viernes, 24 de agosto de 2012
MAXENCE VAN DER MEERSCH . CUERPOS Y ALMAS POR RITA AMODEI
MAXENCE VAN DER MEERSCH
Cuerpos y almas
Título: Cuerpos y almas
Título original: Corps et âmes
MAXENCE VAN DER MEERSCH
Cuerpos y almas
Traducción de Salvador Marsal
A mi padre,
en recuerdo de gratitud y de afecto
por la ternura con que rodeó mi juventud.
LIBRO PRIMERO
Encadenado a ti mismo
Dos ciudades han surgido de dos amores;
del amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios,
la ciudad terrestre;
del amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo,
la ciudad celestial.
SAN AGUSTÍN, De civitate Dei (lib. XI, cap. 28)
Carísimos, amémonos los unos a los otros;
porque el amor proviene de Dios.
Aquel que ama,
es hijo de Dios, y conoce a Dios.
El que no ama,
no conoce a Dios porque Dios es amor.
SAN JUAN (Ep. I, cap. IV, 7-8)
PRIMERA PARTE
1
Evidentemente, sus compañeros debían de estar al acecho.
Apenas entró recibió en el pecho un hueso al que estaban
adheridos jirones de carne humana.
Michel empujó suavemente la puerta de la sala de dirección.
Era la primera vez que volvía allí después de su regreso
del regimiento.
—¡Carniza! ¡Carniza! ¡A la puerta! ¡A muerte! ¡Abajo
Michel! ¡Abajo Doutreval! ¡Muera el bisoño! ¡Muera el novato!
¡Carniza! ¡Carniza!
La carniza volaba por los aires, y una treintena de estudiantes,
enfundados en batas blancas, aullaban y bombardeaban
a Michel con proyectiles de carroña.
Un muchachote, con una incipiente calvicie, y un mancebo
de rostro rubicundo, con enormes gafas de carey, dirigían
el ataque. Michel se agachó debajo de una mesa, recogió
la carroña que acababa de serle disparada y, arrojándola
contra sus agresores, se precipitó hacia ellos gritando:
—¡Sois un atajo de cobardes!
Se reunió con el grupo y la batalla terminó. Y mientras
Michel se enjabonaba la cara y las manos en un pequeño
lavabo de porcelana, sus compañeros le rodearon estallando
en estrepitosas risotadas y dándole palmadas en los
hombros.
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—Esto no está bien —protestó Michel—. ¡Hacerme eso
a mí, un veterano! Bien sabéis que no soy un novato de primer
año. ¿Y vosotros, qué? ¿Cómo van las cosas? Y tú, Seteuil,
¿siempre sin blanca?
—Siempre —respondió Seteuil, el mozarrón calvo—.
Di, Michel, ¿vendrás esta noche con nosotros, después del
banquete?
—Pues claro. ¿A qué hora?
—A las diez —repuso Tillery, el jovencito de las gafas—.
A esta hora ya habremos terminado de comer.
—¿Estará también Santhanas?
—Seguramente vendrá a esperarnos.
—¡Nos vamos a divertir de lo lindo! —afirmó Seteuil.
Y expuso sus planes para la noche siguiente. Tillery, cuyo
rostro redondo y rubicundo revelaba un aire de gravedad
y de atención, escuchaba y aprobaba con gran ansiedad cuanto
se decía mientras limpiaba sus gafas con uno de los faldones
de su bata blanca. Cogió el escalpelo y se acercó a un
cadáver desmenuzado ya en sus tres cuartas partes, tendido
delante de él sobre una mesa de mármol. Todos los músculos
habían sido diseccionados. Aquello no era más que un montón
de carne venosa con grandes huesos amarillentos ensartados
con largas y blancas hebras fibrosas, parecidas a cordeles.
Tillery, con gran minuciosidad, acababa de poner al
desnudo los tendones del antebrazo y arrancaba pequeños
trozos de carne medio putrefacta con los cuales hacía una
bola y los tiraba, como un carnicero, en un cubo que tenía
debajo de la mesa. También los otros habían reanudado su
disección, y, con el cigarrillo en los labios, hacían bromas
subidas de tono y soltaban palabras asaz obscenas. Reacción
instintiva de una juventud humanamente sumergida en la
dura verdad de la condición humana y en los cuales la grosería
y el sacrílego desparpajo no revelan sin duda más que un
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desesperado afán de curtirse a toda costa el corazón. Seteuil
tenía entre manos un pedazo de carne que llevaba aún adheridos
la epidermis y el pelo. Escarbaba el interior y lo volvía
de un lado, y de otro. Bruscamente, lo examinó un instante
más de cerca.
—Escucha, Tillery —dijo—, ¿sabes acaso lo que estás
trinchando? ¿Sabes de quién es?
Y al decirlo mostraba el pedazo de carne que sostenía
con la punta de los dedos. Era una cabeza humana de la que
se habían extraído los huesos, una especie de máscara amarilla,
arrugada, estropeada, en la que vagamente podía apreciarse
la faz de una vieja mujer.
—No —repuso Tillery.
—Es tu vieja del hospital, la que ha operado Géraudin.
¡Tu flirt, viejo sátiro! No creas que ignoramos que la obsequiabas
con tabaco.
Tillery cogió la carátula de carne y la colocó en la palma
de la mano.
—Pues es verdad —dijo—. Merde!
Durante breves instantes miró fijamente la encogida
piel humana. Tras sus gafas de carey sus ojillos grises habían
cobrado una extraña seriedad.
—¡Ah, merde! —repitió.
Permaneció un instante silencioso. Luego, hubiérase
dicho que se sentía avergonzado. Sonrió. Por dos o tres veces
casi estrujó aquel rostro entre sus manos. Después, rememorando
la voz del anciano profesor Donat, dijo:
—Muy bien, muy bien, señores... Les repito que muy
bien...
De repente, recobrando su voz natural, gritó:
—¡Eh, agarra esto, papanatas!
Y, como una bala, lanzó la carátula a Seteuil, que la cogió
al vuelo.
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Luego la conversación giró de nuevo sobre el banquete
de la noche.
