHARLOTTE BRONTE . JANE EYRE --------POR RITA AMODEI

Public domain classic based on a novel by Charlotte Bronte. Jane Eyre is an orphan, sent to Lowood school, and eventually becomes a governess at Thornfield Hall to a girl named Adele. While she is there, many strange things happen and eventually she and Edward Rochester, owner of Thornfield and Adele's guardian, fall in love. Suddenly, when Jane is about to win the happiness she deserves, a dark secret comes to light, and it takes all of her courage, love, and understanding to triumph +++++++++++++++

CHARLOTTE BRONTE : JANE EYRE -----POR RITA AMODEI

Para otros usos de este término, véase Jane Eyre Jane Eyre Portada de la 1ª edición, 1847 Autor Charlotte Brontë Género Novela Idioma Inglés Título original Jane Eyre Editorial Smith, Elder & Company País Reino Unido Fecha de publicación 1847 Formato tapa dura, tapa blanda y de bolsillo Jane Eyre (/ˌdʒeɪn ˈɛə/) es una novela escrita por Charlotte Brontë, publicada en 1847 por Smith, Elder & Company, que —en el momento de su aparición— consiguió gran popularidad, encumbrando a la autora como una de las mejores novelistas románticas, y es hoy considerada un clásico de la literatura en lengua inglesa. La novela se tituló en principio Jane Eyre: una autobiografía y se publicó bajo el seudónimo de Currer Bell. Tuvo un éxito inmediato, tanto para los lectores como para la crítica. Uno de sus más acérrimos defensores fue el escritor William Makepeace Thackeray, al cual muchos atribuyeron la obra, pues la autora permaneció en el anonimato hasta un tiempo después de su publicación. Como agradecimiento, Charlotte le dedicó la segunda edición de su novela. Puede llegar a ser una autobiografía, ya que la autora tenía un amor secreto con un profesor belga llamado Constantin Heger.[1] ArgumentoLa historia es narrada por Jane Eyre, quien a los 10 años de edad es custodiada por su tía política, la señora Reed. El señor Reed, hermano de la madre de Jane, la tomó a su cargo cuando quedó huérfana, pero muriendo él mismo poco después, y a pesar de haber hecho prometer a su esposa que la criaría como a uno de sus propios hijos, Jane no ha conocido sino humillaciones y maltratos por parte de todos en la suntuosa mansión, Gateshead Hall. Cuando Jane empieza a cuestionar la injusticia con que se le trata, y a rebelarse contra ella, es enviada a una escuela para niñas, Lowood. Lowood es una institución financiada en parte por donaciones para educar huérfanas. El afán del señor Brocklehurst, el tesorero, de convertir a las niñas en mujeres «resistentes, pacientes y abnegadas», justifica para él el hambre y el frío que sufren en el lugar. Sin embargo, la superintendente de la institución, la señorita Temple, es una joven inteligente y amable, quien aprecia a Jane. Ésta pronto hace amistades, como Helen Burns, una niña que pronto fallece de pulmonía, pero le deja una huella imborrable de estoicismo y fe cristiana. Cuando una epidemia de tifoidea arrasa con las alumnas, se introducen mejoras a la calidad de vida del lugar, en el que Jane llega a pasar 8 años, seis como estudiante y dos como maestra. Al casarse la señorita Temple, a quien Jane se había acostumbrado a ver como una madre, institutriz y compañera, Jane siente que nada más la une a Lowood, así que publica en el periódico un anuncio de sus servicios como institutriz privada. Su propuesta es aceptada por la señora Fairfax de Thornfield, quien le ofrece el doble del salario que Jane recibía en Lowood. Antes de que Jane parta, Bessie, su antigua niñera, la visita para despedirse y le cuenta que 7 años atrás un tío suyo fue a buscarla a Gateshead antes de partir hacia Madeira. La señora Fairfax, ama de llaves de Thornfield, le da una cálida bienvenida, y le explica la situación a grandes rasgos: ella está ahí para ser la institutriz de Adèle Varens, niña de unos 8 años, custodia del señor Rochester, dueño de la mansión y quien sólo visita la propiedad de vez en cuando. La primera vez que Jane recorre la casa acompañada por la señora Fairfax, escucha en el tercer piso una risa trágica y sobrenatural, de la cual la señora Fairfax acusa a una empleada, Grace Poole. A pesar de la mejora en su situación, la libertad con la que ahora cuenta, hace que Jane se sienta insatisfecha, que quiera “algo” que ella misma no puede definir. La rutina de Thornfield la agobia. Un día, camino al pueblo de Hay, ayuda a un caballero que se ha caído de su caballo, y al retornar a la mansión se da cuenta de que se trataba de su patrón, el señor Rochester. Él se muestra directo y abrupto, si bien reconoce en ella su inteligencia y talento, y el arduo trabajo que le ha dedicado a la niña. La señora Fairfax le cuenta a Jane que él no heredó las propiedades hasta hace unos 9 años, cuando su hermano mayor, con el que se había peleado, fallece. El patrón pronto le muestra una predilección extraña, convirtiéndola en su confidente, contándole que Adèle es tal vez su hija, fruto de una aventura con una traicionera bailarina francesa. Una noche, Jane escucha justo fuera de su habitación rasguños y la misma siniestra risa. Al salir no encuentra a nadie, mas se da cuenta de que hay un incendio en la habitación del señor Rochester, y lo despierta, salvándole así la vida. Él le ruega no mencionar lo sucedido a nadie. Jane comprende que hay un secreto en Thornfield. Sin explicaciones, el señor Rochester deja la propiedad y vuelve acompañado por amigos y una joven que se rumoera le atrae, la bella señorita Blanche Ingram. Todo esto contribuye a que Jane se dé cuenta de que está enamorada de él, mas sabe que no cuenta ni con la belleza, ni la casta o el dinero que alguien como él querría. Durante la estadía de sus amigos un extranjero, el señor Mason, se presenta, y su visita no es del agrado del señor Rochester. Esa noche, Jane escucha gritos en el tercer piso y se convierte en cómplice de su patrón, quien calma a los demás, pero le pide a ella ayuda para cuidar del señor Mason, quien ha sido apuñalado y mordido por una mujer, según su críptica conversación le deja entrever. Rochester consigue un doctor y lo hace salir de la mansión antes del amanecer. El amor y el respeto que Jane siente por el señor Rochester le impiden interrogarlo, como le gustaría, para saber qué es lo que le oculta. Él le hace confidencias que más sirven para agrandar el misterio que para aclararlo. De pronto el cochero de Gateshead se presenta para informarle a Jane de que su primo John ha muerto y que la señora Reed, que ha sufrido una apoplejía, desea verla. La cercanía de la muerte no ha hecho cambiar a la tía. Es tan sólo el remordimiento el que la ha impulsado a llamarla. Tres años antes ella había recibido una carta de John Eyre, tío de Jane, preguntando por ella para adoptarla, y la señora Reed contestó que Jane había muerto en Lowood, incapaz de soportar la idea de verla próspera. Poco después de su regreso a Thornfield ocurre un encuentro casual entre el señor Rochester y ella. Él le dice que ha llegado su hora de irse, puesto que él está a punto de casarse. Jane, que había sentido su regreso a la mansión como el regreso al hogar que nunca tuvo, llora y le confiesa que no quiere separarse de él. Él le pide que se case con él, y aunque al principio está incrédula, Jane acepta. El señor Rochester le confiesa que todo fue una charada con la señorita Ingram, para hacerla sentir celos y asegurarse así de que ella estuviera tan enamorada de él como él de ella. El plan es casarse en un mes, y éste está comprendido por un cortejo tan inusual como las relaciones entre ambos han sido hasta ahora. Jane quiere darse su lugar, quiere conservar el respeto de su antiguo patrón, y rechaza sus regalos y halagos para demostrarle que ella no es una mujer como las que él está acostumbrado a tratar. De hecho, le escribe una carta a su recién descubierto tío, dejándole saber de su planeado matrimonio, pues la idea de tener una fortuna propia y algo de independencia con respecto al señor Rochester la ilusiona. Dos noches antes de la boda, mientras el dueño de la casa está de viaje, Jane despierta y encuentra a una mujer desconocida en su habitación, la cual rompe su velo de novia y, acercándose a la cama, ocasiona que se desmaye de terror. Al contarle lo sucedido al señor Rochester, éste pretende convencerla de que se trató de Grace Poole, pero que su imaginación transformó su aspecto. El día de la boda, cuando el sacerdote hace su invocación de que si alguien conoce un impedimento para la unión debe hablar ahora o callar para siempre, un abogado, Briggs y el señor Mason declaran que el señor Rochester se casó quince años antes con la hermana del segundo, Bertha Mason en Jamaica, y que ésta aún vive. Rochester guía a todos a la casa y les muestra los aposentos de Grace Poole, y a su custodiada, una mujer enloquecida que trata de agredirlos. Briggs le informa a Jane que su carta a su tío, recibida mientras Mason estaba con él en Madeira, ha propiciado que se aventuraran a rescatarla de esta manera. Esa tarde el señor Rochester le cuenta a Jane que su matrimonio fue arreglado por su padre y su hermano mayor, aún sabiendo de la debilidad mental que corría en la familia de los Mason, pues la joven era una rica heredera. Al cabo de cuatro años de tortuoso matrimonio, con su esposa ya enloquecida, y con su padre y su hermano muertos, él decide regresar a Inglaterra, encerrar a la mujer en Thornfield, y vivir su vida como si nada hubiera sucedido, puesto que nadie, excepto Grace Poole y el doctor Carter, conocen su matrimonio. Pero su libertad no le permitió hallar el amor sino hasta que conoció a Jane. Y le promete llevársela a Europa y dedicarse a ella como a una esposa por el resto de su vida. A Jane su relato le resulta conmovedor, y la decisión difícil, puesto que se sabe amada por él, y ella por su parte lo adora, y teme que la desesperación lo lleve a hacer algo terrible. Pero su voluntad es firme; seguirá los preceptos de la ley de Dios y no los de su corazón, diciéndose que las reglas no han sido hechas sólo para cuando sea fácil cumplirlas. Esa noche, mientras el señor Rochester espera que reconsidere y se entregue a la vida que él le ofrece, Jane escapa silenciosamente de la casa, y toma un coche con el poco dinero que tiene, para escapar a una ciudad desconocida. El coche la deja en el desolado Whitcross, donde Jane se encuentra sin dinero, alimento ni refugio por tres días, durante los cuales se ve obligada a rogar por alimento de extraños, y a dormir en los pantanos. Al cuarto día se atreve a acercarse a una casa donde, al ser despedida por la sirvienta, desfallece en la entrada. El hijo del recién fallecido dueño, St. John Rivers, la encuentra y decide que él y sus hermanas la acogerán hasta restaurarle la salud. Una vez que Jane se recupera, es interrogada por el hermano, y cuenta su historia real, dándose a sí misma un alias y sin mencionar el nombre de nadie más. El joven, que es párroco, le ofrece buscarle empleo, pero se muestra distante y altivo. Las muchachas en cambio la admiten como a una hermana: ellas también son institutrices y no están en la casa más que durante el periodo de duelo por su padre. Una noche, reciben una carta informándoles de la muerte de un tío al que nunca conocieron, y que le ha dejado toda su fortuna a otro familiar, no a ellos, según engendraban esperanzas de que sucediera. El señor Rivers le consigue a Jane empleo como maestra de una escuelita que la señorita Oliver, hija del hombre más rico del pueblo, desea abrir para las hijas de los granjeros. Si bien Jane está lejos de complacida en su nueva ocupación, pues no está acostumbrada a lidiar con campesinos, agradece de corazón la ayuda del señor Rivers, y pasa a compadecerlo cuando se da cuenta de que él está enamorado de la señorita Oliver, pero que está en su carácter negarse a ceder ante sus deseos carnales, y el propósito de convertirse en misionero le cierra esta posibilidad de felicidad terrenal. Un día, al observar el retrato de la señorita Oliver que Jane ha pintado, el señor Rivers encuentra en la cubierta la firma de Jane, quien, probando su lápiz, ha escrito en el papel su nombre verdadero. Esto lleva a una revelación sorprendente. El abogado Briggs le ha escrito preguntándole por una Jane Eyre, su pariente, a quien su tío ha dejado toda su fortuna, pues nadie sabe de ella desde que desapareciera de Thornfield. St. John, Mary y Diana son así primos de Jane por parte de madre, y su felicidad al encontrar una familia al fin, y la gratitud que les guarda por lo que han hecho por ella, la hace dividir su herencia de veinte mil libras entre los cuatro. Aunque Jane sigue sufriendo por el señor Rochester, de quien nadie le da noticias, ha establecido una vida tranquila y satisfactoria con sus primos en Moor House. Hasta que St. John le pide que se case con él y lo acompañe a oriente a su misión. Mientras que la idea le parece buena a Jane, puesto que la alejaría de Inglaterra y sus tristezas, y le permitiría realizar la obra de Dios, un matrimonio por vocación, como le propone su primo, y no por amor, la perturba y lo rechaza varias veces, hasta que él utiliza sus dotes de predicador y está a punto de convencerla, cuando ella escucha la voz del señor Rochester llamándola, y escapa a su habitación. Al día siguiente, Jane parte hacia Thornfield y encuentra la mansión en ruinas. Le informan que en otoño la reclusa inició un incendio, durante el cual se lanzó del techo de la casa, y que el señor Rochester ha quedado ciego y ha perdido una mano en el siniestro. Jane se apresura a buscarlo, y el reencuentro es conmovedor, pues él no puede creer que haya regresado, y le cuenta cómo la llamó esa noche que ella lo escuchó, y cómo el mismo la escuchó decir que vendría. Jane escribe esto diez años después de su matrimonio con el señor Rochester, que ha sido inmensamente feliz y fructífero. Sus primas están casadas y su primo agonizante en oriente pero, cree ella satisfecho, puesto que está a punto de entrar al Reino de Dios por el cual ha luchado tanto. [editar] Recepción de la obra y adaptacionesEl libro es innovador en la forma de pensar y de actuar de la protagonista, Jane Eyre, y en su forma de ver el mundo. Es considerado por muchos como una de las novelas precursoras del feminismo y en su época fue muy polémico debido a esta actitud. Ha tenido varias adaptaciones al cine, Una de las más modernas data de 1996, en cuyo reparto podemos encontrar a la premiada Anna Paquin (interpretando a Jane Eyre de joven) o a Charlotte Gainsbourg, además de Geraldine Chaplin y William Hurt. Pero no es ésta la adaptación más famosa de la novela al cine, ya que Orson Welles y Joan Fontaine protagonizaron una película bastante recordada en el cine clásico, caracterizando a Rochester y Eyre, respectivamente. En 2007, la BBC hizo una premiada serie sobre la novela. En 2010 y 2011 fue llevada a teatro en Dublín por Michael Colgan, teniendo como protagonista a la cantante Andrea Corr. En el año 2011 se estrenó una versión dirigida por Cary Fukunaga, y protagonizada por Mia Wasikowska en el papel que da nombre a la obra, actriz que es recordada por su papel protagónico en Alicia en el país de las maravillas (película de 2010) de Tim Burton.

JORGE LUIS BORGES ..LA LLUVIA ........POR RITA AMODEI

La lluvia Bruscamente la tarde se ha aclarado Porque ya cae la lluvia minuciosa. Cae o cayó. La lluvia es una cosa Que sin duda sucede en el pasado. Quien la oye caer ha recobrado El tiempo en que la suerte venturosa Le reveló una flor llamada rosa Y el curioso color del colorado. Esta lluvia que ciega los cristales Alegrará en perdidos arrabales Las negras uvas de una parra en cierto Patio que ya no existe. La mojada Tarde me trae la voz, la voz deseada, De mi padre que vuelve y que no ha muerto. De: El hacedor JORGE LUIS BORGES Poema en audio: La lluvia de Jorge Luis Borges por Jorge Luis Borges

JORGE LUIS BORGES " A UN GATO " ......... POR RITA AMODEI

Poema A Un Gato de Jorge Luis Borges No son más silenciosos los espejos ni más furtiva el alba aventurera; eres, bajo la luna, esa pantera que nos es dado divisar de lejos. Por obra indescifrable de un decreto divino, te buscamos vanamente; más remoto que el Ganges y el poniente, tuya es la soledad, tuyo el secreto. Tu lomo condesciende a la morosa caricia de mi mano. Has admitido, desde esa eternidad que ya es olvido, el amor de la mano recelosa. En otro tiempo estás. Eres el dueño de un ámbito cerrado como un sueño.

JORNADA CON MONICA DIEDRICH ..DESDE LOS ANGELES A BUENOS AIRES .........POR RITA AMODEI

martes, 22 de enero de 2013

EMILY DICKINSON : FRASES -------- POR RITA AMODEI DIRECTORA DEL BLOGSPOT

frases de Emily Dickinson Emily Dickinson » últimas frases Todo lo que sabemos del amor es que el amor es todo lo que hay. Amor Todo mi patrimonio son mis amigos. Amigo Para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro. Viajar Ignoramos nuestra verdadera estatura hasta que nos ponemos en pie. Pie La buena suerte no es casual, es producto del trabajo; así la sonrisa de la fortuna tiene que ganarse a pulso. Fortuna Triste puedo estar solo; para estar alegre necesito compañía. Compañía Ninguna otra fragata nos lleva a todas partes como el libro. Libro Si puedo evitar que un corazón sufra, no viviré en vano; si puedo aliviar el dolor en una vida, o sanar una herida o ayudar a un petirrojo desmayado a encontrar su nido, no viviré en vano. Herida El hoy hace que el ayer signifique. Hoy Morir sin morir y vivir sin la vida, es el más arduo milagro propuesto por la fe. Milagro El corazón sigue sollozando en su sueño. Sueño La vida es para dos. Nunca para un comité. Vida Emily Dickinson » últimas frases El dolor que merece la pena no se va tan rápido. Pena La verdad es algo tan infrecuente que es preciso decirla. Preciso La vida es una muerte que prolongamos; la muerte es el gozne de la vida. Muerte Nunca intenté levantar las palabras que no puedo sostener. Palabras El temor, como el morirse, dilata la confianza o la impone. Temor Las candilejas no pueden mejorar la tumba, sólo la inmortalidad. Inmortalidad No recibo cartas de los muertos, y sin embargo, cada día los quiero más. Carta Un hoyuelo en la tumba convierte esa feroz habitación en un hogar Tumba No ha sucedido nada sino la soledad, acaso demasiado cotidiana como para relatarla. Soledad La gratitud es el único secreto que no puede revelarse por sí mismo. Gratitud Mi vida ha sido demasiado sencilla y austera como para turbar a nadie. Mi vida Para un emigrante, es país es ocioso a no ser que sea el suyo propio. País Emily Dickinson » últimas frases El amor de Dios puede ser enseñado para que no parezcamos osos. Dios Uno aprende, cuando se hace viejo, que ninguna ficción puede ser tan extraña ni parecer tan improbable, como lo sería la simple verdad. Ficción El Cielo ronda tenazmente a aquellos que lo encuentran aquí abajo, y los arrebata. Ronda Vivir es tan asombroso que apenas deja espacio para otras ocupaciones, aunque los Amigos son, si cabe, un acontecimiento más hermoso. Hermoso Su pensamiento es tan solemne y cautivador que le deja a uno más fuerte y más débil también, a Sanción de la Dicha. Pensamiento La idea de que algún día miremos hacia abajo, y veamos los pasos torcidos que hemos dado, desde un lugar más seguro, debe ser algo precioso. Idea Cada día la vida parece más poderosa, y puesto que tenemos el poder de existir, más asombrosa. Poder El genio es la ignición del cariño no del intelecto, como se supone la exaltación de la devoción, y en proporción a nuestra capacidad para eso, es nuestra experiencia del genio. Genio Una carta la siento siempre como la inmortalidad, porque es la mente sola sin el amigo corporal. Deudores en nuestra conversación de la actitud y del acento, parece que hay un poder espectral en el pensamiento que camina solo. Inmortalidad Cuando frecuentaba el bosque de pequeña, me decían que una serpiente podría picarme, que podría coger una flor venenosa o que los duendes me podrían raptar, pero continué yendo y no encontré sino ángeles, mucho más tímidos ante mí de lo que yo pudiera sentirme ante ellos. Bosque Si leo un libro y hace que mi cuerpo entero se sienta tan frío que no hay fuego que lo pueda calentar, sé que eso es poesía. Si físicamente me siento como si me levantasen la tapa de los sesos, sé que eso es poesía. Esta es la única manera que tengo de saberlo. ¿Hay alguna otra? Poesía Sólo sabemos toda nuestra altura si alguien le dice a nuestro ser: ¡Levanta! Y entonces, fiel consigo, se agiganta hasta llegar al cielo su estatura. Altura

EMILY DICKINSON : POEMAS .....PROLOGO Y TRADUCCION SILVINA OCAMPO ........... POR RITA AMODEI DIRECTORA DEL BLOGSPOT .

