viernes, 30 de noviembre de 2012

EL COCINERO CHICHIBIO POR CRIS SOLAR

El cocinero Chichibio [Cuento. Texto completo] Giovanni Boccaccio Currado Gianfiglazzi se distinguía en nuestra ciudad como hombre eminente, liberal y espléndido, y viviendo vida hidalga, halló siempre placer en los perros y en los pájaros, por no citar aquí otras de sus empresas de mayor monta. Pues bien; habiendo un día este caballero cazado con un halcón suyo una grulla cerca de Perétola y hallando que era tierna y bien cebada, se la mandó a su vecino, excelente cocinero, llamado Chichibio, con orden de que se la asase y aderezase bien. Chichibio, que era tan atolondrado como parecía, una vez aderezada la grulla, la puso al fuego y empezó a asarla con todo esmero. Estaba ya casi a punto y despedía el más apetitoso olor el ave, cuando se presentó en la cocina una aldeana llamada Brunetta, de la que el marmitón estaba perdidamente enamorado; y percibiendo la intrusa el delicioso vaho y viendo la grulla, empezó a pedirle con empeño a Chichibio que le diese un muslo de ella. Chichibio le contestó canturreando: -No la esperéis de mí, Brunetta, no; no la esperéis de mí. Con lo que Brunetta irritada, saltó, diciendo: -Pues te juro por Dios que si no me lo das, de mí no has de conseguir nunca ni tanto así. Cuanto más Chichibio se esforzaba por desagraviarla. tanto más ella se encrespaba; así es que, al fin, cediendo a su deseo de apaciguarla, separó un muslo del ave y se lo ofreció. Luego, cuando les fue servida a Currado y a ciertos invitados, advirtió aquel la falta y extrañándose de ello hizo llamar a Chichibio y le preguntó qué había sido del muslo de la grulla. A lo que el trapacero del veneciano contestó en el acto, sin atascarse: -Las grullas, señor, no tienen más que una pata y un muslo. Amoscado entonces Currado, opuso: -¿Cómo diablos dices que no tienen más que un muslo? ¿Crees que no he visto más grullas que ésta? -Y, sin embargo, señor, así es, como yo os digo; y, si no, cuando gustéis os lo demostraré con grullas vivas -arguyó Chichibio. Currado no quiso enconar más la polémica, por consideración a los invitados que presentes se hallaban, pero le dijo: -Puesto que tan seguro estás de hacérmelo ver a lo vivo -cosa que yo jamás había reparado ni oído a nadie- mañana mismo, yo dispuesto estoy. Pero por Cristo vivo te juro que si la cosa no fuese como dices, te haré dar tal paliza que mientras vivas hayas de acordarte de mi nombre. Terminada con esto la plática por aquel día, al amanecer de la mañana siguiente, Currado, a quien el descanso no había despejado el enfado, se levantó cejijunto, y ordenando que le aparejasen los caballos, hizo montar a Chichibio en un jamelgo y se encaminó a la orilla de una albufera, en la que solían verse siempre grullas al despuntar el día. -Pronto vamos a ver quién de los dos ha mentido ayer, si tú o yo -le dijo al cocinero. Chichibio, viendo que todavía le duraba el resentimiento al caballero y que le iba mucho a él en probar que las grullas sólo tenían una pata, no sabiendo cómo salir del aprieto, cabalgaba junto a Currado más muerto que vivo, y de buena gana hubiera puesto pies en polvorosa si le hubiese sido posible; mas, como no podía, no hacía sino mirar a todos lados, y cosa que divisaba, cosa que se le antojaba una grulla en dos pies. Llegado que hubieron a la albufera, su ojo vigilante divisó antes que nadie una bandada de lo menos doce grullas, todas sobre un pié, como suelen estar cuando duermen. Contentísimo del hallazgo, asió la ocasión por los pelos y, dirigiéndose a Currado, le dijo: -Bien claro podéis ver, señor, cuán verdad era lo que ayer os dije, cuando aseguré que las grullas no tienen más que una pata: basta que miréis aquéllas. -Espera que yo te haré ver que tienen dos -repuso Currado al verlas. Y, acercándoseles algo más, gritó-: ¡Jojó! Con lo que las grullas, alarmadas, sacando el otro pie, emprendieron la fuga. Entonces Currado dijo, dirigiéndose a Chichibio: -¿Y qué dices ahora, tragón? ¿Tienen, o no, dos patas las grullas? Chichibio, despavorido, no sabiendo en dónde meterse ya, contestó: -Verdad es, señor, pero no me negaréis que a la grulla de ayer no le habéis gritado ¡Jojó!, que si lo hubierais hecho, seguramente habría sacado la pata y el muslo como éstas han hecho. A Currado le hizo tanta gracia la respuesta que todo su resentimiento se le fue en risas, y dijo: -Tienes razón, Chichibio: eso es lo que debí haber hecho. Y así fue como gracias a su viva y divertida respuesta, consiguió el cocinero salvarse de la tormenta y hacer las pases con su señor. FIN Volver a El decamerón

La condesa de Tende POR CRIS SOLAR

La condesa de Tende [Cuento. Texto completo] Madame de La Fayette La señorita de Strozzi, hija del mariscal y pariente cercana de Catherine de Médicis, se desposó el primer año de la regencia de esta reina con el conde de Tende, de la casa de Saboya, rico, bien constituido, el cortesano que vivía con mayor esplendor, y más propio a hacerse estimar que amar. No obstante, su esposa lo amó en un primer momento con pasión; era muy joven; él no la consideró sino como a una niña, y muy pronto estuvo enamorado de otra. La condesa de Tende, viva y de temperamento italiano, se puso celosa; no tenía reposo ni se lo daba a su marido; él evitó su presencia y dejó de vivir con ella como un hombre vive con su mujer. Pronto la belleza de la condesa se incrementó; mostró mucha inteligencia; el mundo la miró con admiración; se ocupó más de sí misma y se curó insensiblemente de los celos y de su pasión. Se hizo íntima amiga de la princesa de Neufchâtel, joven, bella y viuda del príncipe del mismo nombre que, al morir, le había dejado el título que la convertía en el partido más elevado y brillante de la corte. El caballero de Navarre, descendiente de los antiguos soberanos de este reino, era por entonces también joven, bello, lleno de inteligencia y de elevación, aunque la Fortuna no le había dado más bien que el de su cuna. Puso los ojos en la princesa de Neufchâtel, de la que conocía la inteligencia, como en una persona capaz de un afecto violento e indicada para hacer la fortuna de un hombre como él. Con este fin, se relacionó con ella sin estar enamorado y atrajo su interés: se sintió orgulloso de lograrlo, pero se encontró aún muy alejado del éxito total al que aspiraba. Su propósito era ignorado por todo el mundo; sólo uno de sus amigos había recibido la confidencia y este amigo era también íntimo amigo del conde de Tende, por lo que hizo que el caballero de Navarre consintiera en confiar su secreto al conde, con la idea de que él le obligaría a servirle ante la princesa de Neufchâtel. El conde de Tende apreciaba ya al caballero de Navarre; le habló de él a su mujer, por quien empezaba a tener más consideración, y le rogó, en efecto, hacer la gestión que deseaban. La princesa de Neufchâtel le había hecho ya la confidencia de su inclinación por el caballero de Navarre a la condesa y ésta la fortaleció. El caballero vino a ver a la condesa, adquirió trato y medidas con ella; pero, al verla, se enamoró de ella con violenta pasión. No se entregó, no obstante, a esta pasión en un primer momento, pues vio los obstáculos que esos sentimientos divididos entre el amor y la ambición presentarían a su plan, y resistió. Pero, para resistir, era necesario que no viera con demasiada frecuencia a la condesa de Tende, y él la veía todos los días, al buscar a la princesa de Neufchâtel; por lo que se enamoró perdidamente de la condesa. No pudo ocultar por completo su pasión y la condesa se dio cuenta de la misma; su amor propio se sintió halagado, y empezó a sentir un violento amor por él. Un día, cuando la dama le hablaba de la gran fortuna de casarse con la princesa de Neufchâtel, él le dijo mirándola con una expresión en la que su pasión era declarada por completo: «¿Y vos creéis, señora, que no hay ninguna otra fortuna que yo preferiría antes que la de desposarme con esta princesa?» La condesa de Tende se sintió impresionada por las miradas y las frases del caballero; lo miró con los mismos ojos con los que él la miraba, y se produjo entre ellos una turbación y un silencio más elocuente que las palabras. A