Al salir de la facultad, Michel Doutreval volvió a casa de
su padre. Había de acompañar en automóvil a Pruillé, un
pueblecito situado a una veintena de kilómetros de Angers, a
sus dos hermanas Mariette y Fabienne. En Pruillé, a orillas
del Mayenne, estaba enclavada la casa de campo del gran cirujano,
el profesor Heubel.
En el parque, durante toda la tarde, Michel, Mariette y
Fabienne jugaron al tenis y al croquet con Simone Heubel, la
hija del cirujano. Simone Heubel, una muchacha robusta y
lozana, con todo el esplendor de sus diecinueve años, sentía
una viva inclinación, y no lo ocultaba, hacia Michel. Quizá a
causa de ella, por un inconsciente deseo de contradicción y
a pesar de los atinados consejos de su padre, Jean Doutreval,
Michel no parecía tener la menor prisa en declararse.
Estaba ya avanzado el otoño y, a las cinco de la tarde,
comenzaba a soplar un airecillo fresco. Una tenue niebla envolvía
el umbroso y apacible valle del Mayenne. Simone
Heubel condujo a sus invitados hacia la quinta. En torno a un
fuego de leños tomaron el té, comieron emparedados de queso,
jamón dulce, salmón ahumado, pasteles de hígado con
ensalada, frutas y confitura de naranja. Se charló por los codos
y abundó el regocijo. Luego, Michel se puso al volante
del potente Renault familiar, que en semejantes ocasiones le
prestaba su padre, y condujo a su casa a sus hermanas Mariette
y Fabienne.
Subió a su cuarto y se cambió la ropa interior y el traje.
Y como su poderoso estómago había hecho honor a los emparedados
y golosinas de Simone Heubel, resolvió no cenar.
Sin advertir a Mariette, su hermana mayor, que no le hubiera
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hecho el menor caso, bajó con gran sigilo, atravesó el vestíbulo
y salió afuera con una maravillosa discreción.
La cita estaba fijada para las diez, una vez terminado
el banquete de los internos. Entretanto, Michel se encaminó
a la plaza de Armas y entró en el bar moderno y coquetón
instalado en los sótanos del hotel Carlton. En el mostrador
consumió un sandeman con varias raciones de patatas
fritas, algunos vasos de aguardiente añejo y bizcochos salados.
Raoul, el mozo del mostrador del Carlton, conocía el
voraz apetito de Michel y le atendía como a un cliente de
importancia.
Como era temprano, el bar estaba poco concurrido.
Algunas pindongas que sorbían café con leche o comían
bizcochos cambiaban de vez en vez algunas palabras o escribían,
Dios sabe a quién, interminables cartas. Aquí y allí algún
vejestorio excesivamente atildado se extasiaba mirando, a
través de las gafas, a sus vecinas. El resplandor rojo y violeta
de los tubos luminosos se multiplicaba en los espejos.
Anchos listones de metal cromado realzaban el oscuro palisandro
de las mesas y de las butacas guarnecidas de cuero
color granate. Michel lanzó una ojeada en torno suyo en
busca de una cara conocida; pero no encontró ninguna.
Muchos de sus amigos, estudiantes de Medicina, debían hallarse
en el banquete de Suraisne. Tras un prolongado bostezo
Michel pidió un cuarto sandeman. Su anchura de espaldas
ocupaba en el mostrador un no despreciable espacio. Contemplaba
de lejos en el espejo su grande y maciza cabeza. Su
faz enrojecida, sus ojos pequeños y negros y sus cabellos
castaños, erizados y en forma de cepillo. Y no se juzgaba en
verdad muy hermoso.
Alguien le dio una palmada en los hombros y Michel se
volvió.
—¡Santhanas!
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El amigo Santhanas, un muchacho larguirucho, delgado
y pálido, estaba aún más demacrado que de costumbre. Parecía
presa de gran turbación.
—¿Te sucede algo?
—Sí. Es una suerte que te haya encontrado enseguida.
—¿Necesitas de mí?
—Sí. Ven conmigo. —Michel pagó y salió seguido de
Santhanas.
Afuera, la noche difundía suavemente por el espacio
una penumbra violácea. Los escaparates despedían raudales
de luz.
Un enjambre de modestas empleadas salía de los despachos
y animaba las calles con su bulliciosa juventud y su lujo
barato y deslumbrante.
—¿Qué ocurre? —preguntó Michel.
—Ve enseguida en busca de Tillery.
—¿De Tillery? ¿Para qué?
—Tengo en mi cuarto a una mujer con hemorragia.
Parece que se trata de un aborto.
Michel miró a Santhanas. Le conocía y sabía de lo que
el otro era capaz. Y comprendió.
—Te advierto que Tillery está en el banquete —dijo—.
Allí se divierte mucho y quizá no venga...
—No importa. Ve deprisa, corre, tengo miedo. Explícale...
No dejará de venir.
—Voy enseguida —repuso Michel.
—Yo también me voy. Te espero. Date prisa.
Michel conservó en la mano el sombrero de fieltro,
pues jamás sobre su abollada cabezota había podido mantener
un sombrero en equilibrio. Y a paso gimnástico se dirigió
hacia el barrio de las facultades, situado al pie del castillo del
rey René.
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El banquete de los internos del hospital de L’Égalité tenía
lugar en el primer piso de la Taverne du Roi René. Aquella
fiesta era una vieja costumbre, y, naturalmente los estudiantes
la resucitaban cada año con el celo más ferviente. Sin
demasiado rigorismo eran invitados al banquete numerosos
estudiantes y alumnos externos, todos ellos de primer año.
También se invitaba a la mayor parte de los afamados profesores
de la Facultad de Medicina, quienes asistían a la fiesta
sin hacerse rogar demasiado. Por su parte, cada profesor
ofrecía una cena anual a sus «pupilos» a la que asistían las damas,
y en la que el continente era perfecto. Pero al banquete
de los internos no asistían más que hombres, y, además, el estudiante
era el rey, porque era él quien lo ofrecía. Como no
había señoras, nadie se sentía cohibido. Y por una noche los
profesores no eran más que invitados indulgentes y sonrientes.
Así que en el transcurso de aquella fiesta reinaba habitualmente
un regocijo un poco subido de tono.
En torno a los profesores el ambiente era menos tumultuoso.