Poemas de Emily Dickinson: A salvo en sus cámaras de alabastro... A una casa de rosa no te acerques... Altivez Bueno es soñar. Despertar es mejor... Certidumbre Coloquio Cuando cuento las semillas Él era débil y yo fuerte... Embriaguez En mi flor me he escondido... En mi jardín avanza un pájaro... Ensueño Es la dicha un abismo por lo tanto... Estatura La sortija Mi vida se detuvo - Un arma cargada... Morir ni duele mucho No era la muerte, pues yo estaba de pie... Pequeñez Podría estar más sola sin mi soledad... Poema 37 Poema 63 Poema 128 Poema 520 Poema 739 Poema 783 Poema 815 Poniente Presentimiento Que yo siempre amé... Selección Sentí un funeral en mi cerebro... Soy nadie. ¿Y tú quién eres?... Tan lejos de la piedad como la queja Un sueño largo, largo un ya famoso sueño... ÇÇÇÇÇÇÇÇÇÇÇÇÇÇÇ A salvo en sus Cámaras de Alabastro... A salvo en sus Cámaras de Alabastro - Insensibles al amanecer Y al mediodía - Duermen los mansos miembros de la Resurrección - Viga de raso, Y Techo de piedra. Final 1. La luz se ríe de la brisa En su Castillo sobre ellos - Murmura la Abeja en un oído imperturbable, Trinan los dulces Pájaros en cadencia ignorada - Ah, ¡Cuánta sagacidad aquí perecida¡ Final 2. Solemnes pasan los Años, Crecientes , sobre ellos Los Mundos recogen sus Arcos - Y los Firmamentos - reman - Se arrojan Diademas y se rinden los Dogos - Tácitos como puntos - sobre un Disco de nieve - Versión de Miguel Artime A una casa de rosa no te acerques... a una casa de rosa no te acerques demasiado, que estragos de una brisa o el rocío inundándola -una gota- abatirán su muro, amedrentado. Y atar no intentes a la mariposa, ni escalar setos del arrobamiento. Hallar descanso en lo inseguro está en el mismo ser de la alegría. Altivez Sólo sabemos toda nuestra altura si alguien le dice a nuestro sér: ¡Levanta! Y entonces, fiel consigo, se agiganta hasta llegar al cielo su estatura. De la vida común sería ley el heroísmo en el humano ruedo si no nos doblegáramos al miedo de vernos y sentirnos como un rey. Versión de Carlos López Narváez Bueno es soñar. Despertar es mejor... Bueno es soñar. Despertar es mejor si se despierta en la mañana. Si despertamos a la media noche, es mejor soñar con el alba. Más dulce el figurado petirrojo que nunca alegró el árbol, que enfrentarse a la solidez de un alba que no conduce a día alguno. Versión de José Manuel Arango Certidumbre Yo jamás he visto un yermo y el mar nunca llegué a ver pero he visto los ojos de los brezos y sé lo que las olas deben ser. Con Dios jamás he hablado ni lo visité en el Cielo, pero segura estoy de a dónde viajo cual si me hubieran dado el derrotero. Versión de Carlos López Narváez Coloquio Había muerto yo por la Belleza; me cercaban silencio y soledad, cuando dejaron cerca de mi huesa a alguno que murió por la Verdad. En el suave coloquio que entablamos, vecinos en la lúgubre heredad, me dijo y comprendí: Somos hermanos una son la Belleza y la Verdad. Y así, bajo la noche, tras la piedra, dialogó nuestra diáfana hermandad hasta que el rostro nos cubrió la yedra y los nombres borró la eternidad. Versión de Carlos López Narváez Cuando cuento las semillas... Cuando cuento las semillas sembradas allá abajo para florecer así, lado a lado; cuando examino a la gente que tan bajo yace para llegar tan alto; cuando creo que el jardín que no verán los mortales siega el azar sus capullos y sortea a esta abeja, puedo prescindir del verano, sin queja. Versión de Silvina Ocampo Él era débil y yo era fuerte... Él era débil y yo era fuerte, después él dejó que yo le hiciera pasar y entonces yo era débil y él era fuerte, y dejé que él me guiara a casa. No era lejos, la puerta estaba cerca, tampoco estaba oscuro, él avanzaba a mi lado, no había ruido, él no dijo nada, y eso era lo que yo más deseaba saber. El día irrumpió, tuvimos que separarnos, ahora ninguno de los dos era más fuerte, él luchó, yo también luché, ¡pero no lo hicimos a pesar de todo! Versión de L.S. Embriaguez En jarros tallados en nácar apuro un licor ignorado... Tal vez ni del Rhin en las cavas pudiera mi sed encontrarlo. Con una embriaguez de rocío, borracha de incógnitos hálitos, tabernas de azul diluido recorro en perpetuos veranos. Cuando las abejas y las mariposas, agobiadas, ebrias, vuelen de las pomas, aún libaré yo mi vaso de extraño licor... Hasta que los ángeles me agiten su níveo penacho, y a los ventanales celestes se asomen los santos para contemplarme borracha de azul y de sol. Versión de Carlos López Narváez En mi flor me he escondido... En mi flor me he escondido para que, si en el pecho me llevases, sin sospecharlo tú también allí estuviera... Y sabrán lo demás sólo los ángeles. En mi flor me he escondido para que, al deslizarme de tu vaso, tú, sin saberlo, sientas casi la soledad que te he dejado. Versión de L.S. En mi jardín avanza un pájaro... En mi jardín avanza un pájaro sobre una rueda con rayos - de música persistente como un molino vagabundo - jamás se demora sobre la rosa madura- prueba sin posarse elogia al partir, cuando probó todos los sabores - su cabriolé mágico va a remolinear en lontananzas- entonces me acerco a mi perro, y los dos nos preguntamos si nuestra visión fue real- o si habríamos soñado el jardín y esas curiosidades- ¡pero él, por ser más lógico, señala a mis torpes ojos- las vibrantes flores! ¡Sutil respuesta! Versión de Silvina Ocampo Ensueño Para fugarnos de la tierra un libro es el mejor bajel; y se viaja mejor en el poema que en el más brioso y rápido corcel Aun el más pobre puede hacerlo, nada por ello ha de pagar: el alma en el transporte de su sueño se nutre sólo de silencio y paz. Versión de Carlos López Narváez Es la dicha un abismo por lo tanto... ¿Es la dicha un abismo por lo tanto que no me deja dar un paso en falso por miedo a que el calzado se me arruine? Prefiero que mis pies se den el gusto a cuidar los zapatos- porque en cualquier zapatería una puede comprar un nuevo Par- Mas la dicha se vende una vez sola. Perdida la patente nadie podrá comprarla nunca más- Díganme, pies, decidan la cuestión ¿debe cruzar la señorita, o no? ¡Expídanse, Zapatos! Versión de Roberto Facceti Estatura Poder discrecional tuve en mi mano y con denuedo contra el mundo fui; dos veces temeraria lo he afrontado tan sólo con la honda de David. Aunque la piedra le arrojé segura fui sólo yo la que me desplomé : ¿de Goliat fue muy grande la estatura o quizá fue mayor mi pequeñez? Versión de Carlos López Narváez La sortija En mi dedo tenía una sortija. La brisa entre los árboles erraba. El día estaba azul, cálido y bello. Y me dormí sobre la yerba fina. Al despertar miré sobresaltada mi mano pura entre la tarde clara. La sortija entre mi dedo ya no estaba. Cuanto poseo ahora en este mundo es un recuerdo de color dorado. Versión de Eduardo Carranza Mi vida se había parado- un Arma Cargada... Mi vida se había parado- un Arma Cargada- en los Rincones- hasta que un día el Dueño pasó- me identificó- y me llevó lejos- Y ahora vagamos por Bosques Soberanos - y ahora cazamos a la Cierva- y cada vez que hablo por él- las Montañas contestan diligentes- Y sonrío, tal luz cordial sobre el resplandor del valle- es como si una cara Vesuviana hubiera dejado su voluntad a su paso- Y cuando en la noche- acabado nuestro buen día - guardo la cabeza de mi amo- Es mejor que haber compartido la profunda almohada de plumón- De Su enemigo - soy enemigo mortal- ninguno se agita por segunda vez- en quién pongo un ojo amarillo- o un pulgar enfático- Aunque Yo así como él - podamos vivir largamente él debe vivir más -que Yo- porque yo tengo el poder de matar, Sin -el poder de morir- Versión de Miguel Artime Morir no duele mucho... Morir no duele mucho: nos duele más la vida. Pero el morir es cosa diferente, tras la puerta escondida: la costumbre del sur, cuando los pájaros antes que el hielo venga, van a un clima mejor. Nosotros somos pájaros que se quedan: los temblorosos junto al umbral campesino, que la migaja buscan, brindada avaramente, hasta que ya la nieve piadosa hacia el hogar nos empuja las plumas. Versión de L.S. No era la Muerte, pues yo estaba de pie... No era la Muerte, pues yo estaba de pie Y todos los muertos están acostados, No era de noche, pues todas las campanas Agitaban sus badajos a mediodía. No había helada, pues en mi piel Sentí sirocos reptar, Ni había fuego, pues mis pies de mármol Podían helar un santuario. Y, sin embargo, se parecían a todas Las figuras que yo había visto Ordenadas para un entierro Que rememoraba como el mío. Como si mi vida fuera recortada Y calzada en un marco Y no pudiera respirar sin una llave Y era como si fuera medianoche Cuando todo lo que late se detiene Y el espacio mira a su alrededor La espeluznante helada, primer otoño que llora, Repele la apaleada tierra. Pero todo como el caos, Interminable, insolente, Sin esperanza, sin mástil Ni siquiera un informe de la tierra Para justificar la desesperación. Pequeñez Es cosa tan pequeña nuestro llanto; son tan pequeña cosa los suspiros... Sin embargo, por cosas tan pequeñas vosotros y nosotras nos morirnos. Versión de Carlos López Narváez Podría estar más sola sin mi soledad... Podría estar más sola sin mi soledad, tan habituada estoy a mi destino, tal vez la otra paz, podría interrumpir la oscuridad y llenar el pequeño cuarto, demasiado exiguo en su medida para contener el sacramento de él, no estoy habituada a la esperanza, podría entrometerse en su dulce ostentación, violar el lugar ordenado para el sufrimiento, sería más fácil fallecer con la tierra a la vista, que conquistar mi azul península, perecer de deleite. Versión de L.S. Poema 37 Corazón, le olvidaremos en esta noche tú y yo. Tú, el calor que te prestaba. Yo, la luz que a mí me dio. Cuando le hayas olvidado dímelo, que he de borrar aprisa mis pensamientos. Y apresura tu labor no sea que en tu tardanza vuelva a recordarle yo. Versión de L.S. Poema 63 (Time and Eternity") Haz amplia esta cama, haz esta cama con prudencia; espera en ella el postrer juicio, sereno y excelente. Que sea recto su colchón y redonda sea su almohada, que ningún rayo dorado de sol llegue jamás, a perturbarla. Versión de L.S. Poema 128 Dame el ocaso en una copa, enumérame los frascos de la mañana y dime cuánto hay de rocío, dime cuán lejos la mañana salta- dime a qué hora duerme el tejedor que tejió el espacio azul. Escríbeme cuántas notas habrá en el nuevo éxtasis del tordo entre asombradas ramas- cuántos caminos recorre la tortuga- cuántas copas la abeja comparte, disoluta del rocío. También, ¿quién puso la base del arco iris, también, quién guía las esferas dóciles por juncos de azul flexible? ¿Qué dedos atan las estalactitas- quién cuenta la plata de la noche para saber si nadie está en deuda? ¿Quién edificó esta casita albana y cerró herméticamente las ventanas que mi espíritu no puede ver? ¿Quién me dejará salir un día de gala con implementos de vuelo, fugaz pomposidad? Versión de Silvina Ocampo Poema 520 Me fui temprano -me llevé a mi perro- a visitar el mar. Las sirenas del sótano salían a mirarme y, en el piso de arriba, las fragatas extendían manos de cáñamo, creyéndome una rata encallada en la arena. No huí, con todo. Hasta que el flujo me llegó a los zapatos y al delantal y al cinturón y enseguida al corpiño, tal como si intentara devorarme como a una gota de rocío en una flor de diente-de-león. Entonces salí huyendo. Él me siguió. Venía detrás, cerca. Sentía su tacón de plata en mi tobillo y mis zapatos rebosaron de perlas. Los dos llegamos hasta el pueblo firme. No parecía conocer a nadie. me miró con dureza y se fue, haciéndome una venia. Versión de José Manuel Arango Poema 739 Muchas veces pensé que la paz había llegado cuando la paz estaba muy lejos- como los náufragos- creen que ven la tierra- en el centro del mar- y luchan más débilmente -sólo para probar tan deshauciadamente como yo- cuántas ficticias costas- antes del puerto hay- Versión de Silvina Ocampo Poema 783 Los pájaros empezaron a las cuatro- el período del alba- una música numerosa como el espacio- pero aledaña al día- no podía medir su fuerza- sus voces se derrochaban como arroyo al arroyo se entrega para multiplicar el estanque. Sus testigos no estaban- excepto un hombre fortuito- en casera vestimenta ataviado- para enfrentar la mañana- no era por aplausos- que yo podía atestiguar- sino por éxtasis independiente de deidad y de hombres- a las seis, el diluvio pasó- ningún tumulto hubo de vestimenta o de partida- y asimismo la banda había volado- el sol absorbió el este- el día controló el mundo- el milagro introducido fue olvidado, cumplido. Poema 815 El lujo de entender el lujo sería de mirarte una sola vez y volverme un Epicuro cualquiera de tus presencias sirve de futuro alimento apenas recuerdo haber muerto de hambre tan bien surtida estaba - el lujo de meditar el lujo era darme el festín de tu semblante otorga suntuosidad en días habituales, cuya lejana mesa como la certidumbre recuerda está puesta con una sola migaja la conciencia de ti. Poniente Velámenes de púrpura se mecen con suavidad en mares de narciso; marineros fantásticos se esfuman y queda el muelle en la quietud sumido. Versión de Carlos López Narváez Presentimiento Presentimiento es esa larga sombra que poco a poco avanza sobre el césped cuando el sol sus imperios abandona... Presentimiento es el susurro tenue que corre entre la hierba temerosa para decirle que la noche viene. Versión de Carlos López Narváez Que yo siempre amé... Que yo siempre amé yo te traigo la prueba que hasta que amé yo nunca viví -bastante- que yo amaré siempre te lo discutiré que amor es vida y vida inmortalidad esto -si lo dudas- querido, entonces yo no tengo nada que mostrar salvo el calvario Versión de Silvina Ocampo Selección De las almas creadas supe escoger la mía. Cuando parta el espíritu y se apague la vida, y sean Hoy y Ayer como fuego y ceniza, y acabe de la carne la tragedia mezquina, y hacia la Altura vuelvan todos la frente viva, y se rasgue la bruma... yo diré: Ved la chispa y el luminoso átomo que preferí a la arcilla. Versión de Carlos López Narváez Sentí un funeral en mi cerebro... Sentí un funeral en mi cerebro, los deudos iban y venían arrastrándose -arrastrándose -hasta que pareció que el sentido se quebraba totalmente - y cuando todos estuvieron sentados, una liturgia, como un tambor - comenzó a batir -a batir -hasta que pensé que mi mente se volvía muda - y luego los oí levantar el cajón y crujió a través de mi alma con los mismos botines de plomo, de nuevo, el espacio -comenzó a repicar, como si todos los cielos fueran campanas y existir, sólo una oreja, y yo, y el silencio, alguna extraña raza naufragada, solitaria, aquí - y luego un vacío en la razón, se quebró, caí, y caí - y di con un mundo, en cada zambullida, y terminé sabiendo -entonces - Versión de Silvina Ocampo Soy nadie. ¿Tú quién eres? Soy nadie. ¿Tú quién eres? ¿Eres tú también nadie? Ya somos dos entonces. No lo digas: lo contarían, sabes. Qué tristeza ser alguien, qué público: como una rana decir el propio nombre junio entero para una charca admiradora. Versión de L.S. Tan lejos de la piedad, como la queja... Tan lejos de la piedad, como la queja - tan frío a la palabra -como la piedra - inconmovible a la revelación como si mi oficio fuera de hueso - tan lejos del tiempo -como la historia - tan cerca de uno mismo -hoy - como niños, a las bufandas del arco iris - a la puesta de sol a su juego amarillo a los párpados en el sepulcro - ¡cuán mudo yace el danzarín - cuando las revelaciones del color se rompen - y resplandecen -las mariposas! Versión de Silvina Ocampo Un sueño largo, largo, un ya famoso sueño... Un sueño largo, largo, un ya famoso sueño, que señales no da de que se está acercando el día, pues no mueve ni un párpado el durmiente: un sueño independiente y apartado. ¿Pereza como ésta se vio nunca? En orilla de piedra, bajo el calor, dejar pasar los siglos y ni una vez mirar si el mediodía llega. Versión de L.S.