partir de aquel momento, la condesa se sumió en una agitación que la privó de descanso: sintió el remordimiento de robarle a su amiga el corazón de un hombre con el que ella iba a casarse únicamente por amor, que iba a desposarse con él con la desaprobación de todo el mundo, y a costa de su rango. Esta traición le produjo horror; la vergüenza y las desgracias que puede causar la galantería se presentaron ante su espíritu; vio el abismo en el que podía precipitarse y decidió evitarlo. Pero mantuvo mal sus decisiones. La princesa estaba casi decidida a casarse con el caballero de Navarre, aunque no estaba satisfecha de la pasión que él le demostraba y, comparando la que ella sentía por él, y el cuidado que él ponía en engañarla, comprendía la tibieza de los sentimientos del joven, de lo que se quejó a la condesa de Tende. La condesa la tranquilizó; pero los lamentos de la señora de Neufchâtel acabaron por turbarla y hacerle ver la dimensión de su traición, que costaría probablemente la fortuna de su enamorado. La condesa advirtió a éste de la desconfianza de la princesa; él demostró indiferencia por todo salvo por el hecho de ser amado por ella: sin embargo, por orden de la condesa él se contuvo y tranquilizó tan bien a la princesa de Neufchâtel, que ésta le hizo ver a la condesa que estaba plenamente satisfecha del caballero de Navarre. Los celos se adueñaron entonces de la condesa pues temió que su enamorado quisiera de verdad a la princesa; comprendió todas las razones que él tenía para amar a aquélla; su matrimonio, que ella había propiciado, le produjo horror, pero no quiso, no obstante, que él lo rompiera por lo que se encontraba en una cruel incertidumbre. Manifestó al caballero todos los remordimientos que sentía respecto a la princesa de Neufchâtel, pero decidió ocultarle sus celos y creyó, en efecto, habérselos ocultado. La pasión de la princesa superó por fin todas las indecisiones. Ella decidió casarse pero resolvió hacerlo en secreto y no anunciarlo sino una vez realizado. La condesa estaba a punto de expirar de dolor. El día elegido para el matrimonio había una ceremonia pública; su marido asistió; ella envió a la ceremonia a todas sus doncellas; mandó decir que no deseaba ver a nadie y se encerró en su gabinete, tendida sobre un lecho de descanso, abandonándose a todo lo que los remordimientos, el amor y los celos pueden hacer sentir de más cruel. Cuando se encontraba en tal estado, oyó abrir una puerta excusada en su gabinete, y vio aparecer al caballero de Navarre, engalanado y con una gracia superior a la que le había visto jamás. -Caballero, ¿dónde vais? -exclamó- ¿Qué buscáis? ¿Habéis perdido la razón? ¿Qué ha sido de vuestra boda? ¿Pensáis en mi reputación? -Quedaos tranquila por vuestra reputación, señora -le contestó-; nadie puede saberlo; no importa mi matrimonio, no importa mi fortuna, sólo importa vuestro corazón, señora, y ser amado por vos: renuncio a todo lo demás. Vos me habéis dejado ver que no me odiáis, pero habéis querido ocultarme que soy lo suficientemente feliz como para que mi matrimonio os cause dolor; vengo a deciros, señora, que renuncio a él; que ese matrimonio sería un suplicio para mí, y que sólo quiero vivir para vos. En el momento en que os hablo me están esperando, todo está listo; pero voy a anularlo todo si, al anularlo, hago algo que os sea agradable y os demuestre mi amor. La condesa se dejó caer sobre el lecho de descanso en el que se había incorporado a medias, y mirando al caballero con ojos llenos de amor y lágrimas: -¿Queréis que muera? -le dijo- ¿Creéis que un corazón puede contener todo lo que vos me hacéis sentir? ¡abandonar por mí la fortuna que os aguarda! No puedo soportar ni siquiera pensarlo: id con la señora princesa de Neufchâtel, id hacia la grandeza que os está destinada, tendréis mi corazón al mismo tiempo. Haré con mis remordimientos, con mis incertidumbres, con mis celos, puesto que tengo que confesároslos, lo que mi débil razón me aconseje; pero no volveré a veros jamás si no os marcháis al instante a firmar vuestro matrimonio; marchaos, no demoréis ni un momento; y por amor hacia mí, por amor hacia vos mismo, renunciad a una pasión tan poco razonable como la que me demostráis, que nos conducirá probablemente a horribles desgracias. El caballero se sintió dominado por la alegría en un primer momento al verse tan auténticamente amado por la condesa, pero el horror de entregarse a otra vino a plantarse ante sus ojos; lloró, se afligió, le prometió todo lo que ella quiso, a condición de que pudiera volver a verla en aquel mismo lugar. Antes de que se marchara, ella quiso saber cómo había entrado. Él le dijo que había confiado en un escudero de ella, que antes había sido de él, que le había hecho entrar por el patio de los establos adonde daba la escalera que conducía a este gabinete, y que daba también a la habitación del escudero. Mientras tanto, la hora de la boda se acercaba, y el caballero, presionado por la condesa, se vio finalmente obligado a marcharse. Pero fue, como si fuera al suplicio, hacia la mayor y más agradable fortuna a la que un caballero sin bienes hubiera sido elevado jamás. La condesa pasó la noche, como puede imaginarse, agitada por sus inquietudes; llamó por la mañana a sus doncellas y, poco después de que se abriera su habitación, vio a su escudero acercarse a la cama y dejar encima una carta sin que nadie se diera cuenta. La vista de aquella carta la turbó porque reconoció que era del caballero de Navarre; porque era tan poco verosímil que durante aquella noche, que debía ser su noche de bodas, hubiera tenido tiempo para escribirle, que temió que él hubiera puesto o que se hubiera presentado algún obstáculo al matrimonio: abrió la carta con gran emoción y encontró en ella más o menos estas palabras: No pienso sino en vos, señora; no estoy ocupado sino por vos; y, en los primeros momentos de posesión legítima del mayor partido de Francia, apenas empieza a amanecer, abandono la habitación en la que he pasado la noche, para deciros que me he arrepentido ya mil veces de haberos obedecido, y de no haber renunciado a todo para no vivir sino por vos. Esta carta, y el momento en que había sido escrita, impresionaron sensiblemente a la condesa. Más tarde acudió a cenar a casa de la princesa de Neufchâtel, que se lo había pedido. El matrimonio se había hecho público, y encontró a un gran número de personas en la habitación de la dama, pero tan pronto como la princesa la vio, dejó a todo el mundo y le rogó que pasara con ella a su gabinete. Apenas se habían sentado, cuando el rostro de la princesa su cubrió de lágrimas. La condesa pensó que era el efecto de la publicación del matrimonio, y que ella la encontraba más difícil de soportar de lo que había imaginado, pero muy pronto comprendió que se equivocaba. -¡Ah!, señora, -dijo la princesa-. ¿Qué he hecho? Me he casado con un hombre por amor; he hecho un matrimonio desigual, desaprobado por todos, que me humilla, ¡y resulta que el hombre que yo he preferido a todo, ama a otra mujer! La condesa creyó que iba a desmayarse al escuchar aquellas palabras; pensó que la princesa no podía haber adivinado la pasión de su marido sin haber descubierto la causa de la misma, y no pudo contestar. La princesa de Navarre (se le llamó así después de su matrimonio) no prestó atención a su estado, y continuó: -El señor príncipe de Navarre -le dijo-, muy lejos de tener la impaciencia que debía concederle la conclusión de nuestro matrimonio, se hizo esperar por la noche; llegó sin alegría, con el espíritu ocupado y contrariado; salió de mi habitación al amanecer, con no sé qué pretexto. Al volver venía de escribir, lo vi en sus manos. ¿A quién podía escribir sino a una amante? ¿Por qué se hizo esperar? ¿Qué ocupaba su espíritu? En aquel momento vinieron a interrumpir la conversación, porque había llegado la princesa de Condé; la princesa de Navarre salió a recibirla y la condesa permaneció fuera de sí. Por la noche le escribió al príncipe de Navarre para avisarle de las sospechas de su esposa, y para obligarle a contenerse. Su pasión no se aminoró por los peligros ni los obstáculos; la condesa no hallaba descanso y el