Reinaba entre ellos una jovial animación. Tocados con
gorritos de papel de seda que ridiculizaban singularmente su
magistral gravedad, los profesores discutían entre sí en voz
alta, a causa del ruido. Sentado entre Géraudin y Heubel,
presidía el decano Geoffroy. Jean Doutreval, el padre de Michel,
bromeaba con Suraisne y el viejo Ribières. Y Donat, el
neurólogo, que a pesar de su aortitis había asistido al banquete,
escuchaba con una sonrisa inteligente y discreta los chismes
de política interior que le explicaba Gigon, el todopoderoso
secretario de la Facultad de Medicina. Un poco más
lejos se sentaban los agregados y los encargados de curso, en
espera de cátedras vacantes: Bourland, Huot, Van der Blieck
y Vallorge, a quien llamaban Luis XVI a causa de su perfil
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borbónico. Seguía luego la abigarrada masa de los estudiantes
e internos, muy eufóricos todos y algunos de ellos un poco
achispados, enarbolando gorritos de papel y emblemas multicolores.
Y al extremo de la mesa, la minoría terriblemente bulliciosa
y activa de los alborotadores, los más de ellos completamente
embriagados como lo requiere la tradición. En esa
especie de carnaval, de fiesta desaforada y excepcional que es
siempre un jolgorio estudiantil, no podían faltar algunos bufones.
Y dos o tres agregados de reciente nombramiento no
desdeñaban tomar parte en aquella algazara. Por el momento,
en aquel rincón se estaba aún en el período de las canciones.
Una docena de muchachos armados con cuchillos golpeaban
cadenciosamente los vasos y las botellas. Otros dos, dando
golpes con el puño cerrado en los paneles de la puerta, simulaban
tocar el bombo. Otros producían un ruido cascabelero
haciendo percutir el mango de las cucharas en el interior del
gollete de las botellas. El efecto de esta orquesta era sorprendente.
Con esta barahúnda se pretendía acompañar la canción
de Seteuil, quien, con la chaqueta puesta al revés, encaramado
en una silla y apoyando el pie sobre la mesa, vacilante, con el
rostro encendido y bañado en sudor, rugía más que cantaba lo
que podía recordar de una escabrosa canción estudiantil.
Tocado con una cacerola, el joven Lapeyrade, el interno
de tercer año que un mes después había de morir a causa de
su abnegada labor en el hospital de L’Égalité a la cabecera
de un niño atacado de garrotillo, llevaba frenéticamente el
compás con el paraguas sustraído al Père Donat. Al final de
la copla, enarbolaba bruscamente el paraguas con gesto de espadachín.
Y toda la pandilla de furiosos que le rodeaban reanudaban
a coro, con un griterío que se oía desde fuera hasta
el extremo del bulevar:
Nous sommes unis par la véro... olé!
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Coquetamente ataviado con un primoroso delantal
blanco hurtado a una sirvienta complaciente, Tillery, con el
rostro encendido y brillándole los ojos detrás de sus gruesas
gafas, anchas como tragaluces, discutía con Groix y Regnoult,
los dos internos de Doutreval, para saber si lograrían
persuadir a un joven agregado a que se sumara a ellos aquella
noche. Un largo e incoherente debate siguió luego entre Tillery,
Groix y Regnoult a propósito de las enfermedades venéreas.
Regnoult afirmaba la individualidad particular del
treponema de la sífilis nerviosa, mientras que Tillery y
Groix, apodado este último el Cararrajada a causa de una cicatriz
que le desfiguraba el rostro, discutían su punto de vista
con argumentos a los que una incipiente borrachera imprimía
una absoluta vaguedad. Había que ver a Groix el Cararrajada,
tocado con un gigantesco gorro blanco arrancado en
noble lid al jefe de la Taverne du Roi René, hablar con tono
sesudo a Tillery, acicalado con un delantal blanco con babero
de encaje, a propósito de espirilos, espiroquetas, reacciones
de Kahn, antígenos y anticuerpos. Más allá, Vallorge explicaba
a Flégier, el jefe de la clínica de Géraudin, el reciente
accidente sobrevenido a Suraisne. Una anciana había ingresado
en el hospital de L’Égalité, con un neoplasma en el pecho.
Evidente, no había nada que hacer, pero el caso preocupaba
a Suraisne, quien se preguntaba si detrás de aquello no
acechaba una tuberculosis. La vieja murió en viernes. Era Seteuil
quien la cuidaba, pero éste se hallaba en París y no volvió
hasta el martes siguiente.
—¡Estoy desesperado! —dijo—. ¡Desesperado! ¡Haber
fallado ese pecho!
Entonces, sin decir palabra, Seteuil, seguro de la alegría
que iba a causar, había, con gran solemnidad, llevado a
Suraisne el pecho que había diseccionado y conservado en
formol.
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—¡Ah, Seteuil, Seteuil! —dijo Suraisne—. He aquí un
gesto que nunca olvidaré.
Cogió el pecho del bocal y lo abrió. En aquel momento
un absceso que había en la carne muerta reventó, salpicándole
de pus el rostro y la mano. Dos días después Suraisne tenía
en el dedo un hermoso absceso.
—Tuve miedo —decía Vallorge mirando de lejos a Suraisne—.
¡Y Seteuil también! El profesor tenía justamente un
corte en el dedo...
Sus temores le hacían ahora sonreírse. Se pasaba suavemente
la mano por el rostro, un rostro borbónico, agraciado,
un poco adiposo y abotargado, pero que reflejaba serenidad y
aplomo. Y Suraisne, que veía los gestos y la mirada de su
alumno, volvió a explicar el relato del incidente a sus vecinos
Doutreval y Ribières, mostraba su dedo con una pequeña
pupa y hacía tocar debajo de su chaqueta los ganglios de su
axila al viejo Ribières que demostraba marcado interés.
—Hasta aquí he caído en la trampa, querido —decía—.
¡Oh! ¡Si hubiese usted oído todo lo que me prescribió, aconsejó
y recomendó! ¡No he hecho absolutamente nada! Todo
esto es una guasa. Y desde hace tres días, nada, ni temperatura
ni dolor.