EMILY DICKINSON -------POR RITA AMODEI

Reseña biográfica Poeta norteamericana nacida en Amherst, Massachusetts en 1830. Hija y nieta de prominentes figuras políticas e intelectuales, fue educada en un ambiente puritano y estricto que la convirtió en una persona solitaria y nostálgica. Durante su vida rara vez salió de casa y sus amistades fueron escasas; sin embargo, entre las pocas personas que frecuentó, tuvo especial aprecio por el Reverendo Charles Wadsworth, quien tuvo un impacto enorme sobre sus pensamientos y su poesía. Admiró también a los poetas Robert y Elizabeth Barrett Browning, así como a John Keats. Aunque su producción poética fue muy amplia, sólo fue editada en 1890 después de su muerte, ocurrida en el año de 1886 en la ciudad de Amherst. © POETA FAVORITA DE JORGE LUIS BORGES , EMILY DICKINSON POSEE UN LENGUAJE INTERIOR FASCINANTE POR SU MISTERIO E IRISDISCENCIA EN SU VOZ .LA ESTRUCTURA DEL POEMA ESTA SUBORDINADA A LA EXPRESION DE SUS PENSAMIENTOS Y SENTIMIENTOS Y CADA UNA DE SUS PALABRAS TIENE UN PESO ESPECIFICO Y DETERMINANTE . EN FORMA PERSONAL ENCUENTRO UNA SIMILITUD COMPOSITIVA ENTRE DICKINSON Y EL MUSICO RUSO SKRIABIN YA QUE POR LO GENERAL AMBOS NOS ARRASTRAN Y NOS ABANDONAN AL BORDE DE UN ABISMO AL QUE PODEMOS CAER O NO SEGUN NUESTRO EQUILIBRIO INTERIOR . AGRADECEMOS A MISS JOAN BAEZ EL MATERIAL LITERARIO DE EMILY DICKINSON QUE NOS ENVIA PARA PUBLICACION . RITA AMODEI

sábado, 19 de enero de 2013

EL CONDE DE MONTECRISTO ALEXANDER DUMAS .....POR RITA AMODEI

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EL CONDE DE MONTECRISTO. ALEXANDER DUMA -----POR RITA AMODEI

El conde de Montecristo (Le comte de Monte-Cristo) es una novela de aventuras clásica de Alexandre Dumas padre y Auguste Maquet. Éste último no figuró en los títulos de la obra ya que Alexandre Dumas pagó una elevada suma de dinero para que así fuera. Maquet era un colaborador muy activo en las novelas de Dumas, llegando a escribir obras enteras, reescribiéndolas Dumas después. Se suele considerar como el mejor trabajo de Dumas, y a menudo se incluye en las listas de las mejores novelas de todos los tiempos. El libro se terminó de escribir en 1844, y fue publicado en una serie de 18 partes durante los dos años siguientes. La historia tiene lugar en Francia, Italia y varias islas del Mediterráneo durante los hechos históricos de 1814–1838 (Los Cien Días del gobierno de Napoleón I, el reinado de Luis XVIII de Francia, de Carlos X de Francia y el reinado de Luis Felipe I de Francia). Trata sobre todo los temas de la justicia, la venganza, la piedad y el perdón y está contada en el estilo de una historia de aventuras. Dumas obtuvo la idea principal de una historia real que encontró en las memorias de un hombre llamado Jacques Peuchet. Peuchet contaba la historia de un zapatero llamado François Picaud que vivía en París en 1807. Picaud se comprometió con una mujer rica, pero cuatro amigos celosos le acusaron falsamente de ser un espía de Inglaterra. Fue encarcelado durante catorce años. Durante su encarcelamiento, un compañero de prisión moribundo le legó un tesoro escondido en Milán. Cuando Picaud fue liberado en 1814, tomó posesión del tesoro, volvió bajo otro nombre a París y dedicó diez años a trazar su exitosa venganza contra sus antiguos amigos Resumen de la tramaLa novela empieza con Edmond Dantés volviendo a Marsella, donde se encuentra con su familia y sus amigos. Dantés está a punto de recibir una promoción a capitán, y también a punto de casarse con una bella española, Mercedes. Sin embargo, el inocente Dantès no se da cuenta de cómo su fortuna afecta a los que él considera sus amigos. Danglars, el jefe de cargamento que envidia la promoción de Edmond, y Fernando, el primo de Mercédès que ama a ésta, pretenden acusar a Edmond como agente bonapartista; entonces crean una carta anónima, acusando a Edmond de bonapartista y es arrestado el día de la boda y llevado ante Villefort, sustituto del procurador del rey. Aunque Villefort se convence enseguida de la inocencia de Edmond y está a punto de dejarlo en libertad, descubre que el destinatario de la carta no es otro que su propio padre, Noirtier, un importante bonapartista. SalidaDurante el encarcelamiento, Dantés comienza a desesperarse. Empieza rezando a Dios por su liberación, pero sigue sufriendo año tras año, y al tiempo intenta suicidarse dejando de comer. Al fallar en su intento de suicidio, ataca a un guardia cuando va a dejarle comida, igualmente falla y lo consideran un loco y lo trasladan a un calabozo para prisioneros altamente peligrosos. De nuevo intenta llegar a la inanición pero cuando esta a punto de morir, recupera la voluntad para vivir al escuchar el sonido que producía otro prisionero al cavar para conseguir escapar. Poco después se encuentra con el otro prisionero, el abate Faria, que en su intento de escapar, cavó en dirección equivocada y llegó a la celda de Edmond, con quien forma una muy buena amistad, llegándolo a considerar como su hijo. Faria se convierte en su instructor en varios temas, desde la historia, las matemáticas, el lenguaje, filosofía, idiomas, y química, mientras ya juntos, cavan hacia otro lado de la celda, intentado escapar del castillo. Como resultado de sus conversaciones con Faria, Dantés empieza a juntar las piezas de la historia que lo condenó a su penuria actual. Faria le hace ver que la carta acusadora fue escrita con una mano izquierda y por un obvio rencor hacia él. Edmond y Faria trabajan durante largas horas en el túnel para escapar, pero el viejo y frágil Faria no sobrevive para verlo terminado. Queda paralítico a causa de un segundo derrame cerebral (el primero le dio cuando aún se encontraba en libertad), y muere en el tercer derrame. Viéndose moribundo, Faria le confía a Dantés el escondite de un gran tesoro en la isla de Montecristo que ascendía a lo que hoy serían aproximadamente 14000 millones de dólares, él, sorprendido, al principio desconfía del abate por ser ese el tema el que le ganó su apodo de "el abate loco" por los guardias. Al morir Faria, los guardias envuelven su cuerpo en una pesada manta, a Dantés se le ocurre ocupar el lugar del cadáver de Faria, llevando el verdadero cadáver a la otra celda. Los carceleros, en lugar de enterrar el cuerpo como él suponía, lo atan una pesada bala y lo lanzan al mar por un barranco cercano. RecompensasDantès escapa del sudario evitando las rocas y nada hasta una isla desierta donde pasa una noche tormentosa. Al día siguiente ve en el mar un barco naufragado, nada hacia los restos y ve otro barco que lo recoge, y Edmond se hace pasar por un náufrago a causa de la tormenta. Hace amistad con ellos, se rasura, cambia el nombre y se dedica durante un tiempo a ser contrabandista. Varias de las transacciones que hacían los contrabandistas era en la Isla de Montecristo, por ser ésta, una isla desierta, y sin ninguna atracción aparente; Edmond dedica varias horas y varios viajes, a reconocer los alrededores de la isla, aún dudando de lo que su viejo amigo le dijera. Un día, en la Isla de Montecristo, habiendo sospechado donde está el tesoro, va a cazar una cabra para comer y finge caerse de las rocas, sus compañeros lo ayudan a moverse, pero él alega que está realmente lesionado, y que no se puede mover. Con la excusa de que podría retrasar la inminente expedición de los contrabandistas, les pide que se marchen y que vuelvan a por él dos días después, una vez terminado su trabajo. Una vez que Edmond pierde el barco de vista, se pone en pie y encuentra el tesoro. Tiempo después, habiendo ocupado parte de la fortuna en hacerse un nombre, en investigaciones, y amasar más dinero, regresa a la ciudad de Marsella para retomar contacto con sus seres queridos, pero sólo halla desesperación. Tomando distintas personalidades, desde un abate italiano a un banquero inglés, Edmond Dantès puede confirmar sus sospechas a través de Caderousse, (un antiguo vecino que fue cómplice de Danglars y Fernando), al que visita disfrazado de abate, fingiendo cumplir el último deseo de Edmond. De su antiguo vecino descubre que todos los que le traicionaron han triunfado en la vida; Fernando se ha convertido en un conde y par de Francia, Danglars en un barón y en el banquero más rico de París, y Villefort en la personificación de la justicia parisina como Procureur du Roi (Procurador del Rey, es decir el Fiscal del Reino o Fiscal General del Estado). Aún más, Fernando se ha casado con Mercédès y tienen un hijo, Albert. Mientras tanto, los amigos de Edmond han sufrido en manos del destino. Al principio de la novela, Julien Morrel es el rico y amigable propietario de un negocio naval en alza. Pero durante el encarcelamiento de Edmond, Morrel sufrió una trágica serie de desventuras, entre ellas el hundimiento de su barco Faraón, y en el momento en el que Edmond regresa a Marsella no tienen nada más que a sus dos hijos, Julie y Maximilian, y unos cuantos criados leales. La compañía está al borde de la bancarrota, y Morrel piensa en suicidarse. Al descubrir esto, Dantès restituye anónimamente la fortuna de Morrel y un nuevo Faraón justo a tiempo, bajo el seudónimo de «Simbad el Marino». VenganzaDiez años después de su viaje a Marsella, Dantes empieza su búsqueda de venganza disfrazándose con el nombre de "Conde de Montecristo". Manipula a Danglars para que le dé un «crédito ilimitado» de seis millones de francos, y manipula la bolsa para destruir la fortuna de Danglars, cobrando los seis millones sólo cuando Danglars está al borde de la bancarrota y forzándole a huir a Italia. Montecristo tiene una esclava griega, Haydée, cuya familia y hogar en Janina fueron destruidos por Fernando, que traiciona a Alí el padre de Haydée entregándolo a sus enemigos y causándole la muerte y la de su madre, cuando acababa de venderlas a un comprador de esclavos. Montecristo compra a Haydée tiempo después, cuando ella tenía 13 años, 9 años después de aquel hecho que aún recordaba la joven mujer. Montecristo manipula a Danglars para que investigue el suceso, que es publicado en un periódico. La familia de Villefort está dividida. Valentine, la hija que tuvo con su primera esposa Renée, va a heredar toda la fortuna de la familia, pero su segunda esposa, Héloïse, pretende reclamar la fortuna para su hijo Édouard. Montecristo conoce las intenciones de Héloïse y, de forma aparentemente inocente, le proporciona una toxina capaz de curar a una persona con una gota, y de matarla con una sobredosis. Héloïse mata a Barrois, un sirviente de la casa, tratando de asesinar al señor Noirtier; a los Saint-Méran, suegros de Villefort, e intenta asesinar también a Valentine. RedenciónSin embargo, las cosas son más complicadas de lo que Dantès anticipó. Sus esfuerzos para destruir a sus enemigos y proteger a los pocos que le defendieron se entremezclan horriblemente. Maximilien Morrel se enamora de Valentine de Villefort, y Dantès los ayuda a fugarse juntos fingiendo la muerte de la joven. Al verse descubierta por su esposo, Héloïse envenena al pequeño Édouard y se suicida ella también. Todo esto hace que Dantès se cuestione su papel como agente de la venganza de Dios. Viendo que su ira se iba extendiendo lentamente más allá de lo que él pretendía, Dantès cancela el resto de su plan y toma medidas para equilibrar las cosas. Aunque la venganza sobre sus enemigos no está completa del todo, deja en libertad a Danglars, no sin antes secuestrarlo en Roma gracias a su amigo Luigi Vampa, el bandido más temido de Italia, y haciéndole pasar hambre y cobrándole casi todo el resto de su fortuna por restos de comida, y finalmente le revela su verdadera identidad en la cima de su agonía. Dantes le revela su identidad a su amada Mercedes y ésta decide abandonar a Fernando. Fernando, abandonado por su esposa y su hijo Alberto, quien ahora lo repudia, y con su honor hecho trizas públicamente, y enterado de que Dantés está vivo, y no pudiendo cargar con su traición se suicida de un disparo en la cabeza en su despacho, mientras Mercedes se va de la casa. Edmond también indemniza a los que quedaron envueltos en el caos resultante, aplicándose así también sus propios criterios de justicia. En el proceso, se conforma con su propia humanidad y es capaz de encontrar cierto perdón para sus enemigos y para sí mismo. Al final escapa, posiblemente hacia Grecia, con Haydée, de quien se enamora. Relación con la realidadJean-Paul Bendit, Conde de Montecristo (1751-1785) fue un noble francés que, en 1789, defendió los principios de la Revolución. Colaboró notablemente en la redacción de la Constitución de 1791, y fue detenido en 1792 acusado de traición. Al no encontrarse pruebas, fue puesto en libertad y asesinado posteriormente con ácido sulfúrico bajo el pretexto de una limpieza bucal, un método frecuente en la época, de lo que se deduce que él no intentó escapar de la muerte. Personajes de El conde de MontecristoHay muchos personajes en este libro, y la importancia de muchos de ellos no es inmediatamente obvia. Edmond Dantès y aliadosEdmond Dantès. Protagonista de la historia, traicionado por sus amigos, quienes aumentan su prestigio o consiguen poder a su costa. Cuando escapa del calabozo del Castillo de If, y dueño de una gran fortuna, se venga de ellos adoptando disfraces y personalidades como El Maltés, El Conde de Montecristo, Simbad el Marino, El comisionistra principal de la casa de Thompson y French, Abate Giaccomo Busoni, El señor Zaccone y Lord Wilmore. Abate Faria. Sacerdote y erudito italiano. Traba amistad con Edmond mientras ambos son prisioneros en el Castillo de If, le enseña todos sus conocimientos y le revela el secreto de la isla de Montecristo, diciéndole que lo busque y lo consiga y será todo de él, se lo recuerda por última vez en sus últimos minutos de vida. Luigi Vampa. Un infame bandido italiano que opera en Roma y los alrededores. Secuestra a Albert de Morcerf y lo libera cuando el Conde de Montecristo lo visita en su guarida. Haydèe. Princesa de Janina e hija del sultán Alí Pachá. Cuando éste fue traicionado y muerto por Fernand Mondego, Haydée fue vendida como esclava a los trece años y adquirida por Dantès. Bertuccio. Mayordomo del conde de Montecristo. También tiene una historia muy interesante entremezclada con los intereses de Edmond, el cría a Benedetto junto a su cuñada. Alí. Un esclavo mudo (le cortaron la lengua como condena) comprado por Montecristo en Oriente sobornando al sultán que lo iba a mandar al verdugo como parte de su condena. Se muestra incondicionalmente fiel y servicial al conde. Bautista. Criado contratado por el conde en París y que se convierte en su tercer hombre de confianza. Familia MorcefFernand Mondego, conde de Morcef. Primo de Mercédès, enamorado de ella desde hacía mucho tiempo. Traiciona a Edmond junto a Danglars conspirando contra él para poder casarse con su amor no correspondido, Mercedes. Mercédès Herrera, condesa de Morcef. Prometida de Edmond Dantès al comienzo de la historia. Tras la desaparición de su amado, y creyéndolo muerto, se casa con Fernand y tiene un hijo. Albert de Morcef, vizconde de Morcef. Hijo de Mercédès y Fernand. Mejor amigo de Franz d´Epinay, hace amistad con Montecristo en Roma. Familia DanglarsBaron Danglars — Inicialmente el contador del mismo barco que Dantès. Ansía ser rico y poderoso, y ve a Dantès como un obstáculo para sus ambiciones. Durante la estancia de este en prisión, la suerte estuvo de su lado, se convierte en barón mediante su matrimonio con la baronesa viuda Herminie de Nargonne y el banquero más rico de París. Herminie Danglars — Viuda del barón de Nargonne, casada en segundas nupcias con Danglars. En vida de su primer esposo, tuvo un romance con Villefort del que nació un hijo, Benedetto. Eugénie Danglars — Hija del matrimonio y prometida de Albert de Morcerf; posteriormente se cancela el compromiso en favor de Andrea Cavalcanti. Familia VillefortGérard de Villefort. Siendo procurador real en provincias dictó un mandamiento para encarcelar a Edmond con el único fin de proteger a su padre y su carrera. Héloïse de Villefort. Segunda esposa del procurador del rey, quien luego por su egoísmo envenena a toda la familia Villefort para que su hijo Édouard herede toda la fortuna familiar. Noirtier. Un antiguo bonapartista vigoroso que ahora está paralítico por una apoplejía. Le cuidan su hijo Villefort, su nieta Valentine y el leal sirviente de la familia, Barrois. Valentine de Villefort. Hija de Villefort y su primera esposa, Renée de Saint-Méran. Ama a Morrel hijo, pero está prometida al joven Franz d'Épinay. Edouard de Villefort. Hijo de Villefort y de su segunda esposa Héloïse. Es un niño muy travieso. Esquema de las relaciones entre los personajesRelaciones entre los personajes de la novela.[editar] Titular de los personajes[editar] Otros personajesGaspard Caderousse. Sastre y hostelero deshonesto del lugar donde viven Dantés y su padre. Está presente, aunque ebrio, cuando Danglars redacta la carta que acusa a Edmond de agente bonapartista. Maximilien Morrel. Hijo del patrón de Edmond; tras la fuga de Edmond, Maximilien se convierte en un buen amigo para el conde de Montecristo y éste lo ayuda a realizar su deseo de casarse con la hija de Villefort. Franz d'Épinay. Barón y amigo de Albert de Morcerf, prometido con Valentine de Villefort. Conoce al conde en la gruta de Montecristo antes de dirigirse hacia Roma a encontrarse con su amigo. Su padre, el general realista Quesnel, falleció en un duelo contra Noirtier de Villefort. Al saberlo Franz, rompe su compromiso con Valentine. Lucien Debray. Secretario del Ministro del Interior y amigo de Albert. Es el amante de Herminie Danglars, a quien sólo utiliza para robar dinero al banquero. Beauchamp. Asistente de editor jefe de un importante periódico de París y otro amigo del vizconde de Morcerf. Barón Raoul de Château-Renaud. Amigo de Albert. Maximilien Morrel le salva la vida en África. Julie Herbault. Hija de Julien Morrel y hermana de Maximilien Morrel, es ayudada por el conde bajo la identidad de Simbad el Marino para salvar a su padre de la bancarrota. Está casada con Emmanuel Herbault. Emmanuel Herbault. Esposo de Julie y cuñado de Morrel hijo, es el segundo testigo del conde cuando este va a batirse a duelo con Albert. Benedetto. Asesino y ladrón, hijo ilegítimo de Villefort y Herminie Danglars, nacido cuando ésta aún era esposa del barón de Nargonne. Benedetto fue criado por Bertuccio y su cuñada, Assunta. Vuelve a París bajo la identidad de Andrés Cavalcanti. Mayor Bartolomeo Cavalcanti. Hombre al que el conde integra en la sociedad parisiense para que haga el papel del padre de Andres Cavalcanti (Benedetto). Pierre Morrel. Armador de barcos de buen corazón que trata a Dantés con amabilidad y quien intercedió por él cuando fue capturado. InfluenciasDumas tuvo varias influencias directas de otros textos y tradiciones al escribir la novela. Gran parte de la complicada trama, las estratagemas y las alusiones a una noción romántica de Oriente procede de Las mil y una noches. La referencia más directa es la existencia en gran parte del libro del personaje con el alias de Simbad el Marino, aludiendo a alguien que ha viajado a muchos lugares exóticos. Alexandre también conoció a Fray José Custódio de Faria, el abate Faria, un monje indo-portugués que fue uno de los pioneros del estudio científico de la hipnosis. Es representado por el personaje del monje 'loco' encarcelado en el Château. Otra posible influencia es la noción del pseudo-veneno como elemento conductor de la historia de los dos amantes. Es un tema recurrente en la literatura, especialmente en Romeo y Julieta. Los dos jóvenes amantes son comparados explícitamente con Píramo y Tisbe en cierto momento. Una influencia proviene de un viaje de caza que planeó Dumas con el sobrino de Napoleón en la isla de Montecristo. Tras saber que tendría que estar en cuarentena durante un tiempo, Dumas cambió de opinión y volvió a casa. Dumas decidió usar Montecristo en el título de una novela, pero no tenía argumento para ella. Mientras pensaba en el argumento, recordó la ficha policial del arresto e injusto encarcelamiento de un zapatero al que le habían tendido una trampa sus amigos. El zapatero se hizo amigo de un predicador en la cárcel y, por una serie de sucesos afortunados se convirtió en el heredero de la enorme riqueza del predicador. Una vez libre, utilizó su riqueza para exigir venganza sobre los que habían conspirado para encarcelarle. También fue una influencia para las falsas acusaciones de Dantès la historia real de Eugène François Vidocq — el primer detective del mundo. La influencia posterior de El conde sobre la cultura popular es inconmensurable. Descendientes de su linaje son James Bond, El Zorro y La pimpinela escarlata. Las novelas y películas de James Bond giran alrededor de un personaje que, como el conde, es infinitamente conocedor de todo lo que tiene calidad (lo mismo es cierto para los villanos de Bond), y que utiliza su conocimiento para vencer a sus enemigos. El Zorro, como el conde, es un aristócrata disfrazado, vengador de las injusticias. La diferencia es que el Zorro está enmascarado y lucha contra enemigos públicos, no personales (aunque la distinción es a menudo dudosa). En 1998 se presentó en sociedad una superproducción francesa de cuatro capítulos para la televisión. En 2002, Kevin Reynolds dirigió una adaptación bastante libre para Hollywood. En 2004 de la mano del estudio Gonzo, fue estrenada en Japón una serie de anime de 24 episodios, de nombre Gankutsuou, firmemente inspirada en la novela de Dumas, ambientada en un mundo futurista con influencias de la Europa decimonónica, y con una animación y colorido bastante inusual para la época. Durante el 2006 se emitió por el canal argentino Telefe una telenovela adaptada de la misma obra del autor francés pero con cambios en los nombres de los protagonistas y ambientada en la época presente, la cual se ha producido en varios países. Desde 2011 se emite Revenge, una serie de televisión estadounidense inspirada en la obra de Dumas aunque con notables diferencias. De todas las adaptaciones al cine o la televisión, posiblemente sea la serie manga Gankutsuou la más fiel a la esencia trágica de la novela original. Herencia literariaEl gran éxito de esta obra literaria, produjo la creación de varias novelas que aseguraban ser continuaciones a la magnifica obra de Dumas, todas ellas realizadas por distintos escritores. Así también, varias obras posteriores tomaron como referencia características de los personajes y situaciones. Continuaciones Edmundo Dantes (Edmond Dantes, 1849) de George W. Noble La Mano del Muerto (A Mão Do Finado, 1854) de Alfredo Possolo Hogan Las Hijas de Montecristo (Les filles de Monte-Cristo, 1876) de Charles Testut El Hijo de Montecristo (Le fils de Monte-Cristo, 1881) de Jules Lermina Montecristo y su Esposa (Monte Cristo and his Wife, 1884) de Jacob Ralph Abarbanell El Tesoro de Montecristo (Le trésor de Monte-Cristo, 1885) de Jules Lermina Edmundo Dantes (Edmond Dantes, 1885) de Edmund Flagg La Hija de Montecristo (Monte-Cristo’s Daughter, 1886) de Edmund Flagg Las dos novelas de José Rizal —Noli me tangere y El filibusterismo— están fuertemente inspiradas por esta novela. Los personajes principales de ambos libros fueron modelados a partir de Edmond Dantès. TemasEl libro tiene una trama rica y compleja con multitud de personajes. Aunque es ficción popular, eso no significa que carezca de un significado más allá de la historia. Gran parte de las cuestiones temáticas de la novela se centran en la lealtad, la venganza y el servicio a Dios. Dantès se obsesiona completamente con buscar la justicia. Para los que le ayudaron se convierte en un espíritu guardián. Para los que le perjudicaron, se convierte en el ángel vengador de Dios. Todos los que le traicionaron son enfrentados a la justicia de una manera que refleja la traición original. Sin embargo, la primera vez que sale perjudicado un espectador inocente en el transcurso de su venganza, se da cuenta de que sólo Dios es capaz de dispensar justicia, y cesa en sus intentos de castigo. Algunos han argumentado que las grandes habilidades de Dantès le convierten en un personaje flojo, ya que la semidivina perfección de su determinación elimina todo desarrollo del personaje ya que era un tipo muy burdo e irracional Como curiosidad es destacable el abundante empleo y buen manejo del incipiente Derecho mercantil capitalista de la época a lo largo de la compleja trama financiera que envuelve la venganza sobre el banquero Danglars.