sueño no acudía a mitigar sus angustias. Una mañana, después de que ella hubiera llamado a sus doncellas, su escudero se le acercó y le dijo en voz baja que el príncipe de Navarre estaba en su gabinete y rogaba poder decirle algo que era absolutamente necesario que supiera. Uno cede fácilmente a lo que le es grato; la condesa sabía que su esposo había salido; dijo que quería dormir y pidió a sus doncellas que cerraran las puertas y no regresaran sin que ella las llamase. El príncipe de Navarre entró desde el gabinete y se arrodilló junto a su lecho. -¿Qué tenéis que decirme? -le preguntó. -Que os amo, señora; que os adoro, que no podría vivir con la señora de Navarre; el deseo de veros se ha apoderado de mí esta mañana con tal violencia, que no he podido resistirlo. He venido al azar de todo lo que pudiera suceder, y sin esperar siquiera hablar con vos. La condesa lo reprendió en un primer momento por comprometerla con tanta ligereza; pero luego, su pasión los condujo a una conversación tan prolongada que el conde de Tende volvió de la ciudad. Se dirigió hacia el apartamento de su esposa; le dijeron que no estaba despierta, pero era tarde, por lo que no dejó de entrar en su habitación y encontró al príncipe de Navarre de rodillas junto al lecho, como se había colocado al llegar. Jamás hubo una sorpresa semejante a la del conde de Tende, ni turbación que igualara a la de su esposa. Sólo el príncipe de Navarre conservó la presencia de ánimo, y sin alterarse ni levantarse del suelo: -¡Venid, venid! -dijo al conde de Tende- ¡Ayudadme a obtener una gracia que solicito de rodillas y que me es negada! El tono y la expresión del príncipe de Navarre detuvieron la sorpresa del conde. -No sé, -le contestó con el mismo tono que el príncipe había empleado- si una gracia que solicitáis de rodillas a mi esposa cuando dicen que ella está durmiendo, cuando os encuentro a solas con ella y sin carroza ante mi puerta, es de las que me gustaría que ella os concediera. El príncipe de Navarre, tranquilizado y sin el apuro del primer momento, se levantó, se sentó con total libertad, y la condesa, temblorosa y fuera de sí, ocultó su azoramiento en la penumbra que reinaba en el lugar en que se hallaban. El príncipe de Navarre tomó la palabra: -Vais a censurarme, pero tenéis, no obstante, que ayudarme: amo y soy amado por la persona más digna de amor de la corte; ayer, me escapé de casa de la princesa de Navarre y de toda mi gente para acudir a una cita en la que esta persona me esperaba. Mi esposa, que ha adivinado que estoy preocupado por otra que no es ella, y que está atenta a mi conducta, supo por mi gente que yo los había dejado, y se halla en un estado de celos y desesperación sin parangón. Le he dicho que había pasado las horas que tanta inquietud le causan en casa de la mariscala de Saint-André que está enferma y no recibe a casi nadie; le dije que la señora condesa de Tende era la única persona que se encontraba allí, y que podía preguntarle si no me había visto toda la tarde. He decidido venir a confiar en la señora condesa. Había ido a casa de la Châtre que sólo está a tres pasos de aquí, salí de allí sin que mi gente me viera; me dijeron que la señora estaba despierta, no encontré a nadie en su antesala y he entrado audazmente. La señora condesa se niega a mentir en mi favor; dice que no quiere traicionar a su amiga, y me echa las más sensatas reprimendas; yo mismo me las he echado inútilmente. Hay que librar a la señora princesa de Navarre del estado de inquietud y de celos en el que se encuentra, y ahorrarme a mí el mortal engorro de sus reproches. La condesa de Tende no se sorprendió menos de la presencia de ánimo del príncipe que lo había estado a la llegada de su esposo, pero se serenó y al conde no le quedó ni la menor sombra de duda. Se unió a su esposa para hacerle ver al príncipe el abismo de problemas en el que iba a arrojarse, y todo lo que le debía a la princesa. La condesa prometió decirle a aquélla todo cuanto deseaba su esposo. Cuando éste iba a marcharse, el conde lo detuvo: -Como recompensa al servicio que vamos a haceros a costa de la verdad, decidnos al menos quién es esa amante; tiene que ser poco digna de amaros y conservar con vos una relación, viéndoos comprometido con una persona tan bella como la princesa de Navarre, viendo que os habéis casado con ella, y viendo todo cuanto vos le debéis. Debe ser una persona sin inteligencia, ni ánimo, ni delicadeza; y, de verdad, no merece que perturbéis una felicidad tan grande como la vuestra, y que os mostréis tan ingrato y culpable. El príncipe no supo qué responder y fingió tener prisa. El conde de Tende en persona le ayudó a salir con el fin de que nadie lo viera. La condesa se quedó nerviosa por el riesgo que había corrido, por las reflexiones que las palabras de su marido le obligaban a hacer, y por vislumbrar los problemas a los que su pasión la exponía; pero no tuvo la fuerza de desprenderse de ella. Continuó su relación con el príncipe; lo veía a veces con la ayuda de La Lande, su escudero. Se sentía, y era efectivamente, una de las personas más desgraciadas del mundo: la princesa de Navarre le hacía a diario confidencias respecto a unos celos de los que ella era la causa; estos celos le producían remordimientos, pero cuando la princesa de Navarre estaba satisfecha de su esposo, era ella la que se sentía celosa. Un nuevo tormento vino a asociarse a los que ya padecía: el conde de Tende se enamoró de ella como si no hubiera sido su esposa; no se separaba de ella y quería retomar todos sus derechos hasta entonces despreciados. La condesa se opuso con una fuerza y una acritud que llegaban hasta el desprecio; prevenida por el príncipe de Navarre, se sentía ofendida por cualquier otro amor que no fuera el de él. El conde sintió su proceder en toda su dureza y, herido en lo más profundo, le aseguró que no volvería a importunarla en la vida, y, efectivamente, la dejó con mucha rudeza. Una campaña militar se aproximaba; el príncipe de Navarre tenía que incorporarse al ejército; la condesa de Tende empezó a sentir los dolores de su ausencia y el temor por los peligros a los que se expondría, por lo que decidió evitar el constreñimiento de tener que ocultar su aflicción, y se marchó a pasar el verano en una propiedad que tenía a treinta leguas de París. Puso en práctica su proyecto, y su despedida fue tan dolorosa, que debieron sacar de ella, tanto el uno como la otra, un mal augurio. El conde de Tende permaneció junto al rey al que estaba ligado por su cargo. La corte debía aproximarse al ejército; la finca de la señora de Tende no se encontraba muy lejos. Su marido le advirtió que haría un viaje de sólo una noche para comprobar las obras que había comenzado. No quería que ella pudiera pensar que iba a verla; sentía por ella ya todo el despecho que producen las pasiones. La señora de Tende había encontrado en los primeros tiempos al príncipe de Navarre tan lleno de respeto, y ella misma se había sentido poseedora de tanta virtud, que no había desconfiado ni de él, ni de ella; pero el tiempo y las ocasiones habían triunfado sobre su virtud y respeto y, poco tiempo después de estar en su finca, comprobó que estaba embarazada. No hay más que reflexionar en la reputación que había adquirido y conservado, y en la situación en la que se encontraba con su marido, para comprender su desesperación. En numerosas ocasiones estuvo tentada de acabar con su vida; sin embargo, concibió una ligera esperanza respecto al viaje de su marido y decidió esperar el éxito. En medio de este anonadamiento, recibió aún el dolor de saber que La Lande, que había dejado en París para que se encargara de las cartas de su amante y de las suyas, había muerto en pocos días, y se encontraba desprovista de toda ayuda, en el momento en que más la necesitaba. Mientras tanto, el ejército había emprendido un asedio. Su pasión por el príncipe de Navarre le producía constantes temores, incluso en medio de los mortales horrores que la dominaban. Sus temores no estuvieron sino demasiado bien fundados: recibió cartas del ejército; por ellas supo el final del asedio, pero también que el príncipe de Navarre había muerto el