Hubiérase dicho que Suraisne, hombre de ciencia y de
laboratorio, olvidaba todo su saber en cuanto se trataba de sí
mismo. Por otra parte, no es insólito el caso de los médicos
que desdeñan absolutamente su propio cuidado.
—Ya ve usted que he salido bien del paso —afirmó.
—En efecto —repuso el anciano y excelente profesor
Ribières, bajando gravemente la cabeza tocada con un gorro
de gendarme de papel de seda, y examinando los ganglios de
Suraisne con la misma meticulosidad que si estuviera en su
despacho—. De todos modos, yo, en su lugar, tomaría precauciones...
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—¡Bah, eso se ha acabado! Bebamos por el confusionismo
de los cirujanos.
Y, a distancia, Suraisne, en la cordial invitación, levantó
la centelleante copa y la avanzó hacia su protegido Vallorge y
hacia cuantos le rodeaban; pues, gastrónomo consumado, comía
mucho y tomaba bebidas secas.
En aquel momento un camarero que había pasado inadvertido
en medio de la confusión general se inclinó al oído de
Tillery.
—Caballero, uno de sus amigos pregunta por usted...
—¿Uno de mis amigos?
— Sí, uno alto, corpulento, con los cabellos alborotados.
«Es Michel —pensó enseguida Tillery—. No habrá
querido que su padre lo vea.»
Y, dejando la servilleta, salió llevando el delantal blanco
de la sirvienta.
En el rellano de la escalera encontró en efecto a Michel.
—Santhanas te necesita —dijo—. Ven enseguida.
Y explicó de lo que se trataba. Tillery se desató en juramentos,
trató a Santhanas de guarro, se quitó cuatro o cinco
veces las gafas para limpiarlas y se puso a reflexionar. Por último,
con ayuda de Michel consiguió desprenderse de su delantal
de criaduela, tomó su boina de estudiante constelada
de estrellas de oro y adornada con cintas rutilantes y se marchó
en pos de su amigo. El aire fresco de la noche disipó su
ligera embriaguez. Mientras caminaban requería detalles e
interrogaba a Michel, quien tampoco sabía nada.
—¿Ha sido él quien lo ha hecho? Sí, claro, debía suponerlo.
Es un perfecto gorrino; y ahora cuenta conmigo para
que le saque de apuros. En fin, no puedo negarme, pero podía
haberse dirigido a otro.
Ardía en deseos de saber detalles, pero Michel no pudo
decirle sino que se trataba de una hemorragia.
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—Ese alcornoque habrá cogido miedo —concluyó Tillery—.
Pero como seguramente no estamos en presencia de
un parto verdadero, la placenta no está «madura» y está todavía
adherida al útero por vellosidades que se arrancan y
sangran... Evidentemente es un caso dramático. Y como
Santhanas ni siquiera sería capaz de hacer parir a una vaca...
¡Y pensar que un día será médico...!
—¿Tú crees?
—Fatalmente. ¿Has visto nunca un estudiante de Medicina
que no acabara siendo médico? Una vez está uno en la
fila, las cosas se suceden automáticamente.
Santhanas vivía en el tercer piso de un cafetucho sito en el
muelle del Maine. Era una estancia espaciosa, amueblada, vulgar
y triste, de cuyas paredes colgaban fotografías de artistas en
actitudes sugestivas. Sobre la chimenea había una calavera tocada
con una boina de estudiante y fumando en pipa. En un rincón
una cama de metal, en la que, con las ropas a la altura de
los senos y sobre un hule floreado de color azul, yacía una
muchacha de unos veinte años, con las piernas estiradas, lívida,
con los ojos cerrados y respirando con gran dificultad. Al
pie de la cama, para que hubiese más luz, ardían cuatro bujías
pegadas por la base en un plato colocado sobre un velador y
realzado con un montón de libros. Santhanas iba de un lado a
otro del cuarto, preparaba trozos de tela, hacía hervir agua en
la estufilla de gas y quería explicar las cosas.
—Cierra el pico —dijo Tillery, que se estaba lavando las
manos—. Estamos al corriente. No tienes perdón, amigo
mío. Aun cuando uno sea capaz de tales suciedades, no se hacen
éstas en un cuarto amueblado, con cuatro bujías por toda
iluminación, sin asepsia y sin nada. ¿Acaso ignoras que se trata
de una verdadera operación? ¿No sabes que hay peligro de
una violenta fiebre puerperal? Tanto se te da, ya me doy
cuenta. Está bien. Pronto, tus cucharillas, tu histerómetro.
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—¿Para qué?
—Para sondar. No tengo confianza en ti, te lo digo claramente.
Ya sé qué clase de pájaro eres.
Cogió el histerómetro, una especie de aguja larga con
ranura terminada con un botón, se acercó a la enferma y
hundió el instrumento en el bajo vientre.
Michel se inclinó reconociendo a la paciente y mirando
de vez en cuando el redondo y rubicundo rostro de Tillery
que, de pronto, se contrajo y cobró una singular gravedad.
Le interesaba tanto lo que ocurría que ni siquiera se dio
cuenta de lo angustioso de la situación.
—No encuentro nada —dijo Tillery—. No parece que
haya perforación... Si la hubiera, la aguja penetraría sin dificultad,
a veces hasta el intestino... Si se nos presentara una
peritonitis... Pues bien, no; absolutamente nada. Puedes
vanagloriarte de tu suerte —y añadió, dirigiéndose a Santhanas—:
Prepara la sonda. No, no vale la pena... La reconoceré
sin ella.
De pronto, la muchacha se tornó lívida, su rostro se
contrajo en una mueca y lanzó un agudo gemido. Sus facciones
finas e infantiles, enmarcadas por sedosos cabellos rubios,
se envejecieron repentinamente y cobraron de súbito
una extraña rigidez y dureza.
«Se morirá», pensó Michel.
Por primera vez en su vida le asaltó de pronto una impresión
de horror y tuvo la sensación de que presenciaba algo
que no era solamente un juego, un simple incidente en su
vida estudiantil, sino un drama intensamente trágico en el
que se hallaba comprometido el destino de un ser. La operación
fue muy breve. Tillery había ya terminado y se enjabonaba
las manos. Santhanas sirvió café muy cargado con unas
gotas de aguardiente. La muchacha, con el cuerpo ya completamente
cubierto, estaba sentada, bebía a sorbitos y sus
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mejillas iban cobrando un poco de color. La escena iba haciéndose
tranquilizadora. Michel se echó a reír. Y mientras
esperaba que la enferma estuviera en condiciones de irse por
su propio pie, bebió nuevamente café y se fumó los cigarrillos
de Santhanas.