sábado, 12 de enero de 2013

BORIS PASTERNAK: POEMAS ..... POR RITA AMODEI

BORIS PASTERNAK : EL KREMLIN EN LA BORRASCA A FINES DE 1918 Como si lo arrojaran a las nieves de la última estación en ruinas; como el campo en la noche, en silbidos y clamor, arrastrándose laboriosamente; como antes del fin, sin fuerzas, en su angustia implorando a la borrasca que no apague el remolino del alma, cuando todo se cubra con la última negrura... ¡A veces!... A veces, como un buque aprisionado a las amarras, que se arranca milagrosamente del ancla hacia la tempestad. El Kremlin, sin comparación, aquella noche, extraño, todo de espuma, en su aparejo de tantos inviernos se arroja con violencia en la borrasca. Y grandioso, pleno de pasado, como la adivinación de un visionario, vuela sin reparos, amenazador a través del año que se acaba, hacia el diez y nueve. Entra por mi ventana con el cobre de sus campanarios; quizás teme que se acabe el año antes de haberme conocido. El resto de los días y de las borrascas que fueron su destino en el diez y ocho, se enfurece alrededor, como si no hubiera jugado hasta la saciedad. Presiento que tras de las tormentas, el año que no ha llegado aún, tomará mi destrozado “yo” y lo llenará de nuevas enseñanzas. (1919) ++++++++++++++++++++++ A VECES AMAR... A veces amar es una pesada cruz, pero tú eres tan simplemente bella... El secreto de tu gracia es igual a la clave del enigma de la vida. En primavera se oye el susurro de los sueños y el suave rumor de realidades y falsías. Tú eres de la misma especie. Tú eres indiferente como el aire. Es fácil recobrar la vista al despertarse, sacudir del corazón la basura de las palabras y vivir sin atascarse de nuevo: no se requiere una gran astucia

DIOS ES FAMILIA . ATTE . REVERENDOS DE LOS MORMONES . A. C. Y R. ADANS ... POR RITA AMODEI

La familia es la parte central del plan de Dios.“Ningún éxito en la vida puede compensar el fracaso en el hogar”. –David O. McKay No sería demasiado afirmar que una persona que proviene de un hogar amoroso, que le brinda apoyo, tiene una gran ventaja en la vida. Muchas personas logran salir adelante, aunque provengan de situaciones familiares poco ideales, pero el tener cubiertas las necesidades básicas, contar con el amor de los padres y aprender las lecciones de la vida en el hogar, hace que los desafíos de la vida diaria sean mucho más fáciles de afrontar. De igual manera, como adulto uno desea un hogar feliz para su familia. Esto no es casualidad. Dios nos organiza en familias para que podamos crecer en un ambiente de felicidad y seguridad, para que así podamos aprender a amar a los demás desinteresadamente; ésta es la clave de la verdadera felicidad. El mejor lugar para aprender a amar a los demás de la forma en que el Padre Celestial nos ama a cada uno de nosotros es en el seno familiar. La Iglesia de Dios existe para ayudar a las familias a obtener bendiciones eternas. Creemos que la mayor bendición que Él nos da, es la capacidad para regresar a vivir con Él en el cielo junto con nuestras familias. Seguimos la voluntad del Padre Celestial porque ésta es la manera en que obtenemos esta bendición. Todos formamos parte de la familia de Dios Cuando en la Iglesia llamamos a uno de nuestros miembros “hermano” García o “hermana” Herrera, lo decimos con todo el sentido de la palabra. Creemos que todos nosotros, incluso los que no son miembros de la Iglesia, somos hijos e hijas literales de nuestro Padre Celestial (Hebreos 12:9) y por lo tanto, son nuestros hermanos celestiales. Antes de venir a la tierra recibimos el amor y las enseñanzas de nuestro Padre Celestial como integrantes de una familia eterna, por lo que compartimos un lazo de unión que trasciende a esta vida. Piense en ello, si realmente pensara en su vecino o compañero de trabajo como su hermano o hermana, ¿lo trataría diferente? De igual manera, el saber que su familia terrenal tiene una importancia eterna, le puede ayudar a tratarlos mejor también. La familia está primero Quizás no hayamos tenido la suerte de habernos criado en una familia feliz y segura con dos padres amorosos. Tal vez no, o quizás crecimos en circunstancias difíciles y sin el amor ni el apoyo que anhelábamos. De igual manera, como adulto uno desea un hogar feliz para su familia. No siempre es fácil vivir en paz en una familia, pero en la Iglesia restaurada de Dios, el matrimonio y la familia se consideran la unidad social más importante de esta vida y de la eternidad. La gente que ha pasado por desastres naturales nunca ha dicho: “Todo lo que pensaba durante el terremoto era en mi cuenta de banco”. Por lo general siempre dicen: “Sólo podía pensar en mi esposa y en mis hijos”. No es necesario que ocurra una catástrofe para saber que eso es verdad. Sin embargo, muy seguido permitimos que el obtener dinero, buscar placer e incluso las necesidades de los demás distraigan la atención que damos a nuestra familia. En La Iglesia de Jesucristo de los Últimos Días ella está primero. La próxima vez que quiera gritarle a su hijo adolecente por algo, pregúntese: “¿Qué desearía Cristo que yo hiciera?” La felicidad en la vida familiar tiene mayor probabilidad de lograrse cuando se basa en las enseñanzas del Señor Jesucristo. Esto abarca el no ser egoísta, ser honrado, leal, amoroso y un conjunto completo de otras virtudes, sin olvidar un gran esfuerzo. Una familia amorosa y feliz no se logra accidentalmente. Al pensar en nuestra familia, pasamos tiempos felices y otros no tanto. ¿Cuáles fueron los momentos más felices? Lo más probable es que hayan sido cuando nos sentimos amados. Cuando nuestro padre lloró porque nosotros estábamos enfermos. Cuando vimos a nuestros padres reír y sonreír y pudimos ver cuánto se amaban el uno al otro. Cuando mi hermana me felicitó por hacer un gol o viceversa. Cuando rompí una ventana y mis padres me perdonaron en vez de gritarme. Cuando el automóvil se salió de la vía durante una tormenta y nuestra familia tuvo que caminar varios kilómetros para conseguir ayuda. Nos tomamos de las manos y cantamos para hacer que el tiempo pasara más rápido. Ayudamos también a sacar a otras personas de la nieve. Mi familia sufrió junto conmigo durante mi participación en la obra musical de la escuela, aún cuando yo sólo ayudaba con la escenografía. Si nuestra familia ha orado, cantado o asistido junta a la Iglesia, quizas podamos recrear esos momentos felices hoy con nuestra pareja y familia. Si no hubo mucho de esos mommentos felices en nuestra familia cuando éramos jóvenes, entonces tendríamos que hacer las cosas diferentes. ++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++