último día del mismo. Perdió el conocimiento y la razón; muchas veces se vio privada de uno y de otra; este exceso de dolor le parecía en algunos momentos una especie de consuelo; ya no temía nada por su reposo, por su reputación o por su vida; sólo la muerte le parecía deseable; la esperaba de su dolor o estaba resuelta a causársela. Un resto de vergüenza le obligó a decir que sentía dolores excesivos, para tener un pretexto para sus gritos y sus lágrimas. Mil adversidades le hicieron volver sobre sí misma y comprendió que las había merecido; la naturaleza y el cristianismo la desviaron de convertirse en homicida de sí misma, y suspendieron la ejecución de lo que ya había decidido. Hacía mucho rato que se encontraba sumida en esos violentos dolores cuando el conde de Tende llegó. Ella creía conocer todos los sentimientos que su triste estado podía inspirarle; pero la llegada de su marido le produjo una turbación y una confusión que le resultaron nuevas. Al llegar, el conde supo que su esposa estaba enferma, y, como siempre había conservado apariencias de honestidad a los ojos del público y de la servidumbre, se dirigió en primer lugar a su habitación; la encontró como una persona enajenada y sin poder reprimir sus lágrimas, que atribuía a los dolores que la atormentaban. El conde, conmovido por el estado en que la veía, se enterneció y, creyendo distraerla de sus dolores, le habló de la muerte del príncipe de Navarre y de la aflicción de su esposa. La de la señora de Tende no pudo soportar aquella conversación; sus lágrimas se acrecentaron de tal manera que el conde quedó muy sorprendido y casi advertido: salió de la habitación confuso e inquieto; le pareció que su esposa no se hallaba en el estado que producen los dolores del cuerpo; el aumento de lágrimas cuando le había hablado de la muerte del príncipe de Navarre le había impresionado; y, de repente, la aventura de encontrar a aquél de rodillas junto al lecho de su esposa se le vino a la memoria; recordó la actitud que la condesa había adoptado para con él cuando quiso volver con ella y creyó comprender la verdad; pero le quedaba no obstante la duda que el amor propio nos deja siempre respecto a las cosas que cuesta demasiado creer. Su desesperación fue extrema y todas sus ideas violentas; pero como era mesurado, reprimió sus primeros impulsos y decidió marcharse al día siguiente al amanecer, sin ver a su esposa, confiando en que el tiempo le daría mayor certeza y ocasión de tomar decisiones. Por muy sumida en el dolor que se encontrara la señora de Tende, no había dejado de percatarse del poco dominio de sí misma que había demostrado, y de la expresión con la que su marido había salido de su habitación; sospechó una parte de la verdad y, no teniendo ya sino horror por la vida, decidió perder ésta de una manera que no la privara de la esperanza en la vida eterna. Después de haber sopesado lo que iba a hacer, con agitación mortal, tocada de sus tristezas y del arrepentimiento de su falta, se decidió por fin a escribirle a su esposo estas líneas: Esta carta va a costarme la vida, pero merezco la muerte y la deseo. Estoy embarazada; el que es la causa de mi tristeza ya no está en este mundo, lo mismo que el único hombre que conocía nuestra relación; el público no la sospechó jamás. Había resuelto ponerle fin a mi vida con mis propias manos, pero se la ofrezco a Dios y a vos, como expiación de mi crimen. No he querido deshonrarme a los ojos del mundo porque mi reputación también os afecta; conservadla por amor hacía vos mismo. Voy a mostrar el estado en que me encuentro; ocultad la vergüenza del mismo y hacedme perecer, cuando queráis y como queráis. El día comenzaba cuando terminó esta carta, la más difícil de escribir que jamás haya sido escrita; la cerró y se acercó a la ventana; y como vio al conde en el patio a punto de subir a su carroza, envió a una de sus doncellas a llevársela y a decirle que no contenía nada urgente, que la leyera cuando gustase. El conde se sorprendió por aquella carta; tuvo una especie de presentimiento, no de todo lo que en ella iba a encontrar, pero sí de algo que tuviera relación con lo que había sospechado la víspera. Se subió solo a la carroza, inquieto y sin atreverse a abrir la carta, pese a la impaciencia que tenía por leerla; la leyó por fin, y conoció toda su vergüenza ¡qué no pensaría después de haberla leído! Si hubiera habido testigos, el violento estado en que estaba lo habría hecho creer privado de razón, o a punto de perder la vida. Los celos y las sospechas bien fundadas preparan de ordinario a los maridos para conocer su desgracia, incluso siempre les quedan algunas dudas, pero pocas veces tienen la certidumbre que proporciona la confesión, que está por encima de nuestra inteligencia. El conde de Tende había encontrado siempre a su esposa digna de ser amada aunque él no la hubiera amado de forma continuada; siempre le había parecido la mujer más estimable que hubiera visto jamás, por lo que en aquellos momentos no sentía menos sorpresa que furor, y pese a una y al otro, sentía aún, en contra de su voluntad, un dolor en el que había algo de ternura. Se detuvo en una casa que encontró en su camino, en la que pasó unos días agitado y afligido, como puede imaginarse; primero pensó todo lo que es natural pensar en semejante situación; pensaba en hacer morir a su esposa, pero la muerte del príncipe de Navarre y la de La Lande, que reconoció fácilmente como el confidente, suavizaron un poco su furor; pensó que el matrimonio del príncipe de Navarre podía haber engañado a todo el mundo, puesto que él mismo lo había sido. Después de una evidencia tan grande como la que se había presentado ante sus ojos, la total ignorancia del público respecto a su desgracia le supuso un alivio; pero las circunstancias que le hacían ver hasta qué punto y de qué manera había sido engañado, le traspasaban el corazón y sólo respiraba venganza. Pensó, no obstante, que si hacía morir a su esposa y se percataban de que estaba embarazada, se sospecharía fácilmente la verdad. Como era el hombre más orgulloso del mundo, adoptó la decisión que más convenía a su gloria y resolvió no dejar ver nada al público. Con esta idea, envió un gentilhombre con esta nota para la condesa: El deseo de impedir el escándalo de mi vergüenza puede más en estos momentos que mi deseo de venganza; ya veré más tarde qué decido respecto a vuestro indigno destino; conducíos como si hubierais sido siempre lo que debíais ser. La condesa recibió la nota con alegría; la consideró como su pena de muerte; y cuando vio que su marido consentía que dejara ver su embarazo, comprendió que la vergüenza es la más violenta de todas las pasiones: encontró una especie de tranquilidad al sentirse segura de morir y al ver su reputación preservada; ya no pensó sino en prepararse para morir, y como era una persona en la que todos los sentimientos eran vivos, abrazó la virtud y la penitencia con el mismo ardor con que se había entregado a su pasión. Su alma se encontraba, por otra parte, desengañada y sumida en la aflicción; no podía detener los ojos en ninguna cosa de esta vida sin que le resultara más ruda que la muerte misma, de tal forma que no veía remedio a su dolor sino por el final de su desgraciada existencia. Pasó algún tiempo en este estado, pareciendo más muerta que viva; finalmente, hacia el sexto mes de embarazo, su cuerpo sucumbió, una fiebre continuada la atrapó y dio a luz por la violencia de su mal; tuvo el consuelo de ver a su hijo vivo, de estar segura de que no podía sobrevivir, y de que no le daría a su marido un heredero ilegítimo: ella misma expiró unos días después recibiendo la muerte con una alegría que nadie ha sentido jamás; encargó a su confesor que trasmitiera a su esposo la noticia de su muerte, le pidiera perdón en su nombre y le suplicara que olvidara su recuerdo, que sólo podía resultarle odioso. El conde de Tende recibió la noticia sin inhumanidad, e incluso con algunos sentimientos de piedad, pero con alegría, no obstante. Aunque aún era bastante joven, no quiso volver a casarse y vivió hasta una edad muy avanzada FIN Traducción de Esperanza Cobos Castro: relatosfranceses.com.