Como Santhanas no se atrevía, Michel y Tillery acompañaron
a la muchacha en un taxi hasta el final de la avenida
Foch, donde aquélla habitaba. Era hija de unos empleados
modestos y pundonorosos, gente muy buena y de todas prendas
—explicaba Tillery en el taxi—. Un descarrío de muchacha
demasiado libre, demasiado «moderna». Tillery aprovechaba
la ocasión para sentar plaza de moralista, pero la
muchacha, con los ojos cerrados, acurrucada en un rincón
del vehículo, no contestaba; sólo escuchaba o dormía.
Se detuvieron ante la puerta de la casa de sus padres.
Como la muchacha no se hallaba en condiciones de apearse
del taxi, Michel y Tillery le propusieron conducirla a su propia
casa, pero aquélla se negó en redondo a acceder. Prefería
contar ella misma a su familia Dios sabe qué historia. Entonces,
Tillery le dio el número de teléfono del hospital, le dijo
qué cuidados tenía que tomar, le recomendó que vigilara la
temperatura y llamara inmediatamente a un médico en caso
de que no se encontrara bien. Podía estar tranquila: se trataba
de un secreto profesional y ningún doctor diría nada, ni siquiera
a su familia. Luego, mientras Michel pagaba al chófer,
Tillery llamó a la puerta de la casa. Se iluminó una ventana y
se oyó ruido de pasos en el interior. Entonces Tillery y Michel
se marcharon a escape, dejando que la muchacha se entendiera
a solas con sus padres. En pos de Michel, Tillery,
a pesar de sus cortas piernas, hizo unos quinientos metros a
una marcha en verdad notable.
Los dos jóvenes llegaron al Roi René, cuando se estaba
terminando el banquete. Los estudiantes salían por grupos,
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que se iban dispersando en la negrura de la noche. Los profesores
se dirigían a sus coches. Vallorge, de ordinario apacible,
echaba pestes porque acababa de darse cuenta, al intentar
poner en marcha su automóvil, de que un desconocido
bienhechor había vaciado un jarro de agua en el depósito de
gasolina. Casi todos los días era objeto Vallorge de bromas
semejantes. Le ponían azúcar en la gasolina, o le sustraían la
tapadera del radiador, o el abrigo; pues era aborrecido por
todo el pequeño clan que formaban los advenedizos de la Facultad
de Medicina, por su ascenso demasiado rápido y por
su habilidad maniobrera. Incluso una vez, cuando regresaba
de España, los aduaneros encontraron cincuenta gramos de
cocaína debajo del asiento. Jamás se supo quién había sido el
que de tal modo había querido perderlo, pero lo cierto es que
a Vallorge le costó harto trabajo probar su inocencia. Aquella
noche tuvo que resignarse a abandonar el coche, pero Suraisne
le ofreció el suyo. Entretanto, los más de los estudiantes se
iban dispersando tranquilamente y cada uno se dirigía a su
casa. Algunos pequeños grupos acompañaban, departiendo
afablemente con ellos, a los profesores que iban a pie a su
domicilio. También la cuadrilla de los desaforados se iba desperdigando.
Un primer grupo se fue a la Casa de los Estudiantes,
y otro al instituto, con el propósito de asaltarlo y llevar
a los dormitorios de los novatos un poco de sana alegría. Un
tercer contingente partió en busca de los puestos de patatas
fritas que aún estaban abiertos para arrojar discretamente en
las sartenes un montón de orejas humanas arrancadas pacientemente
con este objeto de los cadáveres de disección. En
cuanto a Michel y Tillery, se vieron arrastrados por una banda
de revoltosos que, llamando a las puertas, vociferando
complicados juramentos a los burgueses, derribando cubos
de la basura y cerrando las espitas de gas que encontraban
por el camino, marchaban a la conquista de los cabarés y
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tabernas todavía abiertos. Empuñando el paraguas del Père
Donat, el joven Lapeyrade, que había de morir un mes después,
dirigía la pandilla.
La noche se remató con gran algazara. En una casa de
mala nota, situada detrás del cuartel, donde se hallaba el joven
y larguirucho Santhanas, se bebió champaña y ponche
con kirsch en compañía de algunos soldados beodos. Luego,
Seteuil, que no llevaba nunca una perra gorda, tuvo un altercado
con una de las mujeres a quien acusaba de haberle robado
cien francos mientras estaban en la habitación. La mujer
se defendía. Finalmente se encontró el billete en la copa de
Tillery, quien, completamente ebrio, se disponía a tragárselo.
Mas, a propósito de la cuenta, se suscitó entonces una confusa
discusión entre Groix, Regnoult y la patrona. Michel había
visto que junto con las botellas llenas la patrona había
traído otras tres vacías. Entretanto, Tillery, tras haber aceptado
el reto de las mujeres que le instaban a mantenerse en
equilibrio sobre un pie encima de la chimenea del salón, entre
las lámparas Carcel, remedaba la figura de Mercurio. Se
encaramó a la chimenea sobre los hombros de Seteuil, perdió
pie, se aferró al espejo y se vino al suelo con Seteuil, el espejo
y las lámparas. En medio de un estrépito formidable cayó
en el centro de la sala, derribando mesas, vasos y botellas. Sobrevino
luego una reyerta general entre soldados y estudiantes.
Michel desempeñó un brillante papel haciendo frente a
dos gigantescos dragones y al patrón del establecimiento,
hasta que Santhanas, mediante una hábil maniobra, consiguió
llegar hasta el interruptor. Entonces, en medio de las tinieblas,
el tumulto y una indescriptible confusión, Michel se
cargó a Tillery sobre los hombros y marchó, tan deprisa como
le era posible, hacia los muelles. Acurrucado sobre los
hombros de su amigo, Tillery lloriqueaba y con voz de niño
mimado reclamaba sus gafas.