sábado, 5 de enero de 2013

LA CASA DE BERNARDA ALBA .. FEDERICO GARCIA LORCA .....POR RITA AMODI

LA CASA DE BERNARDA ALBA . FEDERICO GARCIA LORCA ......POR RITA AMODEI

LIBROdot.com Federico García Lorca La casa de Bernarda Alba Drama de mujeres en los pueblos de España Personas BERNARDA, 60 años MARÍA JOSEFA (madre de Bernarda), 80 años ANGUSTIAS (hija de Bernarda), 39 años MAGDALENA (hija de Bernarda), 30 años AMELIA (hija de Bernarda), 27 años MARTIRIO (hija de Bernarda), 24 años ADELA (hija de Bernarda), 20 años CRIADA, 50 años LA PONCIA (criada), 60 años PRUDENCIA, 50 años MENDIGA MUJERES DE LUTO MUJER PRIMERA MUJER SEGUNDA MUJER TERCERA MUJER CUARTA MUCHACHA El poeta advierte que estos tres actos tienen la intención de un documental fotográfico. Acto primero Habitación blanquísima del interior de la casa de Bernarda. Muros gruesos. Puertas en arco con cortinas de yute rematadas con madroños y volantes. Sillas de anea. Cuadros con paisajes inverosímiles de ninfas, o reyes de leyenda. Es verano. Un gran silencio umbroso se extiende por la escena. Al levantarse el telón está la escena sola. Se oyen doblar las campanas. (Sale la Criada I.a) CRIADA. Ya tengo el doble de esas campanas metido entre las sienes. LA PONCIA. (Sale comiendo chorizo y pan.) Llevan ya más de dos horas de gori-gori. Han venido curas de todos los pueblos. La iglesia está hermosa. En el primer responso se des mayó la Magdalena. CRIADA. Ésa es la que se queda más sola. PONCIA. Era a la única que quería el padre. ¡Ay! Gracias a Dios que estamos solas un poquito. Yo he venido a comer. CRIADA. ¡Si te viera Bernarda! PONCIA. ¡Quisiera que ahora, como no come ella, que todas nos muriéramos de hambre! ¡Mandona! ¡Dominanta! ¡Pero se fastidia! Le he abierto la orza de chorizos. CRIADA. (Con tristeza, ansiosa.) ¿Por qué no me das para mi niña, Poncia? PONCIA. Entra y llévate también un puñado de garbanzos. ¡Hoy no se dará cuenta! VOZ. (Dentro.) ¡Bernarda! PONCIA. La vieja. ¿Está bien encerrada? CRIADA. Con dos vueltas de llave. PONCIA. Pero debes poner también la tranca. Tiene unos dedos como cinco ganzúas. VOZ. ¡Bernarda! PONCIA. (A voces.) ¡Ya viene! (A la Criada.) Limpia bien todo. Si Bernarda no ve relucientes las cosas me arrancará los pocos pelos que me quedan. CRIADA. ¡Qué mujer! PONCIA. Tirana de todos los que la rodean. Es capaz de sentarse encima de tu corazón y ver cómo te mueres durante un año sin que se le cierre esa sonrisa fría que lleva en su maldita cara. ¡Limpia, limpia ese vidriado! CRIADA. Sangre en las manos tengo de fregarlo todo. PONCIA. Ella, la más aseada, ella, la más decente, ella, la más alta. Buen descanso ganó su pobre marido. (Cesan las campanas.) CRIADA. ¿Han venido todos sus parientes? PONCIA. Los de ella. La gente de él la odia. Vinieron a verlo muerto, y le hicieron la cruz. CRIADA. ¿Hay bastantes sillas? PONCIA. Sobran. Que se sienten en el suelo. Desde que murió el padre de Bernarda no han vuelto a ent rar las gentes bajo estos techos. Ella no quiere que la vean en su dominio. ¡Maldita sea! CRIADA. Contigo se portó bien. PONCIA. Treinta años lavando sus sábanas, treinta años comiendo sus sobras, noches en vela cuando tose, días enteros mirando por la rendija para espiar a los vecinos y llevarle el cuento; vida sin secretos una con otra, y sin embargo, ¡maldita sea!, ¡mal dolor de clavo le pinche en los ojos! CRIADA. ¡Mujer! PONCIA. Pero yo soy buena perra: ladro cuando me lo dice y muerdo los talones de los que piden limosna cuando ella me azuza; mis hijos trabajan en sus tierras y ya están los dos casados, pero un día me hartaré. CRIADA. Y ese día... PONCIA. Ese día me encerraré con ella en un cuarto y le estaré escupiendo un año entero. «Bernarda, por esto, por aquello, por lo otro», hasta ponerla como un lagarto ma chacado por los niños, que es lo que es ella y toda su parentela. Claro es que no le envidio la vida. Le quedan cinco mujeres, cinco hijas feas, que quitando a Angustias, la ma yor, que es la hija del primer marido y tiene dineros, las demás, mucha puntilla bordada, muchas camisas de hilo, pero pan y uvas por toda herencia. CRIADA. ¡Ya quisiera tener yo lo que ellas! PONCIA. Nosotras tenemos nuestras manos y un hoyo en la tierra de la verdad. CRIADA. Ésa es la única tierra que nos dejan a los que no tenemos nada. PONCIA. (En la alacena.) Este cristal tiene unas motas. CRIADA. Ni con el jabón ni con bayeta se le quitan. (Suenan las campanas.) PONCIA. El último responso. Me voy a oírlo. A mí me gusta mucho cómo canta el párroco. En el «Pater Noster» subió, subió, subió la voz que parecía un cántaro llenándose de agua poco a poco. ¡Claro es que al final dio un gallo, pero da gloria oírlo! Ahora que nadie como el antiguo sacristán Tronchapinos. En la misa de mi madre, que esté en gloria, cantó. Retumbaban las paredes y cuando decía amén era como si un lobo hubiese entrado en la iglesia. (Imitándolo.) ¡Améééén! (Se echa a toser.) CRIADA. Te vas a hacer el gaznate polvo. PONCIA. ¡Otra cosa hacía polvo yo! (Sale riendo.) (La Criada limpia. Suenan las campanas.) CRIADA. (Llevando el canto.) Tin, tin, tan. Tin, tin, tan. ¡Dios lo haya perdonado! MENDIGA. (Con una niña.) ¡Alabado sea Dios! CRIADA. Tin, tin, tan. ¡Que nos espere muchos años! Tin, tin, tan. MENDIGA. (Fuerte, con cierta irritación.) ¡Alabado sea Dios! CRIADA. (Irritada.) ¡Por Siempre! MENDIGA. Vengo por las sobras. (Cesan las campanas.) CRIADA. Por la puerta se va a la calle. Las sobras de hoy son para mí. MENDIGA. Mujer, tú tienes quien te gane. Mi niña y yo estamos solas. CRIADA. También están solos los perros y viven. MENDIGA. Siempre me las dan. CRIADA. Fuera de aquí. ¿Quién os dijo que entrarais? Ya me habéis dejado los pies señalados. (Se van, limpia.) Suelos barnizados con aceite, alacenas, pedestales, camas de acero, para que traguemos quina las que vivimos en las chozas de tierra con un plato y una cuchara. ¡Ojalá que un día no quedáramos ni uno para contarlo! (Vuelven a sonar las campanas.) Sí, sí, ¡vengan clamores!, ¡venga caja con filos dorados y toallas de seda para llevarla!; ¡que lo mismo estarás tú que estaré yo! Fastídiate, Antonio María Benavides, tieso con tu traje de paño y tus botas enterizas. ¡Fastídiate! ¡Ya no volverás a levantarme las enaguas detrás de la puerta de tu corral! (Por el fondo, de dos en dos, empiezan a entrar Mujeres de luto, con pañuelos grandes, faldas y abanicos negros. Entran lentamente hasta llenar la escena.) CRIADA. (Rompiendo a gritar.) ¡Ay Antonio María Benavides, que ya no verás estas paredes, ni comerás el pan de esta casa! Yo fui la que más te quiso de las que te sirvieron. (Tirándose del cabello.) ¿Y he de vivir yo después de haberte marchado? ¿Y he de vivir? (Terminan de entrar las doscientas Mujeres y aparece Bernarda y sus cinco Hijas. Bernarda viene apoyada en un bastón.) BERNARDA. (A la Criada.) ¡Silencio! CRIADA. (Llorando.) ¡Bernarda! BERNARDA. Menos gritos y más obras. Debías haber procurado que todo esto estuviera más limpio para recibir al duelo. Vete. No es és te tu lugar. (La Criada se va sollozando.) Los pobres son como los animales. Parece como si estuvieran hechos de otras sustancias. MUJER I.a Los pobres sienten también sus penas. BERNARDA. Pero las olvidan delante de un plato de garbanzos. MUCHACHA I.a (Con timidez.) Comer es necesario para vivir. BERNARDA. A tu edad no se habla delante de las personas mayores. MUJER I.a Niña, cállate. BERNARDA. No he dejado que nadie me dé lecciones. Sentarse. (Se sientan. Pausa. Fuerte.) Magdalena, no llores. Si quie res llorar te metes debajo de la cama. ¿Me has oído? MUJER 2.a (A Bernarda.) ¿Habéis empezado los trabajos en la era? BERNARDA. Ayer. MUJER 3.a Cae el sol como plomo. MUJER I.a Hace años no he conocido calor igual. (Pausa. Se abanican todas.) BERNARDA.¿Está hecha la limonada? PONCIA. Sí, Bernarda. (Sale con una gran bandeja llena de jarritas blancas, que distribuye.) BERNARDA. Dale a los hombres. PONCIA. La están tomando en el patio. BERNARDA. Que salgan por donde han entrado. No quiero que pasen por aquí. MUCHACHA. (A Angustias.) Pepe el Romano estaba con los hombres del duelo. ANGUSTIAS. Allí estaba. BERNARDA. Estaba su madre. Ella ha visto a su madre. A Pepe no la ha visto ni ella ni yo. MUCHACHA. Me pareció... BERNARDA. Quien sí estaba era el viudo de Darajalí. Muy cerca de tu tía. A ése lo vimos todas. MUJER 2.a (Aparte y en baja voz.) ¡Mala, más que mala! MUJER 3.a (Aparte y en baja voz.) ¡Lengua de cuchillo! BERNARDA. Las mujeres en la iglesia no deben mirar más hombre que al oficiante, y a ése porque tiene faldas. Volver la cabeza es buscar el calor de la pana. MUJER I.a (En voz baja.) ¡Vieja lagarta recocida! PONCIA. (Entre dientes.) ¡Sarmentosa por calentura de varón! BERNARDA. (Dando un golpe de bastón en el suelo.) Alabado sea Dios. TODAS. (Santiguándose.) Sea por siempre bendito y alabado. BERNARDA. Descansa en paz con la santa compaña de cabecera. TODAS. ¡Descansa en paz! BERNARDA. Con el ángel san Miguel y su espada justiciera. TODAS. ¡Descansa en paz! BERNARDA. Con la llave que todo lo abre y la mano que todo lo cierra. TODAS. ¡Descansa en paz! BERNARDA. Con los bienaventurados y las lucecitas del campo. TODAS. ¡Descansa en paz! BERNARDA. Con nuestra santa caridad y las almas de tierra y mar. TODAS. ¡Descansa en paz! BERNARDA. Concede el reposo a tu siervo Antonio María Benavides y dale la corona de tu santa gloria. TODAS. Amén. BERNARDA. (Se pone de pie y canta.) «Requiem aeternam dona eis, Domine.» TODAS. (De pie y cantando al modo gregoriano.) «Et lux per petua luceat eis. » (Se santiguan.) MUJER I.a Salud para rogar por su alma. (Van desfilando.) MUJER 3.a No te faltará la hogaza de pan caliente. MUJER 2.a Ni el techo para tus hijas. (Van desfilando todas por delante de Bernarda y saliendo.) (Sale Angustias por otra puerta, la que da al patio.) MUJER 4.a El mismo lujo de tu casamiento lo sigas disfrutando. PONCIA. (Entrando con una bolsa.) De parte de los hombres esta bolsa de dineros para responsos. BERNARDA. Dales las gracias y échales una copa de aguardiente. MUCHACHA. (A Magdalena.) Magdalena. BERNARDA. (A sus Hijas. A Magdalena, que inicia el llanto.) Chissssss. (Salen todas. Golpea con el bastón. A las que se han ido.) ¡Andar a vuestras cuevas a criticar todo lo que habéis visto! Ojalá tardéis muchos años en volver a pasar el arco de mi puerta. PONCIA. No tendrás queja ninguna. Ha venido todo el pueblo. BERNARDA. Sí; para llenar mi casa con el sudor de sus refa jos y el veneno de sus lenguas. AMELIA. ¡Madre, no hable usted así! BERNARDA. Es así como se tiene que hablar en este maldito pueblo sin río, pueblo de pozos, donde siempre se bebe el agua con el miedo de que esté envenenada. PONCIA. ¡Cómo han puesto la solería! BERNARDA. Igual que si hubiese pasado por ella una manada de cabras. (La Poncia limpia el suelo.) Niña, dame un abanico. ADELA. Tome usted. (Le da un abanico redondo con flores ro jas y verdes.) BERNARDA. (Arrojando el abanico al suelo.) ¿Es éste el abanico que se da a una viuda? Dame uno negro y aprende a respetar el luto de tu padre. MARTIRIO. Tome usted el mío. BERNARDA. ¿Y tú? MARTIRIO. Yo no tengo calor. BERNARDA. Pues busca otro, que te hará falta. En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y venta nas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo. Mientras, podéis empezar a bordar el ajuar. En el arca tengo veinte piezas de hilo con el que podréis cortar sábanas y embozos. Magdalena puede bordarlas. MAGDALENA. Lo mismo me da. ADELA. (Agria.) Si no quieres bordarlas, irán sin bordados. Así las tuyas lucirán más. MAGDALENA. Ni las mías ni las vuestras. Sé que ya no me voy a casar. Prefiero llevar sacos al molino. Todo menos estar sentada días y días dentro de esta sala oscura. BERNARDA. Eso tiene ser mujer. MAGDALENA. Malditas sean las mujeres. BERNARDA. Aquí se hace lo que yo mando. Ya no puedes ir con el cuento a tu padre. Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón. Eso tiene la gente que nace con posibles. (Sale Adela.) VOZ. Bernarda, ¡déjame salir! BERNARDA. (En voz alta.) ¡Dejadla ya! (Sale la Criada I.a) CRIADA. Me ha costado mucho sujetarla. A pesar de sus ochenta años, tu madre es fuerte como un roble. BERNARDA. Tiene a quién parecérsele. Mi abuela fue igual. CRIADA. Tuve durante el duelo que taparle varias veces la boca con un costal vacío porque quería llamarte para que le dieras agua de fregar siquiera para beber y carne de perro, que es lo que ella dice que le das. MARTIRIO. ¡Tiene mala intención! BERNARDA. (A la Criada.) Déjala que se desahogue en el patio. CRIADA. Ha sacado del cofre sus anillos y los pendientes de amatistas, se los ha puesto y me ha dicho que se quiere casar. (Las Hijas ríen.) BERNARDA. Ve con ella y ten cuidado que no se acerque al pozo. CRIADA. No tengas miedo que se tire. BERNARDA. No es por eso. Pero desde aquel sitio las vecinas pueden verla desde su ventana. (Sale la Criada.) MARTIRIO. Nos vamos a cambiar la ropa. BERNARDA. Sí; pero no el pañuelo de la cabeza. (Entra Adela.) ¿Y Angustias? ADELA. (Con retintín.) La he visto asomada a la rendija del portón. Los hombres se acababan de ir. BERNARDA. ¿Y tú a qué fuiste también al portón? ADELA. Me llegué a ver si habían puesto las gallinas. BERNARDA. ¡Pero el duelo de los hombres habría salido ya! ADELA. (Con intención.) Todavía estaba un grupo parado por fuera. BERNARDA. (Furiosa.) ¡Angustias! ¡Angustias! ANGUSTIAS. (Entrando.) ¿Qué manda usted? BERNARDA. ¿Qué mirabas y a quién? ANGUSTIAS. A nadie. BERNARDA. ¿Es decente que una mujer de tu clase vaya con el anzuelo detrás de un hombre el día de la misa de su padre? ¡Contesta! ¿A quién mirabas? (Pausa.) ANGUSTIAS. Yo... BERNARDA. ¡Tú! ANGUSTIAS. ¡A nadie! BERNARDA. (Avanzando con el bastón.) ¡Suave! ¡Dulzarrona! (Le da.) PONCIA. (Corriendo.) ¡Bernarda, cálmate! (La sujeta.) (Angustias llora.) BERNARDA. ¡Fuera de aquí todas! (Salen.) PONCIA. Ella lo ha hecho sin dar alcance a lo que hacía, que está francamente mal. ¡Ya me chocó a mí verla escabullirse hacia el patio! Luego estuvo detrás de una ventana oyendo la conversación que traían los hombres, que, como siempre, no se puede oír. BERNARDA. ¡A eso vienen a los duelos! (Con curiosidad.) ¿De qué hablaban? PONCIA. Hablaban de Paca la Roseta. Anoche ataron a su marido a un pesebre y a ella se la llevaron a la grupa del caballo hasta lo alto del olivar. BERNARDA. ¿Y ella? PONCIA. Ella, tan conforme. Dicen que iba con los pechos fuera y Maximiliano la llevaba cogida como si tocara la guitarra. ¡Un horror! BERNARDA. ¿Y qué pasó? PONCIA. Lo que tenía que pasar. Volvieron casi de día. Paca la Roseta traía el pelo suelto y una corona de flores en la cabeza. BERNARDA. Es la única mujer mala que tenemos en el pueblo. PONCIA. Porque no es de aquí. Es de muy lejos. Y los que fueron con ella son también hijos de forastero. Los hombres de aquí no son capaces de eso. BERNARDA. No; pero les gusta verlo y comentarlo y se chupan los dedos de que esto ocurra. PONCIA. Contaban muchas cosas más. BERNARDA. (Mirando a un lado y otro con cierto temor.) ¿Cuáles? PONCIA. Me da vergüenza referirlas. BERNARDA. Y mi hija las oyó. PONCIA. ¡Claro! BERNARDA. Ésa sale a sus tías; blancas y untosas que ponían ojos de carnero al piropo de cualquier barberillo. ¡Cuánto hay que sufrir y luchar para hacer que las personas sean decentes y no tiren al monte demasiado! PONCIA. ¡Es que tus hijas están ya en edad de merecer! De masiada poca guerra te dan. Angustias ya debe tener mu cho más de los treinta. BERNARDA. Treinta y nueve justos. PONCIA. Figúrate. Y no ha tenido nunca novio... BERNARDA. (Furiosa.) ¡No, no ha tenido novio ninguna ni les hace falta! Pueden pasarse muy bien. PONCIA. No he querido ofenderte. BERNARDA. No hay en cien leguas a la redonda quien se pueda acercar a ellas. Los hombres de aquí no son de su clase. ¿Es que quieres que las entregue a cualquier gañán? PONCIA. Debías haberte ido a otro pueblo. BERNARDA. Eso, ¡a venderlas! PONCIA. No, Bernarda; a cambiar... ¡Claro que en otros sitios ellas resultan las pobres! BERNARDA. ¡Calla esa lengua atormentadora! PONCIA. Contigo no se puede hablar. Tenemos o no tenemos confianza. BERNARDA. No tenemos. Me sirves y te pago. ¡Nada más! CRIADA I.a (Entrando.) Ahí está don Arturo, que viene a arreglar las particiones. BERNARDA. Vamos. (A la Criada.) Tú empieza a blanquear el patio. (A la Poncia.) Ytú ve guardando en el arca grande toda la ropa del muerto. PONCIA. Algunas cosas las podríamos dar... BERNARDA. Nada. ¡Ni un botón! ¡Ni el pañuelo con que le hemos tapado la cara! (Sale lentamente apoyada en el bastón y al salir, vuelve la cabeza y mira a sus Criadas. Las Criadas salen después.) (Entran Amelia y Martirio.) AMELIA. ¿Has tomado la medicina? MARTIRIO. ¡Para lo que me va a servir! AMELIA. Pero la has tomado. MARTIRIO. Ya hago las cosas sin fe pero como un reloj. AMELIA. Desde que vino el médico nuevo estás más animada. MARTIRIO. Yo me siento lo mismo. AMELIA. ¿Te fijaste? Adelaida no estuvo en el duelo. MARTIRIO. Ya lo sabía. Su novio no la deja salir ni al tranco de la calle. Antes era alegre. Ahora ni polvos se echa en la cara. AMELIA. Ya no sabe una si es mejor tener novio o no. MARTIRIO. Es lo mismo. AMELIA. De todo tiene la culpa esta crítica que no nos deja vivir. Adelaida habrá pasado mal rato. MARTIRIO. Le tienen miedo a nuestra madre. Es la única que conoce la historia de su padre y el origen de sus tierras. Siempre que viene le tira puñaladas con el asunto. Su padre mató en Cuba al marido de su primera mujer para casarse con ella, luego aquí la abandonó y se fue con otra que tenía una hija y luego tuvo relaciones con esta muchacha, la ma dre de Adelaida, y casó con ella después de haber muerto loca la segunda mujer. AMELIA. Y ese infame, ¿por qué no está en la cárcel? MARTIRIO. Porque los hombres se tapan unos a otros las cosas de esta índole y nadie es capaz de delatar. AMELIA. Pero Adelaida no tiene culpa de esto. MARTIRIO. No, pero las cosas se repiten. Yo veo que todo es una terrible repetición. Y ella