La dríade POR CR5IS SOLAR

La dríade [Cuento infantil. Texto completo] Hans Christian Andersen Estamos de camino hacia París, para ver la Exposición. Ya llegamos. ¡Vaya viaje! Fue volar sin arte de magia. Nos impulsó el vapor, lo mismo por mar que por tierra. Sí, nos ha tocado vivir en la época de los cuentos de hadas. Nos hallamos en el corazón de París, en un gran hotel. Flores adornan las paredes de la escalera, mullidas alfombras cubren los peldaños. Nuestra habitación es cómoda. Por el balcón abierto se domina la perspectiva de una gran plaza. Allí está la primavera, ha llegado a París al mismo tiempo que nosotros. La vemos en figura de un joven y majestuoso castaño, con delicadas hojas recién brotadas. ¡Qué bello está, con sus galas primaverales, eclipsando todos los demás árboles de la plaza! Uno de ellos ha sido borrado del número de los vivos; yace tendido en el suelo, arrancado de raíz. En su lugar será trasplantado y prosperará el joven castaño. Éste se encuentra todavía en el pesado carro que, de madrugada, lo transportó desde el campo, a varias millas de París. Durante varios años había crecido al lado de un fornido roble, a cuya sombra solía sentarse el anciano y venerable párroco para contar sus cuentos a los niños. El castaño escuchaba también: la dríade que moraba en él era aún una niña. Se acordaba todavía del tiempo en que el diminuto árbol sobresalía apenas de las hierbas y los helechos. Éstos habían alcanzado ya el límite de su desarrollo, mas no el árbol, que seguía creciendo año tras año, gozando del aire y del sol, bebiendo el rocío y la lluvia, sacudido y agitado por los fuertes vientos. Todo esto forma parte de la educación. La dríade gozaba de su existencia, del sol y del gorjear de los pájaros. Pero lo que más le gustaba era la voz humana; comprendía su lenguaje, lo mismo que el de los animales. La visitaban mariposas, libélulas y moscas, en una palabra, todos los insectos voladores. Le contaban cosas del pueblo, de los viñedos y el bosque, del viejo palacio y del parque, con sus canales y el estanque, en el fondo de cuyas aguas moraban también seres vivos que, a su manera, volaban de un punto a otro por debajo de la superficie; seres pensantes y muy ilustrados, y que siempre estaban callados, de puro inteligentes. Y la golondrina que se había zambullido en el agua explicaba cosas de los lindos peces dorados, los gordos sargos, las voluminosas tencas y las viejas y musgosas carpas. La golondrina lo describía con mucha gracia, pero añadía que uno tenía que verlo con los propios ojos, para hacerse cargo. Mas ¿cómo podía esperar la dríade ver jamás aquellas maravillas? Tenía que contentarse con contemplar la hermosa campiña y observar el ajetreo de los seres humanos. Todo era bello y espléndido, pero especialmente cuando el viejo sacerdote contaba cosas de Francia, de las hazañas de sus hijos e hijas, cuyos nombres son pronunciados con admiración en todos los tiempos. Entonces supo la dríade los hechos de la pastora Juana de Arco, de Carlota Corday, y conoció tiempos antiquísimos, y los de Enrique IV y de Napoleón I, llegando hasta los actuales. Oyó hablar de grandes genios y talentos; oyó nombres cuyo eco resuena en el corazón del pueblo: Francia es un gran país, el suelo nutricio del genio, con el cráter de la libertad. Los niños de la aldea escuchaban con unción, y la dríade también; era un escolar como ellos. En las formas cambiantes de las nubes que desfilaban por el cielo veía, una por una, todas las escenas que describía el párroco. El cielo con sus nubes era su libro de estampas. Se sentía feliz con su hermosa Francia, y, sin embargo, tenía la impresión de que el ave, como todos los animales voladores, era más favorecida que ella. Hasta la mosca podía darse una vueltecita por el mundo, volar lejos, mucho más lejos de lo que alcanzaba a ver la dríade. Francia era grande y magnífica, pero ella veía sólo un pedacito insignificante. El país se extendía indefinidamente con sus viñedos, sus bosques y sus populosas ciudades, entre las cuales era París la más grandiosa y soberbia. Las aves podían volar hasta París, pero a ella le estaba vedado. Entre los niños de la aldea había una chiquilla muy pobre y vestida de andrajos, pero de agradable aspecto. Cantaba y reía sin parar y llevaba siempre flores rojas en el negro cabello. -¡No vayas a París! -le decía el viejo señor cura-. Allí te perderías, pobrecilla. Pero ella se fue a París. La dríade pensaba a menudo en aquella niña. Las dos habían sentido el mismo embrujo de la gran ciudad. Desfilaron la primavera, el verano, el otoño y el invierno; transcurrieron varios años. El árbol de la dríade dio sus primeras flores, los pájaros gorjearon a su alrededor, bajo el tibio sol. Por el camino se vio venir un lujoso coche ocupado por una distinguida señora, que con su mano guiaba los ágiles caballos, mientras un pequeño jockey, muy peripuesto, iba sentado en la parte posterior. La dríade la reconoció, y la reconoció también el anciano sacerdote, quien, sacudiendo la cabeza, dijo, afligido: -¡Fuiste a buscar tu perdición, pobre María! «¿Pobre? -pensó la dríade-. ¡Qué ha de ser! ¡Si va vestida como una duquesa! ¡Cómo ha cambiado, en la ciudad de los hechizos! ¡Ay, si yo pudiese estar allí, entre tanta magnificencia! Su esplendor llega por la noche hasta las nubes; basta mirar al cielo para saber dónde está la ciudad». Noche tras noche, miraba la dríade en aquella dirección. Veía la luminosa niebla en el horizonte; en las claras noches de luna echaba de menos las nubes viajeras que le ofrecían imágenes de la ciudad y de la Historia. De igual forma que el niño hojea su libro de estampas, así la dríade consultaba las nubes. El cielo de verano, sereno y sin nubes, era para ella una hoja en blanco; y ya llevaba varios días sin haber visto más que páginas vacías. Era la calurosa estación veraniega, con días ardorosos, sin un hálito de brisa. Cada hoja, cada flor, vivía como aletargada, y los hombres también. En esto se levantaron nubes en el punto donde la neblina luminosa anunciaba la presencia de París. Las nubes se amontonaron, formaron como una cadena montañosa y se extendieron por toda la región, hasta donde alcanzaba la vista de la dríade. Semejantes a enormes peñascos negruzcos, los nubarrones se acumulaban en las alturas, capa sobre capa. Empezaron a rasgarlas los relámpagos. «También ellos son servidores de Dios», había dicho el anciano sacerdote. Y de pronto brilló un rayo deslumbrante, vivísimo como el mismo sol, capaz de volar las rocas, y que al caer hirió el venerable roble, hendiéndolo hasta la raíz. Se partió la copa, se partió el tronco, que se desplomó en dos pedazos, como si extendiera los brazos para recibir al mensajero de la luz. No hay cañones que, al nacer un príncipe real, puedan resonar con un fragor comparable al del trueno que acompañó la muerte del viejo roble. La lluvia caía a torrentes, empezó a soplar un viento fresco, y en un momento se calmó la tormenta; el aire quedó limpio y sereno, como en una tarde de domingo. Los aldeanos se congregaron en torno al roble abatido; el señor cura pronunció sentidas palabras de recuerdo, y un pintor dibujó el árbol para que quedase de él un testimonio duradero. -Todo se va -dijo la dríade-, se va como la nube, para no volver jamás. Tampoco volvió el anciano sacerdote. El tejado de su escuela se había hundido, y desaparecido la tarima desde la que él daba sus lecciones. Los niños no volvieron, pero vino el otoño, y el invierno, y luego también la primavera. Al cambiar la estación, la dríade dirigió la mirada hacia el punto del horizonte donde, todas las tardes y noches, París brillaba como una niebla luminosa. De allí salía locomotora tras locomotora. Los trenes se sucedían ininterrumpidamente, silbando, rugiendo, a todas las horas del día. Llegaban trenes al anochecer, a medianoche, por la mañana y en pleno día, y en cada uno de ellos viajaban hombres de todos