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Michel condujo a Tillery al cuarto de su amigo donde
éste, tras desplomarse en el suelo, se arropó con la alfombra y
se durmió sin dejar por un instante de derramar inexplicables
lágrimas. Michel volvió a bajar y se dirigió hacia los bulevares,
donde se encontró con Seteuil, Groix, Regnoult y Santhanas,
a quienes el primero conducía a casa de su amiga
Madeleine Daele, una enfermera del sanatorio, para acabar
allí la noche. Michel no se sumó a la pandilla. Apenas había
bebido, y la carrera que había hecho con Tillery a cuestas le
había devuelto toda su sangre fría. Dejó, por tanto, que aquel
grupo de atolondrados se fuese alejando. El eco de sus canciones
se fue poco a poco disipando a través de la ciudad dormida.
La voz aguda del chiflado de Lapeyrade sobresalía de
todas las demás, al berrear una canción obscena.
Y aquella noche apacible y silenciosa, Michel, después
de vagar por las calles, se dirigió hacia su casa.
Subió a tientas, sin hacer ruido, hasta el primer piso de
la espaciosa morada. Bruscamente, se recortó en el pavimento
un rectángulo de luz.
—¿Eres tú, Michel?
Michel reconoció a Mariette, su hermana mayor. Se sintió
presa de profundos remordimientos. Sabía que su hermana
solía esperarlo. Tenía que haber regresado más temprano.
—¡Qué tarde has venido!
—No tenías por qué preocuparte, Mariette.
—Está bien, está bien. Ahora ya estoy tranquila. Acuéstate
enseguida. Si papá lo supiera...
—¿Está acostado?
—Hace tiempo. Que descanses.
Mariette cerró la puerta. Desde que murió su madre,
Mariette Doutreval, del mismo modo que una clueca, cuidaba
de sus dos hermanos menores y de su padre, y llevaba
la casa.
29
Michel entró en su cuarto, se desnudó, se puso el pijama
y abrió la ventana. El cielo comenzaba a palidecer. A lo lejos, a
la izquierda, más allá de las techumbres de pizarra, la campiña
de Angers, reflejándose en las aguas claras del Maine, resurgía
lenta y cachazudamente. Masas enormes de una compacta
negrura, formada por los bosques que ocultaban el Loira encenagado
por las arenas, se iban deshilachando. En alguna parte,
en una iglesia de los suburbios, un reloj dio las cuatro.
Michel volvió a cerrar la ventana y se repantigó en la
butaca. Estaba desvelado. Su cerebro ardía. En su imaginación
vio de nuevo a Tillery remedando a Mercurio, a Vallorge
delante de su coche averiado, y al voluminoso dragón desplomándose
sobre la cabeza del patrón del establecimiento
cuando su puño le alcanzó en la barbilla. Michel se sonrió.
¡Qué noche! Luego, de pronto, acudió a su mente la imagen
de la mujer a quien Seteuil acusó de haberle robado. Evocó
nuevamente su rostro, su aire de honrada indignación... ¡Cosa
curiosa en una mujer de esta índole...! Sin que supiera por
qué, aquel recuerdo le dejó un mal sabor de boca. Le hubiera
gustado volver a ver a aquella mujer. ¡Bah! Es la vida... La
frase le complació. Y la repitió:
—Sí, es la vida...
Recordó luego a la muchacha amiga de Santhanas. ¡Qué
trágica faz la suya cuando pensó que iba a verla morir! Y en el
taxi... ¿Cómo diablos debió acabar la conversación con los
padres? Se le oprimió nuevamente el corazón y repitió:
—Es la vida...
Y se congratuló de su propia fortaleza. De los residuos
de moral que se había forjado en el instituto y en la facultad,
acudían a su mente, ante el espectáculo de la existencia, algunas
frases incoherentes y agradables:
—«Más allá del bien y del mal...» «La fuerza es la salud.»
Vae victis...
30
En aquel instante se sentía resuelto a despreciarlo todo
para ser él también en la vida un superhombre...
Sobreexcitado, su cerebro rechazaba decididamente el
sueño. Tomó el libro que había empezado la víspera, Crimen
y castigo, y leyó durante algunos minutos. A poco, bajo los
efectos de la lectura, Michel olvidó las emociones del día, sus
pensamientos y sus sueños. Revivía en aquel momento la
triste aventura de Sonetchka, la miserable muchacha a quien
su madrasta Catalina apalea y quisiera prostituir para poder
dar de comer a sus propios hijitos hambrientos. Llegó al pasaje
en que finalmente Sonetchka cede. Se ha vendido para
ayudar a sus hermanos. Vuelve a su casa con treinta rublos de
plata, los da a Catalina y se acuesta sin decir palabra. La madre,
trastornada, adivina el tremendo sacrificio, se postra de
hinojos al pie de la cama y llora con Sonetchka...
Michel dejó el libro, se levantó y dio algunos pasos por el
cuarto. Una intensa emoción le oprimía la garganta y le ahogaba;
una mezcla de piedad, de cólera, de juvenil y generosa
rebeldía que le humedecía los ojos y que no podía explicarse.
31
2
Louis, el chófer de Géraudin, aguardaba al profesor a la
puerta del palacete. El Panhard, negro y cromado, relucía
con sombría brillantez. En el florero del coche había algunas
flores. Louis se miraba de lejos en el barniz de la carrocería y
su alma se llenaba de orgullo. En casa de Géraudin era un
prepotente personaje. Su voluntad era ley y no se sabía por
qué motivos la señora Géraudin, que no temía a nadie, temía
a Louis.
Géraudin salió de su casa y subió en el coche ocupando
el asiento delantero al lado de Louis. No era ésta su primera
salida, pues ya muy de mañana el chófer le había conducido a
la clínica a girar una visita a los enfermos e intervenidos.
—¿Es verdad, señor, que el profesor Suraisne está enfermo?
—preguntó Louis, a quien su amo le permitía una
cierta familiaridad.
—Eso dicen, Louis, y parece que no está muy bien.
—¡Estaba tan jovial el otro día en el banquete! ¿No
conduce usted esta mañana, señor?
—No, Louis —dijo Géraudin—. Esta mañana no, porque
tengo que operar. Primeramente iremos a ver a Gigon
en la facultad.