tiene el mismo sino de su madre y de su abuela, mujeres las dos del que la engendró. AMELIA. ¡Qué cosa más grande! MARTIRIO. Es preferible no ver a un hombre nunca. Desde niña les tuve miedo. Los veía en el corral uncir los bueyes y levantar los costales de trigo entre voces y zapatazos y siempre tuve miedo de crecer por temor de encontrarme de pronto abrazada por ellos. Dios me ha hecho débil y fea y los ha apartado definitivamente de mí. AMELIA. ¡Eso no digas! Enrique Humanes estuvo detrás de ti y le gustabas. MARTIRIO. ¡Invenciones de la gente! Una noche estuve en camisa detrás de la ventana hasta que fue de día porque me avisó con la hija de su gañán que iba a venir, y no vino. Fue todo cosa de lenguas. Luego se casó con otra que tenía más que yo. AMELIA. Y fea como un demonio. MARTIRIO. ¡Qué les importa a ellos la fealdad! A ellos les importa la tierra, las yuntas y una perra sumisa que les dé de comer. AMELIA. ¡Ay! (Entra Magdalena.) MAGDALENA. ¿Qué hacéis? MARTIRIO. Aquí. AMELIA. ¿Y tú? MAGDALENA. Vengo de correr las cámaras. Por andar un poco. De ver los cuadros bordados en cañamazo de nuestra abuela, el perrito de lanas y el negro luchando con el león que tanto nos gustaba de niñas. Aquélla era una época más alegre. Una boda duraba diez días y no se usaban las malas lenguas. Hoy hay más finura, las novias se ponen velo blanco como en las poblaciones y se bebe vino de botella, pero nos pudrimos por el qué dirán. MARTIRIO. ¡Sabe Dios lo que entonces pasaría! AMELIA. (A Magdalena.) Llevas desabrochados los cordones de un zapato. MAGDALENA. ¡Qué más da! AMELIA. Te los vas a pisar y te vas a caer. MAGDALENA. ¡Una menos! MARTIRIO. ¿Y Adela? MAGDALENA. ¡Ah! Se ha puesto el traje verde que se hizo para estrenar el día de su cumpleaños, se ha ido al corral, y ha comenzado a voces: «¡Gallinas, gallinas, miradme!». ¡Me he tenido que reír! AMELIA. ¡Si la hubiera visto madre! MAGDALENA. ¡Pobrecilla! Es la más joven de nosotras y tiene ilusión. ¡Daría algo por verla feliz! (Pausa. Angustias cruza la escena con unas toallas en la mano.) ANGUSTIAS. ¿Qué hora es? MARTIRIO. Ya deben ser las doce. ANGUSTIAS. ¿Tanto? AMELIA. Estarán al caer. (Sale Angustias.) MAGDALENA. (Con intención.) ¿Sabéis ya la cosa...? (Señalando a Angustias.) AMELIA. No. MAGDALENA. ¡Vamos! MARTIRIO. ¡No sé a qué cosa te refieres...! MAGDALENA. ¡Mejor que yo lo sabéis las dos, siempre cabeza con cabeza como dos ovejitas, pero sin desahogaros con nadie! ¡Lo de Pepe el Romano! MARTIRIO. ¡Ah! MAGDALENA. (Remedándola.) ¡Ah! Ya se comenta por el pueblo. Pepe el Romano viene a casarse con Angustias. Anoche estuvo rondando la casa y creo que pronto va a mandar un emisario. MARTIRIO. ¡Yo me alegro! Es buen hombre. AMELIA. Yo también. Angustias tiene buenas condiciones. MAGDALENA. Ninguna de las dos os alegráis. MARTIRIO. ¡Magdalena! ¡Mujer! MAGDALENA. Si viniera por el tipo de Angustias, por Angustias como mujer, yo me alegraría; pero viene por el dinero. Aunque Angustias es nuestra hermana, aquí estamos en familia y reconocemos que está vieja, enfermiza y que siempre ha sido la que ha tenido menos mérito de todas nosotras. Porque si con veinte años parecía un palo vestido, ¡qué será ahora que tiene cuarenta! MARTIRIO. No hables así. La suerte viene a quien menos la aguarda. AMELIA. ¡Después de todo dice la verdad! ¡Angustias tiene el dinero de su padre, es la única rica de la casa y por eso ahora que nuestro padre ha muerto y ya se harán particiones vienen por ella! MAGDALENA. Pepe el Romano tiene veinticinco años y es el mejor tipo de todos estos contornos; lo natural sería que te pretendiera a ti, Amelia, o a nuestra Adela, que tiene veinte años, pero no que venga a buscar lo más oscuro de esta casa, a una mujer que, como su padre, habla con la nariz. MARTIRIO. ¡Puede que a él le guste! MAGDALENA. ¡Nunca he podido resistir tu hipocresía! MARTIRIO. ¡Dios nos valga! (Entra Adela.) MAGDALENA. ¿Te han visto ya las gallinas? ADELA. ¿Y qué querías que hiciera? AMELIA. ¡Si te ve nuestra madre te arrastra del pelo! ADELA. Tenía mucha ilusión con el vestido. Pensaba ponérmelo el día que vamos a comer sandías a la noria. No hu biera habido otro igual. MARTIRIO. ¡Es un vestido precioso! ADELA. Y me está muy bien. Es lo que mejor ha cortado Magdalena. MAGDALENA. ¿Y las gallinas qué te han dicho? ADELA. Regalarme una cuantas pulgas que me han acribilla do las piernas. (Ríen.) MARTIRIO. Lo que puedes hacer es teñirlo de negro. MAGDALENA. ¡Lo mejor que puede hacer es regalárselo a Angustias para su boda con Pepe el Romano! ADELA. (Con emoción contenida.) ¡Pero Pepe el Romano...! AMELIA. ¿No lo has oído decir? ADELA. No. MAGDALENA. ¡Pues ya lo sabes! ADELA. ¡Pero si no puede ser! MAGDALENA. ¡El dinero lo puede todo! ADELA. ¿Por eso ha salido detrás del duelo y estuvo mirando por el portón? (Pausa.) Y ese hombre es capaz de... MAGDALENA. Es capaz de todo. (Pausa.) MARTIRIO. ¿Qué piensas, Adela? ADELA. Pienso que este luto me ha cogido en la peor época de mi vida para pasarlo. MAGDALENA. Ya te acostumbrarás. ADELA. (Rompiendo a llorar con ira.) ¡No, no me acostumbraré! Yo no quiero estar encerrada. ¡No quiero que se me pongan las carnes como a vosotras! ¡No quiero perder mi blancura en estas habitaciones! ¡Mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a pasear por la calle! ¡Yo quiero salir! (Entre la Criada I.a) MAGDALENA. (Autoritaria.) ¡Adela! CRIADA I.a ¡La pobre! ¡Cuánto ha sentido a su padre! (Sale.) MARTIRIO. ¡Calla! AMELIA. Lo que sea de una será de todas. (Adela se calma.) MAGDALENA. Ha estado a punto de oírte la criada. CRIADA. (Apareciendo.) Pepe el Romano viene por lo alto de la calle. (Amelia, Martirio y Magdalena corren presurosas.) MAGDALENA. ¡Vamos a verlo! (Salen rápidas.) CRIADA. (A Adela.) ¿Tú no vas? ADELA. No me importa. CRIADA. Como dará la vuelta a la esquina, desde la ventana de tu cuarto se verá mejor. (Sale la Criada.) (Adela queda en escena dudando; después de un instante se va también rápida hacia su habitación. Sale Bernarda y la Poncia.) BERNARDA. ¡Malditas particiones! PONCIA. ¡¡Cuánto dinero le queda a Angustias!! BERNARDA. Sí. PONCIA. Y a las otras bastante menos. BERNARDA. Ya me lo has dicho tres veces y no te he querido replicar. Bastante menos, mucho menos. No me lo recuerdes más. (Sale Angustias muy compuesta de cara.) BERNARDA. ¡Angustias! ANGUSTIAS. Madre. BERNARDA. ¿Pero has tenido valor de echarte polvos en la cara? ¿Has tenido valor de lavarte la cara el día de la misa de tu padre? ANGUSTIAS. No era mi padre. El mío murió hace tiempo. ¿Es que ya no lo recuerda usted? BERNARDA. ¡Más debes a este hombre, padre de tus herma nas, que al tuyo! Gracias a este hombre tienes colmada tu fortuna. ANGUSTIAS. ¡Eso lo teníamos que ver! BERNARDA. ¡Aunque fuera por decencia! Por respeto. ANGUSTIAS. Madre, déjeme usted salir. BERNARDA. ¿Salir? Después de que te hayas quitado esos polvos de la cara, ¡suavona! ¡Yeyo! ¡Espejo de tus tías! (Le quita violentamente con su pañuelo los polvos.) ¡Ahora vete! PONCIA. ¡Bernarda, no seas tan inquisitiva! BERNARDA. Aunque mi madre esté loca, yo estoy con mis cinco sentidos y sé perfectamente lo que hago. (Entran todas.) MAGDALENA. ¿Qué pasa? BERNARDA. No pasa nada. MAGDALENA. (A Angustias.) Si es que discutís por las particiones, tú que eres la más rica te puedes quedar con todo. ANGUSTIAS. ¡Guárdate la lengua en la madriguera! BERNARDA. (Golpeando con el bastón en el suelo.) ¡No os hagáis ilusiones de que vais a poder conmigo! ¡Hasta que salga de esta casa con los pies adelante mandaré en lo mío y en lo vuestro! (Se oyen unas voces y entra en escena María Josefa, la madre de Bernarda, viejísima, ataviada con flores en la cabeza y en el pecho.) MARÍA JOSEFA. Bernarda, ¿dónde está mi mantilla? Nada de lo que tengo quiero que sea para vosotras: ni mis anillos ni mi traje negro de moaré. Porque ninguna de vosotras se va a casar. ¡Ninguna! Bernarda, ¡dame mi gargantilla de perlas! BERNARDA. (A la Criada.) ¿Por qué la habéis dejado entrar? CRIADA. (Temblando.) ¡Se me escapó! MARÍA JOSEFA. Me escapé porque me quiero casar, porque quiero casarme con un varón hermoso de la orilla del mar, ya que aquí los hombres huyen de las mujeres. BERNARDA. ¡Calle usted, madre! MARÍA JOSEFA. No, no callo. No quiero ver a estas mujeres solteras rabiando por la boda, haciéndose polvo el corazón, y yo me quiero ir a mi pueblo. ¡Bernarda, yo quiero un varón para casarme y para tener alegría! BERNARDA. ¡Encerradla! MARÍA JOSEFA. ¡Déjame salir, Bernarda! (La Criada coge a María Josefa.) BERNARDA. ¡Ayudarla vosotras! (Todas arrastran a la Vieja.) MARÍA JOSEFA. ¡Quiero irme de aquí, Bernarda! A casarme a la orilla del mar, a la orilla del mar. Telón rápido Acto segundo Habitación blanca del interior de la casa de Bernarda. Las puertas de la izquierda dan a los dormitorios. Las Hijas de Bernarda están sentadas en sillas bajas cosiendo. Magdalena borda. Con ellas está la Poncia. ANGUSTIAS. Ya he cortado la tercer sábana. MARTIRIO. Le corresponde a Amelia. MAGDALENA. Angustias, ¿pongo también las iniciales de Pepe? ANGUSTIAS. (Seca.) No. MAGDALENA. (A voces.) Adela, ¿no vienes? AMELIA. Estará echada en la cama. PONCIA. Ésa tiene algo. La encuentro sin sosiego, temblona, asustada, como si tuviera una lagartija entre los pechos. MARTIRIO. No tiene ni más ni menos que lo que tenemos todas. MAGDALENA. Todas menos Angustias. ANGUSTIAS. Yo me encuentro bien, y al que le duela, que re viente. MAGDALENA. Desde luego hay que reconocer que lo mejor que has tenido siempre ha sido el talle y la delicadeza. ANGUSTIAS. Afortunadamente pronto voy a salir de este infierno. MAGDALENA. ¡A lo mejor no sales! MARTIRIO. ¡Dejar esa conversación! ANGUSTIAS. Y además ¡más vale onza en el arca que ojos negros en la cara! MAGDALENA. Por un oído me entra y por otro me sale. AMELIA. (A la Poncia.) Abre la puerta del patio a ver si nos entra un poco el fresco. (La Poncia lo hace.) MARTIRIO. Esta noche pasada no me podía quedar dormida del calor. AMELIA. ¡Yo tampoco! MAGDALENA. Yo me levanté a refrescarme. Había un nublo negro de tormenta y hasta cayeron algunas gotas. PONCIA. Era la una de la madrugada y salía fuego de la tierra. También me levanté yo. Todavía estaba Angustias con Pepe en la ventana. MAGDALENA. (Con ironía.) ¿Tan tarde? ¿A qué hora se fue? ANGUSTIAS. Magdalena, ¿a qué preguntas si lo viste? AMELIA. Se iría a eso de la una y media. ANGUSTIAS. Sí. ¿Tú por qué lo sabes? AMELIA. Lo sentí toser y oí los pasos de su jaca. PONCIA. ¡Pero si yo lo sentí marchar a eso de las cuatro! ANGUSTIAS. ¡No sería él! PONCIA. ¡Estoy segura! AMELIA. ¡A mí también me pareció! MAGDALENA. ¡Qué cosa más rara! (Pausa.) PONCIA. Oye, Angustias. ¿Qué fue lo que te dijo la primera vez que se acercó a tu ventana? ANGUSTIAS. Nada, ¡qué me iba a decir! Cosas de conversación. MARTIRIO. Verdaderamente es raro que dos personas que no se conocen se vean de pronto en una reja y ya novios. ANGUSTIAS. Pues a mí no me chocó. AMELIA. A mí me daría no se qué. ANGUSTIAS. No, porque cuando un hombre se acerca a una reja ya sabe por los que van y vienen, llevan y traen, que se le va a decir que sí. MARTIRIO. Bueno; pero él te lo tendría que decir. ANGUSTIAS. ¡Claro! AMELIA. (Curiosa.) ¿Ycómo te lo dijo? ANGUSTIAS. Pues nada: «Ya sabes que ando detrás de ti, necesito una mujer buena, modosa, ¡y ésa eres tú si me das la conformidad! ». AMELIA. ¡A mí me da vergüenza de estas cosas! ANGUSTIAS. ¡Y a mí, pero hay que pasarlas! PONCIA. ¿Y habló más? ANGUSTIAS. Sí; siempre habló él. MARTIRIO. ¿Y tú? ANGUSTIAS. Yo no hubiera podido. Casi se me salía el cora zón por la boca. Era la primera vez que estaba sola de noche con un hombre. MAGDALENA. Y un hombre tan guapo. ANGUSTIAS. ¡No tiene mal tipo! PONCIA. Esas cosas pasan entre personas ya un poco instruidas que hablan y dicen y mueven la mano... La primera vez que mi marido Evaristo el Colorín vino a mi ventana... ¡Ja, ja, ja! AMELIA. ¿Qué pasó? PONCIA. Era muy oscuro. Lo vi acercarse y al llegar me dijo: «Buenas noches». «Buenas noches», le dije yo, y nos quedamos callados más de media hora. Me corría el sudor por todo el cuerpo. Entonces Evaristo se acercó, se acercó que se quería meter por los hierros, y dijo con voz muy baja: «¡Ven que te tiente!». (Ríen todas.) (Amelia se levanta corriendo y espía por una puerta.) AMELIA. ¡Ay! ¡Creí que llegaba nuestra madre! MAGDALENA. ¡Buenas nos hubiera puesto! (Siguen riendo.) AMELIA. Chissss... ¡Que nos va a oír! PONCIA. Luego se portó bien. En vez de darle por otra cosa le dio por criar colorines hasta que se murió. A vosotras que sois solteras, os conviene saber de todos modos que el hombre a los quince días de boda deja la cama por la mesa y luego la mesa por la tabernilla. Y la que no se conforma se pudre llorando en un rincón. AMELIA. Tú te conformaste. PONCIA. ¡Yo pude con él! MARTIRIO. ¿Es verdad que le pegaste algunas veces? PONCIA. Sí, y por poco lo dejo tuerto. MAGDALENA. ¡Así debían ser todas las mujeres! PONCIA. Yo tengo la escuela de tu madre. Un día me dijo no sé qué cosa y le maté todos los colorines con la mano del almirez. (Ríen.) MAGDALENA. Adela, ¡niña! No te pierdas esto. AMELIA. Adela. (Pausa.) MAGDALENA. ¡Voy a ver! (Entra.) PONCIA. ¡Esa niña está mala! MARTIRIO. Claro, ¡no duerme apenas! PONCIA. ¿Pues qué hace? MARTIRIO. ¡Yo qué sé lo que hace! PONCIA. Mejor lo sabrás tú que yo, que duermes pared por medio. ANGUSTIAS. La envidia la come. AMELIA. No exageres. ANGUSTIAS. Se lo noto en los ojos. Se le está poniendo mirar de loca. MARTIRIO. No habléis de locos. Aquí es el único sitio donde no se puede pronunciar esta palabra. (Sale Magdalena con Adela.) MAGDALENA. Pues ¿no estaba dormida? ADELA. Tengo mal cuerpo. MARTIRIO. (Con intención.) ¿Es que no has dormido bien esta noche? ADELA. Sí. MARTIRIO. ¿Entonces? ADELA. (Fuerte.) ¡Déjame ya! ¡Durmiendo o velando no tienes por qué meterte en lo mío! ¡Yo hago con mi cuerpo lo que me parece! MARTIRIO. ¡Sólo es interés por ti! ADELA. Interés o inquisición. ¿No estabais cosiendo? ¡Pues seguir! ¡Quisiera ser invisible, pasar por las habitaciones sin que me preguntarais dónde voy! CRIADA. (Entra.) Bernarda os llama. Está el hombre de los encajes. (Salen.) (Al salir, Martirio mira fijamente a Adela.) ADELA. ¡No me mires más! Si quieres te daré mis ojos, que son frescos, y mis espaldas, para que te compongas la joro ba que tienes, pero vuelve la cabeza cuando yo pase. PONCIA. Adela, ¡que es tu hermana y además la que más te quiere! ADELA. Me sigue a todos lados. A veces se asoma a mi cuarto para ver si duermo. No me deja respirar. Y siempre: «¡Qué lástima de cara! ¡qué lástima de cuerpo que no va a ser para nadie!». ¡Y eso no! ¡Mi cuerpo será de quien yo quiera! PONCIA. (Con intención y en voz baja.) De Pepe el Romano, ¿no es eso? ADELA.(Sobrecogida.) ¿Qué dices? PONCIA. ¡Lo que digo, Adela! ADELA. ¡Calla! PONCIA. (Alto.) ¿Crees que no me he fijado? ADELA. ¡Baja la voz! PONCIA. ¡Mata esos pensamientos! ADELA. ¿Qué sabes tú? PONCIA. Las viejas vemos a través de las paredes. ¿Dónde vas de noche cuando te levantas? ADELA. ¡Ciega debías estar! PONCIA. Con la cabeza y las manos llenas de ojos cuando se trata de lo que se trata. Por mucho que pienso no sé lo que te propones. ¿Por qué te pusiste casi desnuda, con la luz encendida y la ventana abierta al pasar Pepe el segundo día que vino a hablar con tu hermana? ADELA. ¡Eso no es verdad! PONCIA. ¡No seas como los niños chicos! Deja en paz a tu hermana, y si Pepe el Romano te gusta, te aguantas. (Adela llora.) Además, ¿quién dice que no te puedes casar con él? Tu hermana Angustias es una enferma. Ésa no resiste el primer parto. Es estrecha de cintura, vieja, y con mi conocimiento te digo que se morirá. Entonces Pepe hará lo que hacen todos los viudos de esta tierra: se casará con la más joven, la más hermosa, y ésa eres tú. Alimenta esa esperanza, olvídalo, lo que quieras, pero no vayas contra la ley de Dios. ADELA. ¡Calla! PONCIA. ¡No callo! ADELA. Métete en tus cosas, ¡oledora!, ¡pérfida! PONCIA. ¡Sombra tuya he de ser! ADELA. En vez de limpiar la casa y acostarte para rezar a tus muertos, buscas como una vieja marrana asuntos de hombres y mujeres para babosear en ellos. PONCIA. ¡Velo!, para que las gentes no escupan al pasar por esta puerta. ADELA. ¡Qué cariño tan grande te ha entrado de pronto por mi hermana! PONCIA. No os tengo ley a ninguna, pero quiero vivir en casa decente. ¡No quiero mancharme de vieja! ADELA. Es inútil tu consejo. Ya es tarde. No por encima de ti que eres una criada; por encima de mi madre saltaría para apagarme este fuego que tengo levantado por piernas y boca. ¿Qué puedes decir de mí? ¿Que me encierro en mi cuarto y no abro la puerta? ¿Que no duermo? ¡Soy más lis ta que tú! Mira a ver si puedes agarrar la liebre con tus ma nos. PONCIA. No me desafíes. ¡Adela, no me desafíes! Porque yo puedo dar voces, encender luces y hacer que toquen las campanas. ADELA. Trae cuatro mil bengalas amarillas y ponlas en las bardas del corral. Nadie podrá evitar que suceda lo que tie ne que suceder. PONCIA. ¡Tanto te gusta ese hombre! ADELA. ¡Tanto! Mirando sus ojos me parece que bebo su sangre lentamente. PONCIA. Yo no te puedo oír. ADELA. ¡Pues me oirás! Te he tenido miedo. ¡Pero ya soy más fuerte que tú! (Entra Angustias.) ANGUSTIAS. ¡Siempre discutiendo! PONCIA. Claro. Se empeñ a que con el calor que hace vaya a traerle no sé qué cosa de la tienda. ANGUSTIAS. ¿Me compraste el bote de esencia? PONCIA. El más caro. Y los polvos. En la mesa de tu cuarto los he puesto. (Sale Angustias.) ADELA. ¡Y chitón! PONCIA. ¡Lo veremos! (Entran Martirio, Amelia y Magdalena.) MAGDALENA. (A Adela.) ¿Has visto los encajes? AMELIA. Los de Angustias para sus sábanas de novia son preciosos. ADELA. (A Martirio, que trae unos encajes.) ¿Yéstos? MARTIRIO. Son para mí. Para una camisa. ADELA. (Con sarcasmo.) ¡Se necesita buen humor! MARTIRIO. (Con intención.) Para verlos yo. No necesito lucirme ante nadie. PONCIA. Nadie le ve a una en camisa. MARTIRIO. (Con intención y mirando a Adela.) ¡A