los países del mundo. Una nueva maravilla los llamaba a París. ¿En qué consistía tal maravilla? -Una prodigiosa floración del Arte y de la Industria -decían ha brotado en la desierta arena del Campo de Marte. Un girasol gigantesco, en cuyas hojas puede aprenderse Geografía y Estadística, hasta llegar a ser docto como un decano, elevarse a las alturas del Arte y la Poesía, y reconocerse en ellas la grandeza y el poderío de los países. -Una flor de leyenda -decían otros-, una flor de loto multicolor que despliega sus verdes hojas sobre la arena, a modo de alfombra de terciopelo; la temprana primavera la ha hecho germinar, el verano la verá en todo su esplendor, las tormentas de otoño se la llevarán y no dejarán de ella hojas ni raíces. Frente a la Escuela Militar se extiende, en tiempo de paz, la arena de la guerra, un campo sin hierba ni planta alguna, un trozo de estepa arenosa arrancada al desierto de África, donde el espejismo exhibe sus fantásticos castillos aéreos y jardines colgantes. Pero en el Campo de Marte se alzaban éstos aún más hermosos y maravillosos, pues la humana inteligencia ha sabido trocar en realidad las mentidas imágenes atmosféricas. Se ha construido el palacio del Aladino de la Era moderna -se decía-. Día tras día, hora tras hora, va desplegándose en toda su milagrosa magnificencia. Mármoles y colores realzan sus espaciosos salones. El «maestro sin sangre» mueve aquí sus miembros de hierro y acero en la gran sala circular de las máquinas. Verdaderas obras de arte, hechas en metal, en piedra, en fibras textiles, pregonan la vida del espíritu que anima todos los países del mundo. Salas de pinturas, el esplendor de las flores, todo cuanto el talento y la habilidad pueden crear en el taller del artesano, aparece aquí expuesto. Hasta los monumentos de la Antigüedad sacados de los viejos palacios y de las turberas se han dado cita en París. El grandioso conjunto, abrumador en su riqueza, debe descomponerse en pequeños fragmentos, reducirse a un juguete, para que pueda ser abrazado y captado en su integridad. Como una gran mesa navideña, el Campo de Marte albergaba un mágico palacio de la Industria y del Arte, y en torno a él se exponían envíos de todos los países; cada nación encontraba allí un recuerdo de la patria. Aparecía aquí el palacio real de Egipto, y más allá la caravanera de las tierras desérticas. El beduino había abandonado su soleado país y paseaba por París montado en su camello. Las cuadras rusas cobijaban los fogosos y soberbios caballos de las estepas. La casita de campo danesa, con el techo de paja y la bandera de Danebrog, se alzaba junto a la casa de madera de Gustavo Wasa de Dalarne, con sus primorosas tallas. Chozas americanas, «cottages» ingleses, pabellones franceses, quioscos, iglesias y teatros estaban dispuestos en derredor con arte y gracia exquisitos, y entre ellos había frescos céspedes, claras aguas fluyentes, floridos setos, árboles raros, invernaderos en cuyo interior creía uno hallarse en plena selva tropical; grandes rosaledas traídas de Damasco florecían bajo un tejado. ¡Qué riqueza de colores y perfumes! Grutas artificiales con columnas estalactiticas encerraban aguas dulces y salobres, ofreciendo una vista panorámica del reino de los peces; estaba uno como en el fondo del mar, entre peces y pólipos. -Todo eso -decían- contiene y exhibe el Campo de Marte, y en torno a la inmensa mesa del banquete, opíparamente servida, se mueve el enorme gentío como laborioso hormiguero, a pie o en diminutos carruajes, pues no todas las piernas resisten la agotadora peregrinación. Acude la gente desde las primeras horas de la mañana hasta la noche cerrada. Un vapor tras otro, abarrotados de público, bajan por el Sena, el número de vehículos aumenta por momentos, los tranvías y ómnibus van hasta los topes. Todas esas riadas de gente confluyen hacia un mismo punto: la exposición de París. Las entradas del recinto están adornadas con banderas de Francia: alrededor del bazar de los países ondean los colores de todas las naciones; de la sala de maquinaria llega un fuerte zumbido, los campanarios envían las melodías de los carillones, el órgano suena en los templos, y a sus notas se mezclan, gangosos y enronquecidos, los cantos de los cafés orientales. Se diría un imperio babilónico, una lengua cosmopolita, una maravilla del Universo. Así era, en efecto, decían las noticias que llegaban de allí. ¿Quién no las oía? La dríade sabía todo lo que acabamos de contar acerca del nuevo milagro de la ciudad de las ciudades. -¡Vuelen, aves! ¡Vuelen a verlo y vuelvan a contármelo! -suplicaba la dríade. Su deseo se convirtió en un anhelo ardiente, y he aquí que en la noche clara y silenciosa, a la luz de la luna, la dríade vio cómo del luminoso astro de la noche salía una chispa, que descendió como una estrella fugaz y se detuvo delante del árbol, cuyas ramas se estremecieron como al embate de una brusca ventolera. Apareció entonces una figura imponente y luminosa, y habló con voz suave y recia a la vez, como las trompetas que el día del Juicio Final nos llamarán a escuchar nuestra sentencia. -Irás a la ciudad hechizada, echarás raíces en ella, gozarás de su vida bulliciosa, de su aire y de su sol. Pero tu vida se acortará, la serie de años que aquí en el campo te estaban destinados, se reducirá a una pequeña fracción. ¡Pobre dríade! ¡Ésta será tu perdición! Vivirás con el alma en un hilo, tus deseos se volverán tempestuosos. El árbol será para ti una cárcel, abandonarás tu envoltura, renunciarás a tu naturaleza, te escaparás para mezclarte con los humanos. Entonces tu vida se reducirá a la mitad de la de una efímera, pues vivirás una sola noche. Tu luz vital se extinguirá, las hojas del árbol se marchitarán y morirán, perdido el verdor para siempre. Así dijo y la luminosa aparición se esfumó, pero no el anhelo de la dríade, que quedó temblando de expectación, dominada por la fiebre de tantas emociones. «¡Iré a la ciudad de las ciudades! -exclamó-. La vida empieza, crece como la nube, nadie sabe adónde va». Al amanecer, cuando palideció la luna, y las nubes se tiñeron de grana, sonó la hora de la realización y se cumplieron las palabras de la promesa. Se presentaron unos hombres provistos de palas y palancas. Cavaron hasta muy hondo, en torno a las raíces del árbol; se adelantó un carro tirado por caballos, levantaron el árbol con sus raíces y la tierra que las sujetaba y, después de envolverlas con esteras de juncos a modo de caliente saco de viaje, lo cargaron en el vehículo. Lo ataron sólidamente y emprendieron el viaje a París, la noble capital de Francia, la ciudad de las ciudades, donde el árbol debía crecer y medrar. Las ramas y las hojas del castaño temblaron al ponerse el carro en movimiento; la dríade tembló a su vez de ardiente impaciencia. -¡Adelante, adelante! -decía a cada latido ¡Adelante! ¡adelante!