Antes de intervenir, Géraudin, hombre prudente, procuraba
evitar todo exceso nervioso. Había pasado ya de los
32
sesenta y aun cuando se consideraba joven y vigoroso estimaba
prudente cuidar de su salud. Era un hombre todavía en
pleno vigor, de baja estatura, achaparrado, sanguíneo, con
ojos grises inyectados de sangre y orejas gruesas y purpúreas
hundidas en la carne de un cuello apoplético y demasiado
carnoso. Bajo el bigotillo a la moda americana, se notaba en
los labios un pliegue de tristeza y de fatiga. Sacó del bolsillo
una pitillera de oro y encendió el tercer cigarrillo de la mañana.
Géraudin se reprochaba a menudo a sí mismo el fumar
demasiado y ello le hizo nuevamente pensar en sus síntomas de
arteriosclerosis. Inconscientemente, con un ademán maquinal
que le era familiar, oprimió ligeramente con los dedos
pulgar e índice el lóbulo de la oreja.
El éxito de Géraudin databa de treinta años. Gozó del
apoyo de Salnikov, un médico de escasa notoriedad que ni siquiera
había sido agregado, pero que, dotado de una extraordinaria
audacia y clarividencia, había presentido el rumbo
que había de tomar la medicina moderna. Después de algunos
años de prácticas oscuras, Salnikov se consagró con gran
ardor a los rayos X, esa ciencia entonces nueva con la que se
entusiasmaban los enfermos que aún alentaban esperanzas.
Su éxito, favorecido por la boga y el capricho generales, merecido
asimismo por una abnegación y una conciencia profesional
absolutas y una rara seguridad en el diagnóstico, había
sido fulminante.
Salnikov era un apasionado de la medicina, pero de la
medicina en marcha, la medicina del porvenir. Fue en verdad
un precursor. Osado hasta la temeridad, con su racionalismo
científico precedía a todos sus colegas por los caminos, con
frecuencia peligrosos, de la medicina de vanguardia. Esa misma
audacia le granjeaba una clientela fascinada. Amplias amputaciones,
ablaciones de órganos, injertos, no retrocedía
ante nada. Ese médico hubiera sido un príncipe de la cirugía.
33
Fue el primero de la región en ensayar la resección de las fibras
del simpático. Los mismos cirujanos vacilaban en seguirle
y en practicar las intervenciones revolucionarias que
prescribía. Ello exasperaba a Salnikov, quien buscaba en vano
al cirujano que necesitaba, que le obedeciera, que se convirtiera
en la mano sabia, infalible e inteligentemente dócil de
su cerebro.
Fue entonces cuando se cruzó en su camino con Géraudin.
Bernard Géraudin, ex jefe de clínica del profesor Rillerac,
acababa de ser apeado por éste y no hacía más que vegetar.
El cirujano Rillerac acariciaba desde hacía tiempo la idea
de que su discípulo se casara con su hija y ocupara luego su
puesto en la facultad. Pero Géraudin estaba liado con una
modistilla y se negaba a separarse de ella. Era joven y tenía la
edad en que uno llora al escuchar Louise y se exalta cantando:
Tout homme a le droit d’être heureux,
Tout homme a le droit d’être libre...
A esa primera queja del maestro contra su discípulo no
tardó en sumarse otra. Rillerac se había enterado de que su
joven director de clínica comenzaba a practicar intervenciones
en la ciudad, haciéndose una pequeña clientela. Eso, Rillerac
no podía perdonárselo. Se desembarazó de Géraudin y
cerró el paso a aquel joven que tenía demasiada prisa en erigirse
en contrincante suyo.
Géraudin, puesto en medio de la calle, condenado a
esperar indefinidamente su cátedra de profesor y falto de
recursos económicos que le hubieran permitido abrir una
clínica, iba malviviendo de las intervenciones que practicaba
a domicilio.
Vio la primera luz en el bordelés, de padre sin medios
de fortuna. A aquel muchacho robusto, excelente anatomista,
34
se le presentaba el porvenir con tintes sombríos. Diez años
de vida mediocre, de figones, de casas de huéspedes y de humillaciones
ante los ricos le habían afilado terriblemente los
dientes. Se presentó a Salnikov, creyó en él y le siguió.
La cosa no marchó al principio muy llana. Ya en aquel
tiempo Salnikov obraba al margen de la medicina oficial. Como
un jugador, arriesgaba todos los días su situación en cada
intervención. Sin pestañear, escribía, por ejemplo, para encubrir
a su cirujano: «Yo declaro bajo mi responsabilidad que el
señor X..., efisematoso, debe ser anestesiado con cloroformo
en lugar de éter...» Poco a poco Géraudin se fue familiarizando
con esa temeridad. Convirtiéndose en el instrumento
dócil, que ejecuta y que comprende, hasta el punto de que
Salnikov decía a todos sus clientes:
—Y para cualquiera intervención: Géraudin. Únicamente
él, nadie más que él.
Géraudin se benefició así del prestigio y de las osadías
de su protector. Ya no se hacían distingos. Se decía:
—¡Qué audacia la de Géraudin!
En verdad, Géraudin iba asimilando poco a poco los
puntos de vista de su maestro y se lanzaba audazmente, por
propia iniciativa. Salnikov fue el verdadero maestro de Géraudin,
y, al contacto de aquél, el joven cirujano se formó poco
a poco un concepto general y nuevo de la cirugía. Llegó el
éxito y al cabo de poco tiempo pudo abrir clínica propia.
Salnikov confió varias veces su propio cuerpo a manos
de su amigo. Éste trabajaba en demasía y se divertía sin
moderación. Por primera vez en Francia, Géraudin practicó
sobre Salnikov la ablación de las hemorroides. Y las hemorroides
de Salnikov adquirieron pronto una prodigiosa
celebridad. Sucesivamente, Géraudin suprimió a su amigo
la vejiga biliar, el estómago y un trozo de intestino. Salnikov
murió en la clínica de su amigo, dos días después de un injerto
35
óseo en la columna vertebral que él mismo había exigido y
que como tal intervención había sido brillante.