veces! Pero me encanta la ropa interior. Si fuera rica la tendría de holanda. Es uno de los pocos gustos que me quedan. PONCIA. Estos encajes son preciosos para las gorras de niño, para manteruelos de cristianar. Yo nunca pude usarlos en los míos. A ver si ahora Angustias los usa en los suyos. Como le dé por tener crías, vais a estar cosiendo mañana y tarde. MAGDALENA. Yo no pienso dar una puntada. AMELIA. Y mucho menos cuidar niños ajenos. Mira tú cómo están las vecinas del callejón, sacrificadas por cuatro monigotes. PONCIA. Ésas están mejor que vosotras. ¡Siquiera allí se ríe y se oyen porrazos! MARTIRIO. Pues vete a servir con ellas. PONCIA. No. ¡Ya me ha tocado en suerte este convento! (Se oyen unos campanillos lejanos como a través de varios muros.) MAGDALENA. Son los hombres que vuelven al trabajo. PONCIA. Hace un minuto dieron las tres. MARTIRIO. ¡Con este sol! ADELA. (Sentándose.) ¡Ay, quien pudiera salir también a los campos! MAGDALENA. (Sentándose.) ¡Cada clase tiene que hacer lo suyo! MARTIRIO. (Sentándose.) ¡Así es! AMELIA. (Sentándose.) ¡Ay! PONCIA. No hay alegría como la de los campos en esta época. Ayer de mañana llegaron los segadores. Cuarenta o cincuenta buenos mozos. MAGDALENA. ¿De dónde son este año? PONCIA. De muy lejos. Vinieron de los montes. ¡Alegres! ¡Como árboles quemados! ¡Da ndo voces y arrojando piedras! Anoche llegó al pueblo una mujer vestida de lentejue las y que bailaba con un acordeón, y quince de ellos la contrataron para llevársela al olivar. Yo los vi de lejos. El que la contrataba era un muchacho de ojos verdes, apretado como una gavilla de trigo. AMELIA. ¿Es eso cierto? ADELA. ¡Pero es posible! PONCIA. Hace años vino otra de éstas y yo misma di dinero a mi hijo mayor para que fuera. Los hombres necesitan estas cosas. ADELA. Se les perdona todo. AMELIA. Nacer mujer es el mayor castigo. MAGDALENA. Y ni nuestros ojos siquiera nos pertenecen. (Se oye un canto lejano que se va acercando.) PONCIA. Son ellos. Traen unos cantos preciosos. AMELIA. Ahora salen a segar. CORO. Ya salen los segadores en busca de las espigas; se llevan los corazones de las muchachas que miran. (Se oyen panderos y carrañacas. Pausa. Todas oyen en un silencio traspasado por el sol.) AMELIA. ¡Y no les importa el calor! MARTIRIO. Siegan entre llamaradas. ADELA. Me gustaría poder segar para ir y venir. Así se olvida lo que nos muerde. MARTIRIO. ¿Qué tienes tú que olvidar? ADELA. Cada una sabe sus cosas. MARTIRIO. (Profunda.) ¡Cada una! PONCIA. ¡Callar! ¡Callar! CORO. (Muy lejano.) Abrir puertas y ventanas las que vivís en el pueblo. El segador pide rosas para adornar su sombrero. PONCIA. ¡Qué canto! MARTIRIO. (Con nostalgia.) Abrir puertas y ventanas las que vivís en el pueblo... ADELA. (Con pasión.) ... El segador pide rosas para adornar su sombrero. (Se va alejando el cantar.) PONCIA. Ahora dan la vuelta a la esquina. ADELA. Vamos a verlos por la ventana de mi cuarto. PONCIA. Tened cuidado con no entreabrirla mucho, porque son capaces de dar un empujón para ver quién mira. (Se van las tres. Martirio queda sentada en la silla baja con la cabeza entre las manos.) AMELIA. (Acercándose.) ¿Qué te pasa? MARTIRIO. Me sienta mal el calor. AMELIA. ¿No es más que eso? MARTIRIO. Estoy deseando que llegue noviembre, los días de lluvia, la escarcha, todo lo que no sea este verano interminable. AMELIA. Ya pasará y volverá otra vez. MARTIRIO. ¡Claro! (Pausa.) ¿A qué hora te dormiste anoche? AMELIA. No sé. Yo duermo como un tronco. ¿Por qué? MARTIRIO. Por nada, pero me pareció oír gente en el corral. AMELIA. ¿Sí? MARTIRIO. Muy tarde. AMELIA. ¿Y no tuviste miedo? MARTIRIO. No. Ya lo he oído otras noches. AMELIA. Debíamos tener cuidado. ¿No serían los gañanes? MARTIRIO. Los gañanes llegan a las seis. AMELIA. Quizá una mulilla sin desbravar. MARTIRIO. (Entre dientes y llena de segunda intención.) Eso ¡eso!, una mulilla sin desbravar. AMELIA. ¡Hay que prevenir! MARTIRIO. ¡No, no! No digas nada, puede ser un volunto mío. AMELIA. Quizá. (Pausa. Amelia inicia el mutis.) MARTIRIO. ¡Amelia! AMELIA. (En la puerta.) ¿Qué? (Pausa.) MARTIRIO. Nada. (Pausa.) AMELIA. ¿Por qué me llamaste? (Pausa.) MARTIRIO. Se me escapó. Fue sin darme cuenta. (Pausa.) AMELIA. Acuéstate un poco. ANGUSTIAS. (Entrando furiosa en escena, de modo que haya un gran contraste con los silencios anteriores.) ¿Dónde está el re trato de Pepe que tenía yo debajo de mi almohada? ¿Quién de vosotras lo tiene? MARTIRIO. Ninguna. AMELIA. Ni que Pepe fuera un san Bartolomé de plata. (Entran Poncia, Magdalena y Adela.) ANGUSTIAS. ¿Dónde está el retrato? ADELA. ¿Qué retrato? ANGUSTIAS. Una de vosotras me lo ha escondido. MAGDALENA. ¿Tienes la desvergüenza de decir esto? ANGUSTIAS. Estaba en mi cuarto y no está. MARTIRIO. ¿Y no se habrá escapado a medianoche al corral? A Pepe le gusta andar con la luna. ANGUSTIAS. ¡No me gastes bromas! Cuando venga se lo contaré. PONCIA. ¡Eso no! ¡porque aparecerá! (Mirando a Adela.) ANGUSTIAS. ¡Me gustaría saber cuál de vosotras lo tiene! ADELA. (Mirando a Martirio.) ¡Alguna! ¡Todas menos yo! MARTIRIO. (Con intención.) ¡Desde luego! BERNARDA. (Entrando con su bastón.) ¡Qué escándalo es éste en mi casa y con el silencio del peso del calor! Estarán las vecinas con el oído pegado a los tabiques. ANGUSTIAS. Me han quitado el retrato de mi novio. BERNARDA. (Fiera.) ¿Quién?, ¿quién? ANGUSTIAS. ¡Estas! BERNARDA. ¿Cuál de vosotras? (Silencio.) ¡Contestarme! (Silencio. A Poncia.) Registra los cuartos, mira por las camas. Esto tiene no ataros más cortas. ¡Pero me vais a soñar! (A Angustias.) ¿Estás segura? ANGUSTIAS. Sí. BERNARDA. ¿Lo has buscado bien? ANGUSTIAS. Sí, madre. (Todas están de pie en medio de un embarazoso silencio.) BERNARDA. Me hacéis al final de mi vida beber el veneno más amargo que una madre puede resistir. (A Poncia.) ¿No lo encuentras? (Sale Poncia.) PONCIA. Aquí está. BERNARDA. ¿Dónde lo has encontrado? PONCIA. Estaba... BERNARDA. Dilo sin temor. PONCIA. (Extrañada.) Entre las sábanas de la cama de Martirio. BERNARDA. (A Martirio.) ¿Es verdad? MARTIRIO. ¡Es verdad! BERNARDA. (Avanzando y golpeándola con el bastón.) ¡Mala puñalada te den, mosca muerta! ¡Sembradura de vidrios! MARTIRIO. (Fiera.) ¡No me pegue usted, madre! BERNARDA. ¡Todo lo que quiera! MARTIRIO. ¡Si yo la dejo! ¿Lo oye? ¡Retírese usted! PONCIA. ¡No faltes a tu madre! ANGUSTIAS. (Cogiendo a Bernarda.) ¡Déjela!, ¡por favor! BERNARDA. Ni lágrimas te quedan en esos ojos. MARTIRIO. No voy a llorar para darle gusto. BERNARDA. ¿Por qué has cogido el retrato? MARTIRIO. ¿Es que yo no puedo gastar una broma a mi hermana? ¡Para qué otra cosa lo iba a querer! ADELA. (Saltando llena de celos.) No ha sido broma, que tú no has gustado jamás de juegos. Ha sido otra cosa que te reventaba en el pecho por querer salir. Dilo ya claramente. MARTIRIO. ¡Calla y no me hagas hablar, que si hablo se van a juntar las paredes unas con otras de vergüenza! ADELA. ¡La mala lengua no tiene fin para inventar! BERNARDA. ¡Adela! MAGDALENA. Estáis locas. AMELIA. Y nos apedreáis con malos pensamientos. MARTIRIO. ¡Otras hacen cosas más malas! ADELA. Hasta que se pongan en cueros de una vez y se las lle ve el río. BERNARDA. ¡Perversa! ANGUSTIAS. Yo no tengo la culpa de que Pepe el Romano se haya fijado en mí. ADELA. ¡Por tus dineros! ANGUSTIAS. ¡Madre! BERNARDA. ¡Silencio! MARTIRIO. Por tus marjales y tus arboledas. MAGDALENA. ¡Eso es lo justo! BERNARDA. ¡Silencio digo! Yo veía la tormenta venir, pero no creía que estallara tan pronto. ¡Ay qué pedrisco de odio habéis echado sobre mi corazón! Pero todavía no soy anciana y tengo cinco cadenas para vosotras y esta casa levantada por mi padre para que ni las hierbas se enteren de mi desolación. ¡Fuera de aquí! (Salen. Bernarda se sienta desolada. La Poncia está de pie arrimada a los muros. Bernarda reacciona, da un golpe en el suelo y dice.) ¡Tendré que sentarles la mano! Bernarda: ¡acuérdate que ésta es tu obligación! PONCIA. ¿Puedo hablar? BERNARDA. Habla. Siento que hayas oído. Nunca está bien una extraña en el centro de la familia. PONCIA. Lo visto, visto está. BERNARDA. Angustias tiene que casarse en seguida. PONCIA. Claro; hay que retirarla de aquí. BERNARDA. No a ella. ¡A él! PONCIA. Claro, ¡a él hay que alejarlo de aquí! Piensas bien. BERNARDA. No pienso. Hay cosas que no se pueden ni se deben pensar. Yo ordeno. PONCIA. ¿Y tú crees que él querrá marcharse? BERNARDA. (Levantándose.) ¿Qué imagina tu cabeza? PONCIA. Él, claro, ¡se casará con Angustias! BERNARDA. Habla, te conozco demasiado para saber que ya me tienes preparada la cuchilla. PONCIA. Nunca pensé que se llamara asesinato al aviso. BERNARDA. ¿Me tienes que prevenir algo? PONCIA. Yo no acuso, Bernarda: yo sólo te digo: abre los ojos y verás. BERNARDA. ¿Y verás qué? PONCIA. Siempre has sido lista. Has visto lo malo de las gentes a cien leguas; muchas veces creí que adivinabas los pensamientos. Pero los hijos son los hijos. Ahora estás ciega. BERNARDA. ¿Te refieres a Martirio? PONCIA. Bueno, a Martirio... (Con curiosidad.) ¿Por qué habrá escondido el retrato? BERNARDA. (Queriendo ocultar a su hija.) Después de todo, ella dice que ha sido una broma. ¿Qué otra cosa puede ser? PONCIA. (Con sorna.) ¿Tú lo crees así? BERNARDA. (Enérgica.) No lo creo. ¡Es así! PONCIA. Basta. Se trata de lo tuyo. Pero si fuera la vecina de enfrente, ¿qué sería? BERNARDA. Ya empiezas a sacar la punta del cuchillo. PONCIA. (Siempre con crueldad.) No, Bernarda: aquí pasa una cosa muy grande. Yo no te quiero echar la culpa, pero tú no has dejado a tus hijas libres. Martirio es enamoradiza, digas tú lo que quieras. ¿Por qué no la dejaste casar con Enrique Humanes? ¿Por qué el mismo día que iba a venir a la ventana le mandaste recado que no viniera? BERNARDA. (Fuerte.) ¡Y lo haría mil veces! ¡Mi sangre no se junta con la de los Humanes mientras yo viva! Su padre fue gañán. PONCIA. ¡Y así te va a ti con esos humos! BERNARDA. Los tengo porque puedo tenerlos. Y tú no los tienes porque sabes muy bien cuál es tu origen. PONCIA. (Con odio.) ¡No me lo recuerdes! Estoy ya vieja. Siempre agradecí tu protección. BERNARDA. (Crecida.) ¡No lo parece! PONCIA. (Con odio envuelto en suavidad.) A Martirio se le olvidará esto. BERNARDA. Y si no lo olvida peor para ella. No creo que ésta sea «la cosa muy grande» que aquí pasa. Aquí no pasa nada. ¡Eso quisieras tú! Y si pasara algún día, estáte segura que no traspasaría las paredes. PONCIA. ¡Eso no lo sé yo! En el pueblo hay gentes que leen también de lejos los pensamientos escondidos. BERNARDA. ¡Cómo gozarías de vernos a mí y a mis hijas camino del lupanar! PONCIA. ¡Nadie puede conocer su fin! BERNARDA. ¡Yo sí sé mi fin! ¡Y el de mis hijas! El lupanar se queda para alguna mujer ya difunta... PONCIA. (Fiera.) ¡Bernarda, respeta la memoria de mi madre! BERNARDA. ¡No me persigas tú con tus malos pensamientos! (Pausa.) PONCIA. Mejor será que no me meta en nada. BERNARDA. Eso es lo que debías hacer. Obrar y callar a todo es la obligación de los que viven a sueldo. PONCIA. Pero no se puede. ¿A ti no te parece que Pepe estaría mejor casado con Martirio o... ¡sí!, o con Adela? BERNARDA. No me parece. PONCIA. (Con intención.) Adela. ¡Ésa es la verdadera novia del Romano! BERNARDA. Las cosas no son nunca a gusto nuestro. PONCIA. Pero les cuesta mucho trabajo desviarse de la verdadera inclinación. A mí me parece mal que Pepe esté con Angustias, y a las gentes, y hasta al aire. ¡Quién sabe si se saldrán con la suya! BERNARDA. ¡Ya estamos otra vez!... Te deslizas para llenarme de malos sueños. Y no quiero entenderte, porque si lle gara al alcance de todo lo que dices te tendría que arañar. PONCIA. ¡No llegará la sangre al río! BERNARDA. ¡Afortunadamente mis hijas me respetan y jamás torcieron mi voluntad! PONCIA. ¡Eso sí! Pero en cuanto las dejes sueltas se te subirán al tejado. BERNARDA. ¡Ya las bajaré tirándoles cantos! PONCIA. ¡Desde luego eres la más valiente! BERNARDA. ¡Siempre gasté sabrosa pimienta! PONCIA. ¡Pero lo que son las cosas! A su edad ¡hay que ver el entusiasmo de Angustias con su novio! ¡Y él también parece muy picado! Ayer me contó mi hijo mayor que a las cuatro y media de la madrugada, que pasó por la calle con la yunta, estaban hablando todavía. BERNARDA. ¡A las cuatro y media! ANGUSTIAS. (Saliendo.) ¡Mentira! PONCIA. Eso me contaron. BERNARDA. (A Angustias.) ¡Habla! ANGUSTIAS. Pepe lleva más de una semana marchándose a la una. Que Dios me mate si miento. MARTIRIO. (Saliendo.) Yo también lo sentí marcharse a las cuatro. BERNARDA. ¿Pero lo viste con tus ojos? MARTIRIO. No quise asomarme. ¿No habláis ahora por la ventana del callejón? ANGUSTIAS. Yo hablo por la ventana de mi dormitorio. (Aparece Adela en la puerta.) MARTIRIO. Entonces... BERNARDA. ¿Qué es lo que pasa aquí? PONCIA. ¡Cuida de enterarte! Pero, desde luego, Pepe estaba a las cuatro de la madrugada en una reja de tu casa. BERNARDA. ¿Lo sabes seguro? PONCIA. Seguro no se sabe nada en esta vida. ADELA. Madre, no oiga usted a quien nos quiere perder a todas. BERNARDA. ¡Ya sabré enterarme! Si las gentes del pueblo quieren levantar falsos testimonios, se encontrarán con mi pedernal. No se hable de este asunto. Hay a veces una ola de fango que levantan los demás para perdernos. MARTIRIO. A mí no me gusta mentir. PONCIA. Y algo habrá. BERNARDA. No habrá nada. Nací para tener los ojos abier tos. Ahora vigilaré sin cerrarlos ya hasta que me muera. ANGUSTIAS. Yo tengo derecho de enterarme. BERNARDA. Tú no tienes derecho más que a obedecer. Nadie me traiga ni me lleve. (A la Poncia.) Y tú te metes en los asuntos de tu casa. ¡Aquí no se vuelve a dar un paso que yo no sienta! CRIADA. (Entrando.) ¡En lo alto de la calle hay un gran gentío, y todos los vecinos están en sus puertas! BERNARDA. (A Poncia.) ¡Corre a enterarte de lo que pasa! (Las Mujeres corren para salir.) ¿Dónde vais? Siempre os supe mujeres ventaneras y rompedoras de su luto. ¡Vosotras, al patio! (Salen y sale Bernarda. Se oyen rumores lejanos. Entran Martirio y Adela, que se quedan escuchando y sin atreverse a dar un paso más de la puerta de salida.) MARTIRIO. Agradece a la casualidad que no desaté mi lengua. ADELA. También hubiera hablado yo. MARTIRIO. ¿Y qué ibas a decir? ¡Querer no es hacer! ADELA. Hace la que puede y la que se adelanta. Tú querías, pero no has podido. MARTIRIO. No seguirás mucho tiempo. ADELA. ¡Lo tendré todo! MARTIRIO. Yo romperé tus abrazos. ADELA. (Suplicante.) ¡Martirio, déjame! MARTIRIO. ¡De ninguna! ADELA. ¡Él me quiere para su casa! MARTIRIO. ¡He visto cómo te abrazaba! ADELA. Yo no quería. He ido como arrastrada por una ma roma. MARTIRIO. ¡Primero muerta! (Se asoman Magdalena y Angustias. Se siente crecer el tumulto.) PONCIA. (Entrando con Bernarda.) ¡Bernarda! BERNARDA. ¿Qué ocurre? PONCIA. La hija de la Librada, la soltera, tuvo un hijo no se sabe con quién. ADELA. ¿Un hijo? PONCIA. Y para ocultar su vergüenza lo mató y lo metió debajo de unas piedras, pero unos perros con más corazón que muchas criaturas, lo sacaron y como llevados por la mano de Dios lo han puesto en el tranco de su puerta. Ahora la quie ren matar. La traen arrastrando por la calle abajo, y por las trochas y los terrenos del olivar vienen los hombres corriendo, dando unas voces que estremecen los campos. BERNARDA. Sí, que vengan todos con varas de olivo y mangos de azadones, que vengan todos para matarla. ADELA. ¡No, no, para matarla no! MARTIRIO. Sí, y vamos a salir también nosotras. BERNARDA. Y que pague la que pisotea su decencia. (Fuera se oye un grito de mujer y un gran rumor.) ADELA. ¡Que la dejen escapar! ¡No salgáis vosotras! MARTIRIO. (Mirando a Adela.) ¡Que pague lo que debe! BERNARDA. (Bajo el arco.) ¡Acabar con ella antes que lleguen los guardias! ¡Carbón ardiendo en el sitio de su pecado! ADELA. (Cogiéndose el vientre.) ¡No! ¡No! BERNARDA. ¡Matadla! ¡Matadla! Telón Acto tercero Cuatro Cuatro paredes blancas ligeramente azuladas del patio interior de la casa de Bernarda. Es de noche. El decorado ha de ser de una perfecta simplicidad. Las puertas, iluminadas por la luz de los interiores, dan un tenue fulgor a la escena. En el centro, una mesa con un quinqué, donde están comiendo Bernarda y sus hijas. La Poncia las sirve. Prudencia está sentada aparte. Al levantarse el telón hay un gran silencio, interrumpido por el ruido de platos y cubiertos. PRUDENCIA. Ya me voy. Os he hecho una visita larga. (Se levanta.) BERNARDA. Espérate, mujer. No nos vemos nunca. PRUDENCIA. ¿Han dado el último toque para el rosario? PONCIA. Todavía no. (Prudencia se sienta.) BERNARDA. ¿Y tu marido cómo sigue? PRUDENCIA. Igual. BERNARDA. Tampoco lo vemos. PRUDENCIA. Ya sabes sus costumbres. Desde que se peleó con sus hermanos por la herencia no ha salido por la puerta de la calle. Pone una escalera y salta las tapias del corral. BERNARDA. Es un verdadero hombre. ¿Y con tu hija...? PRUDENCIA. No la ha perdonado. BERNARDA. Hace bien. PRUDENCIA. No sé qué te diga. Yo sufro por esto. BERNARDA. Una hija que desobedece deja de ser hija para convertirse en enemiga. PRUDENCIA. Yo dejo que el agua corra. No me queda más consuelo que refugiarme en la iglesia, pero como me estoy quedando sin vista tendré que dejar de venir para que no jueguen con una los chiquillos. (Se oye un gran golpe como dado en los muros.) ¿Qué es eso? BERNARDA. El caballo garañón, que está encerrado y da coces contra el muro. (A voces.) ¡Trabadlo y que salga al corral! (En voz baja.) Debe tener calor. PRUDENCIA. ¿Vais a echarle las potras nuevas? BERNARDA. Al amanecer. PRUDENCIA. Has sabido acrecentar tu ganado. BERNARDA. A fuerza de dinero y sinsabores. PONCIA. (Interviniendo.) ¡Pero tiene la mejor manada de estos contornos! Es una lástima que esté bajo de precio. BERNARDA. ¿Quieres un poco de queso y miel? PRUDENCIA. Estoy desganada. (Se oye otra vez el golpe.) PONCIA. ¡Por Dios! PRUDENCIA. ¡Me ha retemblado dentro del pecho! BERNARDA. (Levantándose furiosa.) ¿Hay que decir las cosas dos veces? ¡Echadlo que se revuelque en los montones de paja! (Pausa, y como hablando con los gañanes.) Pues