- sonaba en palabras aladas y vibrantes. La dríade ni se acordó de decir adiós a la tierra natal, a las ondeantes hierbas y a las candorosas margaritas que la habían mirado desde el nivel del suelo como a una gran dama del jardín de Nuestro Señor, como a una princesita que jugaba a pastora en el campo. El castaño yacía en el carro, saludando con las ramas. Si quería decir «adiós» o «adelante», la dríade lo ignoraba; soñaba tan sólo en las maravillosas novedades, tan conocidas sin embargo, que iban a desplegarse ante ella. Ningún corazón infantil, inocente y alegre, ninguna sangre ansiosa de placeres había emprendido el viaje a Paris con tal exaltación. Su «¡adiós!» fue un «¡adelante, adelante!». Giraban las ruedas. La lejanía se aproximaba y pasaba, cambiaba el paisaje como las nubes; aparecían nuevos viñedos, bosques, pueblos, torres y jardines; se acercaban, desaparecían. El castaño seguía avanzando, y la dríade con él. Se sucedían las estruendosas locomotoras y se cruzaban, enviando al aire nubes de humo que hablaban de París, de dónde venían y adónde se dirigía la dríade. En derredor todos sabían o adivinaban su punto de destino; cada árbol del camino parecía extender hacia ella sus ramas, rogándole: «¡Llévame contigo, llévame contigo!». En cada uno moraba también una dríade anhelante. ¡Qué cambio! ¡Qué viaje! Parecía como si del suelo brotaran las casas, cada vez más numerosas y más espesas. Se levantaban las chimeneas como tiestos de flores, superpuestas o alineadas en los tejados; grandes letreros con letras gigantescas y figuras multicolores, que cubrían las paredes desde el zócalo a la cornisa, destacaban brillantes y luminosas. -¿Dónde empieza París? ¿Cuándo llegaré? -se preguntaba la dríade. El hormiguero humano aumentaba, crecían el ruido y el ajetreo, se sucedían los carruajes, peatones seguían a jinetes, y en torno se alineaban las tiendas y todo era música, canto, griterío y discursos. La dríade, en el interior de su árbol, se encontraba en el centro de París. El grande y pesado carro se detuvo en una plaza plantada de otros árboles y rodeada de altas casas que tenían balcones en vez de ventanas. La gente miraba desde ellos al joven castaño verde que acababa de llegar y que iba a ser plantado en el lugar del árbol muerto y arrancado, yacente en el suelo. Los transeúntes se paraban en la plaza a mirar con gozosa sonrisa el hermoso presagio de la primavera. Los árboles de más edad, cubiertos aún de yemas, saludaban con el murmullo de sus ramas: «¡Bienvenido, bienvenido!». Y el surtidor proyectaba al aire sus chorros de agua, que, al caer en la ancha pila, enviaban sus gotas al árbol recién venido, como para saludar su llegada invitándolo a un refresco. La dríade sintió que descargaban su árbol del carro y lo colocaban en el hoyo que le tenían destinado. Las raíces fueron recubiertas con tierra, y encima plantaron fresco césped. Junto con el árbol fueron plantadas también matas y flores en macetas, quedando un jardincito en el centro de la plaza. El árbol muerto, víctima de las emanaciones del gas, de los vapores y del asfixiante aire ciudadano, fue cargado en el carro y retirado. Los transeúntes miraban, niños y viejos se sentaban en el banco, entre el verdor, alzando la vista para contemplar las hojas del árbol. Y nosotros, que relatamos la historia, veíamos desde un balcón aquel joven emisario de la primavera, venido de los puros aires campestres, y repetíamos las palabras del anciano sacerdote. «¡Pobre dríade!». -¡Qué feliz soy, qué feliz! -exclamaba ésta, jubilosa-. Pero no logro comprender ni expresar lo que siento. Todo es como me lo había imaginado, y al mismo tiempo muy distinto. Las casas estaban allí, tan altas, tan cercanas. El sol brillaba solamente en una de las paredes, la cual se hallaba cubierta de rótulos y carteles, ante los que la gente se detenía, apretujándose. Circulaban carruajes, pesados y ligeros. Los ómnibus, esas abarrotadas casas ambulantes, corrían a gran velocidad. Entre ellos se deslizaban jinetes, y lo mismo trataban de hacer los carros y coches. La dríade se preguntó si acaso aquellas altísimas casas tan apiñadas no se esfumarían pronto como las nubes del cielo, cambiando de forma, apartándose para dejarle ver mejor la ciudad de París. ¿Dónde estaba Notre Dame, la columna Vendóme y aquella maravilla que había atraído y seguía atrayendo a tantos extranjeros? Pero las casas no se movían de su sitio. Había aún luz de día cuando encendieron los faroles; los mecheros de gas enviaban su resplandor desde el interior de los comercios, alumbrando hasta las ramas de los árboles; parecía el sol de verano. En lo alto fueron asomando las estrellas, las mismas que la dríade conocía del campo. Creyó sentir que venía de él una corriente de aire, puro y suave. Experimentó la sensación de ser levantada y fortalecida; veía por cada hoja del árbol, sentía por cada fibra de la raíz. En medio de aquel mundo de los humanos sentía que la miraban unos ojos dulces, mientras a su alrededor todo era confusión y ruido, colores y luz. De las calles adyacentes llegaban sones de instrumentos musicales y las melodías del organillo que invitaban a la danza. ¡A bailar, a bailar! Convidaban a la alegría, a gozar de la vida. Era una música capaz de hacer danzar los caballos, coches, árboles y casas, si hubiesen sabido bailar. El pecho de la dríade rebosaba de entusiasmo y de júbilo. -¡Cuánta dicha y belleza! -exclamaba-. ¡Estoy en París! El día y la noche que siguieron, y el otro día y la otra noche ofrecieron el mismo espectáculo: aquel movimiento, aquella animación, siempre distintos y, sin embargo, siempre iguales. -Ya conozco a todos los árboles y a todas las flores de la plaza. Y conozco también las casas una por una, cada balcón y cada tienda de este retirado rincón donde me han plantado, y que me oculta la enorme y populosa ciudad. ¿Dónde están los arcos de triunfo, los bulevares, la maravilla del mundo? No veo nada. Estoy como encerrada en una jaula en medio de las altas casas que conozco ya de memoria, con sus letreros, rótulos y carteles; ya no me gusta este abigarramiento. ¿Dónde está todo aquello que me contaron, que sé que existe, que tanto anhelaba ver y que encendió en mí el deseo de venir a la ciudad? ¿Qué he conseguido, qué he encontrado? Sigo sintiendo aquel ansia de antes, siento que hay una vida que quisiera captar y vivir. Es necesario que salga de aquí y me mezcle entre los vivos, que me mueva con ellos, vuele como las aves, vea y sienta, me convierta en un ser humano, goce de la mitad de un día, en vez de esta existencia que discurre durante años y años en un estado de embotamiento y abulia, en el que me consumo y hundo, caigo como el rocío del prado y desaparezco. Quiero brillar como la nube, brillar al sol de la vida, contemplar el mundo como la nube, y, como ella, surcar el cielo sin rumbo conocido. Así suspiraba la dríade: -¡Quítame mis años de vida -suplicó al fin-, concédeme la mitad de la existencia de la efímera! ¡Líbrame de mi prisión! Dame la vida humana, la dicha de los hombres, aunque sea por breve plazo, por esta única noche si no puede ser más, y castígame después por mi presunción, por mí anhelo de vivir. Extíngueme, seca mi envoltura, este árbol joven y lozano, conviértelo en cenizas que el viento dispersa. Un rumor llegó por entre las ramas del árbol, cuyas hojas temblaron como agitadas por una corriente de fuego. Una ráfaga de viento azotó la copa, y de su centro surgió una figura femenina: era la propia dríade. Apareció entre las frondosas ramas alumbradas por el gas, joven y hermosa como aquella pobre María a quien habían dicho: «La gran ciudad será tu perdición». La dríade se sentó al pie del árbol, a la puerta de su casa, que había cerrado, y luego tiró la llave. ¡Tan joven y tan bella! Las estrellas la veían, centelleando; las lámparas de gas la veían, brillando y haciéndole señas. ¡Qué delicada y, al mismo tiempo, qué lozana era: una niña y, sin embargo, ya una mujer! Su vestido era fino como la seda, verde como las hojas recién desplegadas de la copa del árbol. En su cabello castaño había una flor semiabierta; se habría dicho la diosa de la primavera. Sólo un momento permaneció inmóvil. Enseguida se incorporó de un brinco, grácil y ligera como una gacela echó a correr, volviendo la esquina. Corría y saltaba como el reflejo que el sol envía a un cristal y que a cada movimiento es proyectado en una dirección distinta. Quien la hubiera podido seguir fijamente con la mirada, habría gozado de un maravilloso espectáculo: en cada lugar donde se detenía, según fuera la luz y el ambiente, cambiaban su vestido y su figura. Llegó al bulevar, bañado por el río de luz que enviaban los faroles de gas y los mecheros de tiendas y cafés. Se alineaban allí jóvenes y esbeltos árboles, cada uno protegiendo a su propia dríade de los rayos de aquel sol artificial. Toda la acera, interminable, era como una única y enorme sala de fiestas; había allí mesas puestas con toda clase de refrescos, desde el champaña