En adelante, Géraudin podría prescindir de su viejo
maestro. Estaba ya lanzado. Nadie, ni siquiera uno de sus
enemigos, ponía en duda su valía. Y como no era de aquellos
que conservaban largo tiempo la edad de los sacrificios y de
la alegre pobreza —la verdadera juventud—, Géraudin, tentado
por el dinero a medida que acrecentaba sus ingresos,
abandonó a la modistilla de sus veinte años y contrajo matrimonio
con Valérie Largilier, la hija menor del decano de la
facultad. La vida no es ciertamente una novela. Tuvo un hijo
con su amiga. Ofreció a ésta una crecida suma que fue desechada.
Su matrimonio con la hija del decano le proporcionó
una cátedra en la facultad, que Largilier creó ex profeso para
él. Valérie llevó a su marido una dote principesca, pero Géraudin
pudo, a no tardar, prescindir de ella. Su clientela era la
más rica y brillante de la región. Industriales, políticos y personalidades
de toda clase sólo querían ponerse en manos de
Géraudin. Y los honorarios fastuosos que reclamaba, sus
extravagancias, su altanería, sus exigencias de hombre que
puede desdeñar el dinero forjaban en torno de él una leyenda
respetuosa.
—Es un original —se decía.
Géraudin ejercía en la facultad una verdadera soberanía.
Todos los diputados de la región eran amigos suyos. Sobre
todo el abogado Guerran, joven aún, puesto que no había alcanzado
los cincuenta años de edad, diputado a los treinta y
ministro a los treinta y seis, había sido para él un inestimable
colaborador. Géraudin, que sabía conocer a los hombres,
lanzó a Guerran a la palestra política y éste le pagó con creces.
Era Guerran quien aseguraba a Géraudin una enorme
influencia en todo el departamento. Géraudin, en efecto,
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nombraba los cirujanos de todos los hospitales, colocaba a sus
discípulos y hacía retener para ellos los mejores puestos. Fue
Guerran quien consiguió para Géraudin la roseta y la cinta
blanca y oro de gran oficial de la Legión de Honor. Guerran
quien dio carpetazo a todos los decretos que podían perjudicar
a su amigo Géraudin y quien hizo ascender al cargo de secretario
de la facultad a un primo de Géraudin llamado César
Gigon. El papel del tal Gigon era considerado inestimable.
Géraudin podía considerarse sin duda el hombre más
adulado y al mismo tiempo más odiado del país. Se buscaban
a su triunfo las más monstruosas explicaciones. Incluso
se achacaban al apoyo de Guerran otras causas que las puramente
amistosas, llegándose a afirmar que el político había
sido el amante de la señora Géraudin, por supuesto con el
beneplácito del marido. Sin embargo, si bien era cierto que
Valérie Géraudin tenía un carácter infernal, tampoco cabía
duda sobre la incorruptibilidad de su honradez. A todas esas
calumnias respondía Géraudin encogiéndose de hombros. De
una cosa estaba seguro, y ni sus peores enemigos lo ponían
en duda, y era que sin Salnikov, Gigon, Valérie y Guerran, él
solo, con su genio operatorio, hubiera alcanzado el renombre
de que gozaba. Y eso era sobre todo lo que no le perdonaban.
Gigon tenía su modesto y polvoriento despacho en el
segundo piso de la facultad, desde el cual regentaba a estudiantes
y profesores. No es generalmente conocido el poder
de un modesto secretario de facultad. Él es quien puede suspender
o aplicar tal o cual reglamento, modificar un expediente
y cerrar los ojos sobre una remisión. Prácticamente
era Gigon quien distribuía las condecoraciones, asignaba los
puestos y facilitaba dinero a cuenta. Ese primo de Géraudin
vivía en el campo. Si hubiera establecido su domicilio en el
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propio Angers, se hubiese visto de la mañana a la noche atareado
de visitas. Aumentaba sus modestos ingresos vendiendo,
por cuenta de una gran librería, lujosos libros sobre medicina
y arte. Naturalmente, el pequeño grupo de logreros
que existen en todas las facultades efectuaba importantes
compras.
Aquel día, el angosto pasillo que hacía las veces de antesala
se hallaba abarrotado. Bourland, Huot, Van der Blieck,
profesores auxiliares, saludaron a Géraudin, el gran jefe, y se
apartaron para abrirle paso. Gigon, que acompañaba a un visitante,
acogió con deferencia a su ilustre primo y, excusándose
con un gesto con los demás, le hizo entrar.
—¡Ya ve usted cuánta gente! Acaba de saberse que Suraisne
está grave y por ello toda la cohorte de aspirantes se
pone en movimiento. Desde hace dos horas no ha cesado el
desfile de ambiciosos. Vienen en busca de noticias, quieren
saber detalles y sopesar las posibilidades de cada uno...
—Suraisne no ha muerto todavía, ¡qué diablos! —exclamó
Géraudin.
—Claro que no. Es lo que les digo a todos. Pero no le
he molestado por eso.
Gigon se proponía crear una nueva condecoración: la
Orden del Mérito Médico, que había de constituir una etapa
hacia la Legión de Honor, y le proporcionaba además un
nuevo instrumento de influencia. Con el apoyo de Guerran
el éxito de semejante proyecto estaba asegurado.
Géraudin prometió hablar de ello a Guerran en la primera
ocasión en que se encontrasen. Se despidió de Gigon,
subió al Panhard y Louis lo condujo a L’Égalité. El Panhard
rodaba suavemente. Géraudin pensaba en Suraisne, en ese
pequeño grupo de jóvenes condenados a desear la muerte de
un superior para subir un escalón. Y se decía que esa «política
de facultad», esos profesores rodeados de una corte y
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disponiendo como amos absolutos del porvenir de sus discípulos
sin que los concursos y los exámenes tuviesen valor alguno,
no estaban decididamente hechos para favorecer la
competencia leal y la confraternidad. Recordaba, con un poco
de amargura, sus años mozos y pensaba en Rillerac, que le
había «apeado» porque había tratado de ganarse la vida.
Acudía de nuevo a su mente el grupo de ambiciosos moviéndose
impacientes en el pasillo que conducía al despacho de
Gigon. Y por hábilmente que éste lo pusiera en práctica, Géraudin
estimaba que el sistema era detestable.
39
continuara .....
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