encerrad las potras en la cuadra, pero dejadlo libre, no sea que nos eche abajo las paredes. (Se dirige a la mesa y se sienta otra vez.) ¡Ay qué vida! PRUDENCIA. Bregando como un hombre. BERNARDA. Así es. (Adela se levanta de la mesa.) ¿Dónde vas? ADELA. A beber agua. BERNARDA. (En alta voz.) Trae un jarro de agua fresca. (A Adela.) Puedes sentarte. (Adela se sienta.) PRUDENCIA. Y Angustias, ¿cuándo se casa? BERNARDA. Vienen a pedirla dentro de tres días. PRUDENCIA. ¡Estarás contenta! ANGUSTIAS. ¡Claro! AMELIA. (A Magdalena.) Ya has derramado la sal. MAGDALENA. Peor suerte que tienes no vas a tener. AMELIA. Siempre trae mala sombra. BERNARDA. ¡Vamos! PRUDENCIA. (A Angustias.) ¿Te ha regalado ya el anillo? ANGUSTIAS. Mírelo usted. (Se lo alarga.) PRUDENCIA. Es precioso. Tres perlas. En mi tiempo las perlas significaban lágrimas. ANGUSTIAS. Pero ya las cosas han cambiado. ADELA. Yo creo que no. Las cosas significan siempre lo mis mo. Los anillos de pedida deben ser de diamantes. PRUDENCIA. Es más propio. BERNARDA. Con perlas o sin ellas, las cosas son como una se las propone. MARTIRIO. O como Dios dispone. PRUDENCIA. Los muebles me han dicho que son preciosos. BERNARDA. Dieciséis mil reales he gastado. PONCIA. (Interviniendo.) Lo mejor es el armario de luna. PRUDENCIA. Nunca vi un mueble de éstos. BERNARDA. Nosotras tuvimos arca. PRUDENCIA. Lo preciso es que todo sea para bien. ADELA. Que nunca se sabe. BERNARDA. No hay motivo para que no lo sea. (Se oyen lejanisimas unas campanas.) PRUDENCIA. El último toque. (A Angustias.) Ya vendré a que me enseñes la ropa. ANGUSTIAS. Cuando usted quiera. PRUDENCIA. Buenas noches nos dé Dios. BERNARDA. Adiós, Prudencia. LAS CINCO. (A la vez.) Vaya usted con Dios. (Pausa. Sale Prudencia.) BERNARDA. Ya hemos comido. (Se levantan.) ADELA. Voy a llegarme hasta el portón para estirar las piernas y tomar un poco el fresco. (Magdalena se sienta en una silla baja retrepada contra la pared.) AMELIA. YO voy contigo. MARTIRIO. Y yo. ADELA. (Con odio contenido.) No me voy a perder. AMELIA. La noche quiere compaña. (Salen.) (Bernarda se sienta y Angustias está arreglando la mesa.) BERNARDA. Ya te he dicho que quiero que hables con tu hermana Martirio. Lo que pasó del retrato fue una broma y lo debes olvidar. ANGUSTIAS. Usted sabe que ella no me quiere. BERNARDA. Cada uno sabe lo que piensa por dentro. Yo no me meto en los corazones, pero quiero buena fachada y armonía familiar. ¿Lo entiendes? ANGUSTIAS. Sí. BERNARDA. Pues ya está. MAGDALENA. (Casi dormida.) Además ¡si te vas a ir antes de nada! (Se duerme.) ANGUSTIAS. ¡Tarde me parece! BERNARDA. ¿A qué hora terminaste anoche de hablar? ANGUSTIAS. A las doce y media. BERNARDA. ¿Qué cuenta Pepe? ANGUSTIAS. Yo lo encuentro distraído. Me habla siempre como pensando en otra cosa. Si le pregunto qué le pasa, me contesta: «Los hombres tenemos nuestras preocupacio nes». BERNARDA. No le debes preguntar. Y cuando te cases, menos. Habla si él habla y míralo cuando te mire. Así no tendrás disgustos. ANGUSTIAS. Yo creo, madre, que él me oculta muchas cosas. BERNARDA. No procures descubrirlas, no le preguntes y, desde luego, que no te vea llorar jamás. ANGUSTIAS. Debía estar contenta y no lo estoy. BERNARDA. Eso es lo mismo. ANGUSTIAS. Muchas noches miro a Pepe con mucha fijeza y se me borra a través de los hierros, como si lo tapara una nube de polvo de las que levantan los rebaños. BERNARDA. Eso son cosas de debilidad. ANGUSTIAS. ¡Ojalá! BERNARDA. ¿Viene esta noche? ANGUSTIAS. No. Fue con su madre a la capital. BERNARDA. Así nos acostaremos antes. ¡Magdalena! ANGUSTIAS. Está dormida. (Entran Adela, Martirio y Amelia.) AMELIA. ¡Qué noche más oscura! ADELA. No se ve a dos pasos de distancia. MARTIRIO. Una buena noche para ladrones, para el que necesite escondrijo. ADELA. El caballo garañón estaba en el centro del corral, ¡blanco! Doble de grande. Llenando todo lo oscuro. AMELIA. Es verdad. Daba miedo. ¡Parecía una aparición! ADELA. Tiene el cielo unas estrellas como puños. MARTIRIO. Ésta se puso a mirarlas de modo que se iba a tronchar el cuello. ADELA. ¿Es que no te gustan a ti? MARTIRIO. A mí las cosas de tejas arriba no me importan nada. Con lo que pasa dentro de las habitaciones tengo bas tante. ADELA. Así te va a ti. BERNARDA. A ella le va en lo suyo como a ti en lo tuyo. ANGUSTIAS. Buenas noches. ADELA. ¿Ya te acuestas? ANGUSTIAS. Sí; esta noche no viene Pepe. (Sale.) ADELA. Madre, ¿por qué cuando se corre una estrella o luce un relámpago se dice: Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita? BERNARDA. Los antiguos sabían muchas cosas que hemos olvidado. AMELIA. Yo cierro los ojos para no verlas. ADELA. Yo, no. A mí me gusta ver correr lleno de lumbre lo que está quieto y quieto años enteros. MARTIRIO. Pero estas cosas nada tienen que ver con nosotros. BERNARDA. Y es mejor no pensar en ellas. ADELA. ¡Qué noche más hermosa! Me gustaría quedarme hasta muy tarde para disfrutar el fresco del campo. BERNARDA. Pero hay que acostarse. ¡Magdalena! AMELIA. Está en el primer sueño. BERNARDA. ¡Magdalena! MAGDALENA. (Disgustada.) ¡Dejarme en paz! BERNARDA. ¡A la cama! MAGDALENA. (Levantándose malhumorada.) ¡No la dejáis a una tranquila! (Se va refunfuñando.) AMELIA. Buenas noches. (Se va.) BERNARDA. Andar vosotras también. MARTIRIO. ¿Cómo es que esta noche no vino el novio de Angustias? BERNARDA. Fue de viaje. MARTIRIO. (Mirando a Adela.) ¡Ah! ADELA. Hasta mañana. (Sale.) (Martirio bebe agua y sale lentamente, mirando hacia la puerta del corral. Sale la Poncia.) PONCIA. ¿Estás todavía aquí? BERNARDA. Dis frutando este silencio y sin lograr ver por parte alguna «la cosa tan grande» que aquí pasa, según tú. PONCIA. Bernarda, dejemos esa conversación. BERNARDA. En esta casa no hay un sí ni un no. Mi vigilancia lo puede todo. PONCIA. No pasa nada por fuera. Eso es verdad. Tus hijas están y viven como metidas en alacenas. Pero ni tú ni nadie puede vigilar por el interior de los pechos. BERNARDA. Mis hijas tienen la respiración tranquila. PONCIA. Esto te importa a ti que eres su madre. A mí, con servir tu casa tengo bastante. BERNARDA. Ahora te has vuelto callada. PONCIA. Me estoy en mi sitio, y en paz. BERNARDA. Lo que pasa en que no tienes nada que decir. Si en esta casa hubiera hierbas, ya te encargarías de traer a pastar las ovejas del vecindario. PONCIA. Yo tapo más de lo que te figuras. BERNARDA. ¿Sigue tu hijo viendo a Pepe a las cuatro de la mañana? ¿Siguen diciendo todavía la mala letanía de esta casa? PONCIA. No dicen nada. BERNARDA. Porque no pueden. Porque no hay carne donde morder. ¡A la vigilia de mis ojos se debe esto! PONCIA. Bernarda, yo no quiero hablar porque temo tus intenciones. Pero no estés segura. BERNARDA. ¡Segurísima! PONCIA. ¡A lo mejor de pronto cae un rayo! A lo mejor de pronto, un golpe de sangre te para el corazón. BERNARDA. Aquí no pasará nada. Ya estoy alerta contra tus suposiciones. PONCIA. Pues mejor para ti. BERNARDA. ¡No faltaba más! CRIADA. (Entrando.) Ya terminé de fregar los platos. ¿Manda usted algo, Bernarda? BERNARDA. (Levantándose.) Nada. Yo voy a descansar. PONCIA. ¿A qué hora quiere que la llame? BERNARDA. A ninguna. Esta noche voy a dormir bien. (Se va.) PONCIA. Cuando una no puede con el mar lo más fácil es volver las espaldas para no verlo. CRIADA. Es tan orgullosa que ella misma se pone una venda en los ojos. PONCIA. Yo no puedo hacer nada. Quise atajar las cosas, pero ya me asustan demasiado. ¿Tú ves este silencio? Pues hay una tormenta en cada cuarto. El día que estallen nos barrerán a todas. Yo he dicho lo que tenía que decir. CRIADA. Bernarda cree que nadie puede con ella y no sabe la fuerza que tiene un hombre entre mujeres solas. PONCIA. No es toda la culpa de Pepe el Romano. Es verdad que el año pasado anduvo detrás de Adela y ésta estaba loca por él, pero ella debió estarse en su sitio y no provocarlo. Un hombre es un hombre. CRIADA. Hay quien cree que habló muchas noches con Adela. PONCIA. Es verdad. (En voz baja.) Y otras cosas. CRIADA. No sé lo que va a pasar aquí. PONCIA. A mí me gustaría cruzar el mar y dejar esta casa de guerra. CRIADA. Bernarda está aligerando la boda y es posible que nada pase. PONCIA. Las cosas se han puesto ya demasiado maduras. Adela está decidida a lo que sea y las demás vigilan sin descanso. CRIADA. ¿Y Martirio también...? PONCIA. Ésa es la peor. Es un pozo de veneno. Ve que el Romano no es para ella y hundiría el mundo si estuviera en su mano. CRIADA. ¡Es que son malas! PONCIA. Son mujeres sin hombre, nada más. En estas cues tiones se olvida hasta la sangre. ¡Chisssss! (Escucha.) CRIADA. ¿Qué pasa? PONCIA. (Se levanta.) Están ladrando los perros. CRIADA. Debe haber pasado alguien por el portón. (Sale Adela en enaguas blancas y corpiño.) PONCIA. ¿No te habías acostado? ADELA. Voy a beber agua. (Bebe en un vaso de la mesa.) PONCIA. Yo te suponía dormida. ADELA. Me despertó la sed. ¿Y vosotras no descansáis? CRIADA. Ahora. (Sale Adela.) PONCIA. Vámonos. CRIADA. Ganado tenemos el sueño. Bernarda no me deja descanso en todo el día. PONCIA. Llévate la luz. CRIADA. Los perros están como locos. PONCIA. No nos van a dejar dormir. (Salen.) (La escena queda casi a oscuras. Sale María Josefa con una oveja en los brazos.) MARÍA JOSEFA. Ovejita, niño mío, vámonos a la orilla del mar; la hormiguita estará en su puerta, yo te daré la teta y el pan. Bernarda, cara de leoparda, Magdalena, cara de hiena. Ovejita. Meee, meeee. Vamos a los ramos del portal de Belén. (Ríe.) Ni tú ni yo queremos dormir. La puerta sola se abrirá y en la playa nos meteremos en una choza de coral. Bernarda, cara de leoparda, Magdalena, cara de hiena. Ovejita. Mee, meee. ¡Vamos a los ramos del portal de Belén! (Se va cantando.) (Entra Adela. Mira a un lado y otro con sigilo y desaparece por la puerta del corral. Sale Martirio por otra puerta y queda en angustioso acecho en el centro de la escena. También va en enaguas. Se cubre con pequeño mantón negro de talle. Sale por enfrente de ella María Josefa.) MARTIRIO. Abuela, ¿dónde va usted? MARíA JOSEFA. ¿Vas a abrirme la puerta? ¿Quién eres tú? MARTIRIO. ¿Cómo está aquí? MARíA JOSEFA. Me escapé. ¿Tú quién eres? MARTIRIO. Vaya a acostarse. MARíA JOSEFA. Tú eres Martirio. Ya te veo. Martirio: cara de Martirio. ¿Y cuándo vas a tener un niño? Yo he tenido éste. MARTIRIO. ¿Dónde cogió esa oveja? MARíA JOSEFA. Ya sé que es una oveja. Pero ¿por qué una oveja no va a ser un niño? Mejor es tener una oveja que no tener nada. Bernarda, cara de leoparda. Magdalena, cara de hiena. MARTIRIO. No dé voces. MARÍA JOSEFA. Es verdad. Está todo muy oscuro. Como tengo el pelo blanco crees que no puedo tener crías, y sí, crías y crías y crías. Este niño tendrá el pelo blanco y tendrá otro niño y éste otro, y todos con el pelo de nieve, seremos como las olas, una y otra y otra. Luego nos sentaremos todos y todos tendremos el cabello blanco y seremos espuma. ¿Por qué aquí no hay espumas? Aquí no hay más que mantos de luto. MARTIRIO. Calle, calle. MARÍA JOSEFA. Cuando mi vecina tenía un niño yo le llevaba chocolate y luego ella me lo traía a mí y asi siempre, siempre, siempre. Tú tendrás el pelo blanco, pero no vendrán las vecinas. Yo tengo que marcharme, pero tengo miedo de que los perros me muerdan. ¿Me acompañarás tú a salir del campo? Yo no quiero campo. Yo quiero casas, pero casas abiertas y las vecinas acostadas en sus camas con sus niños chiquititos y los hombres fuera sentados en sus sillas. Pepe el Romano es un gigante. Todas lo queréis. Pero él os va a devorar porque vosotras sois granos de trigo. No granos de trigo, no. ¡Ranas sin lengua! MARTIRIO. (Enérgica.) Vamos, váyase a la cama. (La empuja.) MARÍA JOSEFA. Sí, pero luego tú me abrirás ¿verdad? MARTIRIO. De seguro. MARÍA JOSEFA. (Llorando.) Ovejita, niño mío, vámonos a la orilla del mar; la hormiguita estará en su puerta, yo te daré la teta y el pan. (Sale. Martirio cierra la puerta por donde ha salido María Josefa y se dirige a la puerta del corral. Allí vacila, pero avanza dos pasos más.) MARTIRIO. (En voz baja.) Adela. (Pausa. Avanza hasta la misma puerta. En voz alta.) ¡Adela! (Aparece Adela. Viene un poco despeinada.) ADELA. ¿Por qué me buscas? MARTIRIO. ¡Deja a ese hombre! ADELA. ¿Quién eres tú para decírmelo? MARTIRIO. No es ése el sitio de una mujer honrada. ADELA. ¡Con qué ganas te has quedado de ocuparlo! MARTIRIO. (En voz más alta.) Ha llegado el momento de que yo hable. Esto no puede seguir. ADELA. Esto no es más que el comienzo. He tenido fuerza para adelantarme. El brío y el mérito que tú no tienes. He visto la muerte debajo de estos techos y he salido a buscar lo que era mío, lo que me pertenecía. MARTIRIO. Ese hombre sin alma vino por otra. Tú te has atravesado. ADELA. Vino por el dinero, pero sus ojos los puso siempre en mí. MARTIRIO. Yo no permitiré que lo arrebates. Él se casará con Angustias. ADELA. Sabes mejor que yo que no la quiere. MARTIRIO. Lo sé. ADELA. Sabes, porque lo has visto, que me quiere a mí. MARTIRIO. (Desesperada.) Sí. ADELA. (Acercándose.) Me quiere a mí, me quiere a mí. MARTIRIO. Clávame un cuchillo si es tu gusto, pero no me lo digas más. ADELA. Por eso procuras que no vaya con él. No te importa que abrace a la que no quiere; a mí, tampoco. Ya puede estar cien años con Angustias, pero que me abrace a mí se te hace terrible, porque tú lo quieres también; ¡lo quieres! MARTIRIO. (Dramática.) ¡Sí! Déjame decirlo con la cabeza fuera de los embozos. ¡Sí ! Déjame que el pecho se me rompa como una granada de amargura. ¡Lo quiero! ADELA. (En un arranque y abrazándola.) Martirio, Martirio, yo no tengo la culpa. MARTIRIO. ¡No me abraces! no quieras ablandar mis ojos. Mi sangre ya no es la tuya, y aunque quisiera verte como hermana, no te miro ya más que como mujer. (La rechaza.) ADELA. Aquí no hay ningún remedio. La que tenga que ahogarse que se ahogue. Pepe el Romano es mío. Él me lleva a los juncos de la orilla. MARTIRIO. ¡No será! ADELA. Ya no aguanto el horror de estos techos después de haber probado el sabor de su boca. Seré lo que él quiera que sea. Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por las que dicen que son decentes, y me pondré delante de todos la corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre casado. MARTIRIO. ¡Calla! ADELA. Sí, Sí. (En voz baja.) Vamos a dormir, vamos a dejar que se case con Angustias, ya no me importa; pero yo me iré a una casita sola donde él me verá cuando quiera, cuando l e venga en gana. MARTIRIO. Eso no pasará mientras yo tenga una gota de sangre en el cuerpo. ADELA. No a ti, que eres débil. A un caballo encabritado soy capaz de poner de rodillas con la fuerza de mi dedo meñique. MARTIRIO. No levantes esa voz que me irrita. Tengo el corazón lleno de una fuerza tan mala, que sin quererlo yo, a mí misma me ahoga. ADELA. Nos enseñan a querer a las hermanas. Dios me ha debido dejar sola en medio de la oscuridad, porque te veo como si no te hubiera visto nunca. (Se oye un silbido y Adela corre a la puerta, pero Martirio se le pone delante.) MARTIRIO. ¿Dónde vas? ADELA. ¡Quítate de la puerta! MARTIRIO. ¡Pasa si puedes! ADELA. ¡Aparta! (Lucha.) MARTIRIO. (A voces.) ¡Madre, madre! ADELA. ¡Déjame! (Aparece Bernarda. Sale en enaguas, con un mantón negro.) BERNARDA. Quietas, quietas. ¡Qué pobreza lamía no poder tener un rayo entre los dedos! MARTIRIO. (Señalando a Adela.) ¡Estaba con él! ¡Mira esas enaguas llenas de paja de trigo! BERNARDA. ¡Ésa es la cama de las mal nacidas! (Se dirige furiosa hacia Adela.) ADELA. (Haciéndole frente.) ¡Aquí se acabaron las voces de presidio! (Adela arrebata el bastón a su Madre y lo parte en dos.) Esto hago yo con la vara de la dominadora. No dé usted un paso más. ¡En mí no manda nadie más que Pepe! (Sale Magdalena.) MAGDALENA. ¡Adela! (Salen la Poncia y Angustias.) ADELA. Yo soy su mujer. (A Angustias.) Entérate tú y ve al corral a decírselo. Él dominará toda esta casa. Ahí fuera está, respirando como si fuera un león. ANGUSTIAS. ¡Dios mío! BERNARDA. ¡La escopeta! ¿Dónde está la escopeta? (Sale corriendo.) (Aparece Amelia por el fondo, que mira aterrada con la cabeza sobre la pared. Sale detrás Martirio.) ADELA. ¡Nadie podrá conmigo! (Va a salir.) ANGUSTIAS. (Sujetándola.) De aquí no sales tú con tu cuerpo en triunfo, ¡ladrona!, ¡deshonra de nuestra casa! MAGDALENA. ¡Déjala que se vaya donde no la veamos nunca más! (Suena un disparo.) BERNARDA. (Entrando.) Atrévete a buscarlo ahora. MARTIRIO. (Entrando.) Se acabó Pepe el Romano. ADELA. ¡Pepe! ¡Dios mío! ¡Pepe! (Sale corriendo.) PONCIA. ¿Pero lo habéis matado? MARTIRIO. ¡No! ¡Salió corriendo en la jaca! BERNARDA. Fue culpa mía. Una mujer no sabe apuntar. MAGDALENA. ¿Por qué lo has dicho entonces? MARTIRIO. ¡Por ella! ¡Hubiera volcado un río de sangre sobre su cabeza! PONCIA. Maldita. MAGDALENA. ¡Endemoniada! BERNARDA. ¡Aunque es mejor así! (Se oye como un golpe.) ¡Adela! ¡Adela! PONCIA. (En la puerta.) ¡Abre! BERNARDA. Abre. No creas que los muros defienden de la vergüenza. CRIADA. (Entrando.) ¡Se han levantado los vecinos! BERNARDA. (En voz baja como un rugido.) ¡Abre, porque echaré abajo la puerta! (Pausa. Todo queda en silencio.) ¡Adela! (Se retira de la puerta.) ¡Trae un martillo! (La Poncia da un empujón y entra. Al entrar da un grito y sale.) ¿Qué? PONCIA. (Se lleva las manos al cuello.) ¡Nunca tengamos ese fin! (Las hermanas se echan hacia atrás. La Criada se santigua. Bernarda da un grito y avanza.) PONCIA. ¡No entres! BERNARDA. No. ¡Yo no! Pepe; tú irás corriendo vivo por lo oscuro de las alamedas, pero otro día caerás. ¡Descolgarla! ¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestirla como si fuera doncella. ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen! ¡Avisad que al amanecer den dos clamores las campanas! MARTIRIO. Dichosa ella mil veces que lo pudo tener. BERNARDA. Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! (A otra hija.) ¡A callar he dicho! (A otra hija.) ¡Las lágrimas cuando estés sola! ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? Silencio, silencio he dicho. ¡Silencio! Telón