y los licores hasta el café y la cerveza. Había también una exposición de flores, estatuas, libros y telas de todos los colores. Por entre la multitud congregada entre las altas casas miró al otro lado de la pavorosa riada humana, más allá de las hileras de árboles. Avanzaba una oleada de coches, cabriolés, carrozas, ómnibus, caballeros montados y tropas formadas. Atravesar la calle suponía poner en peligro la vida. Ora lucían antorchas, ora dominaban las llamas del gas. De repente salió disparado un cohete. ¿De dónde salía? ¿Adónde iba? Indudablemente era la avenida principal de la gran urbe. Resonaban aquí suaves melodías italianas, allí canciones españolas con repiqueteo de castañuelas; pero todo lo dominaba la música de moda, el excitante ritmo del cancán, que jamás conoció Orfeo ni fue escuchada por la bella Elena. Hasta la carretilla de mano habría bailado a su compás si la hubieran dejado. La dríade danzaba, flotaba, volaba, cambiando de colores como el colibrí a los rayos del sol; cada casa, cada grupo de gente le enviaba su reflejo. Como la radiante flor de loto arrancada de su raíz es arrastrada por el remolino de la corriente, así también iba ella a la deriva, cambiando de figura cada vez que se paraba; por eso nadie podía seguirla, reconocerla y contemplarla. Tal como hicieran las visiones ofrecidas por las nubes, todo volaba ante ella, rostro tras rostro, pero no conocía ninguno, ni uno solo era de su tierra. En su pensamiento brillaban dos ojos radiantes: pensaba en María, la pobre María, aquella niña alegre y harapienta de la flor roja en el negro cabello. Allí estaba, en la gran urbe, rica y radiante como aquél día que había pasado en coche frente a la casa del señor cura y junto al árbol de la dríade y al viejo roble. Seguramente estaba entre aquel ensordecedor bullicio; tal vez acababa de apearse de una magnífica carroza. Aparcaban en aquel lugar coches lujosísimos, de cocheros ricamente galoneados y criados con medias de seda. De los vehículos descendían damas brillantemente ataviadas. Entraban por la puerta de la verja y subían por la alta y ancha escalinata que conducía a un edificio de blancas columnas de mármol. ¿Sería aquello la maravilla universal? Seguramente allí estaba María. «¡Santa María!», cantaban en el interior, mientras nubes de perfumado incienso salían por las altas arcadas, pintadas y doradas, debajo de las cuales reinaba la penumbra. Era la iglesia de Santa Magdalena. Las distinguidas damas vestidas con telas preciosas, confeccionadas a la última moda, avanzaban por el brillante pavimento. Los blasones lucían en los broches de plata de los devocionarios y en los finísimos pañuelos, perfumados y orlados con bellísimos encajes de Bruselas. Algunas se arrodillaban ante los altares y permanecían en silenciosa oración, mientras otras se encaminaban a los confesonarios. La dríade sentía una especie de inquietud, una angustia, como si hubiese entrado en un lugar que le estaba vedado. Aquélla era la mansión del silencio, el recinto de los misterios; no se hablaba sino en susurros, en voz queda. La dríade se vio a sí misma vestida de seda y cubierta con un velo, semejante, por su exterior, a las demás señoras de alta cuna y opulenta familia. ¿Serían todas, como ella, hijas del deseo? Se oyó un suspiro, hondo y doloroso. ¿Vino de un confesionario o del pecho de la dríade? Ésta se cubrió mejor con el velo. Respiraba perfume de incienso y no aire puro. No era aquél el lugar de su anhelo. ¡Adelante, adelante sin descanso! La efímera no conoce la quietud; volar es su vida. Volvió a encontrarse fuera, bajo los luminosos faroles de gas, junto a un surtidor magnífico. «Toda el agua que brota no podrá nunca lavar la sangre inocente que aquí se vertió». Alguien pronunció estas palabras. Unos extranjeros hablaban en voz alta, como nadie hubiera osado hacer en aquella gran sala de los misterios de donde la dríade acababa de salir. Una gran losa de piedra giró y fue levantada. Ella no lo comprendía; vio un pasadizo abierto que conducía a las profundidades. Bajaron, dejando a sus espaldas la vivísima luz, la llama refulgente del gas y la vida al aire libre, -¡Tengo miedo! -exclamó una de las señoras que allí estaban-. No me atrevo a bajar. No me importan las maravillas que pueda haber allá abajo. ¡Quédate conmigo! -¿Volvernos a casa? -protestó el marido-. ¿Marcharnos de París sin haber visto lo más notable de la ciudad, la gran maravilla de nuestra época, obra de la inteligencia y la voluntad de un solo hombre? -¡Yo no bajo! -fue la respuesta. -La maravilla de nuestra época -habían dicho. La dríade lo oyó y comprendió. Había alcanzado el objeto de su más ardiente deseo; por allí se iba a las regiones profundas, al subsuelo de París. Nunca se le habría ocurrido, pero viendo cómo los forasteros descendían, los siguió. La escalera era de hierro fundido, de caracol, ancha y cómoda. Abajo brillaba una lámpara, y más al fondo, otra. Se hallaron en un laberinto de salas y arcadas interminables que se cruzaban entre sí. Todas las calles y callejones de París se veían como en un espejo empañado; se leían los nombres, cada casa de la superficie tenía allá abajo su correspondiente número y extendía sus raíces por debajo de las aceras empedradas y desiertas, que se abrían a lo largo de un ancho canal por el que corría un agua fangosa. Encima, el agua pura fluía por sobre unas arcadas, y en la parte más alta pendía la red de las cañerías de gas y de hilos telegráficos. De distancia en distancia ardían lámparas, como un reflejo de la urbe que quedaba allá arriba. A intervalos se oía un ruido sordo; eran los pesados carruajes que circulaban por los puentes de la entrada. ¿Dónde se había metido la dríade? FIN Agradecemos al escritor Víctor Montoya su revisión de este cuento para la Biblioteca Digital Ciudad Seva. 1

FRANK KAFKA ----POR CRIS SOLAR

Ante la ley [Parábola: Texto completo] Franz Kafka Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar. -Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora. La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice: -Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera. El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice: -Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo. Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino. -¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable. -Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora: -Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla. FIN

ALFONSINA STORNI ----POR CRIS SOLAR

Alfonsina Storni Esta poeta argentina nacida en 1892 en Suiza es uno de los íconos de la literatura posmodernista. Con una infancia difícil y con carencias y luego una vida con recurrentes enfermedades, su poesía está impregnada de lucha, audacia, amor y una reivindicación del género femenino. Algunos de sus poemas a resaltar son: ¡Adiós!, Alma desnuda, La caricia perdida, Razones y paisajes de amor, Queja, Tu dulzura, Dolor y Frente al mar. Frente al mar Alfonsina Storni Frente al mar Oh mar, enorme mar, corazón fiero De ritmo desigual, corazón malo, Yo soy más blanda que ese pobre palo Que se pudre en tus ondas prisionero. Oh mar, dame tu cólera tremenda, Yo me pasé la vida perdonando, Porque entendía, mar, yo me fui dando: «Piedad, piedad para el que más ofenda». Vulgaridad, vulgaridad me acosa. Ah, me han comprado la ciudad y el hombre. Hazme tener tu cólera sin nombre: Ya me fatiga esta misión de rosa. ¿Ves al vulgar? Ese vulgar me apena, Me falta el aire y donde falta quedo, Quisiera no entender, pero no puedo: Es la vulgaridad que me envenena. Me empobrecí porque entender abruma, Me empobrecí porque entender sofoca, ¡Bendecida la fuerza de la roca! Yo tengo el corazón como la espuma. Mar, yo soñaba ser como tú eres, Allá en las tardes que la vida mía Bajo las horas cálidas se abría... Ah, yo soñaba ser como tú eres. Mírame aquí, pequeña, miserable, Todo dolor me vence, todo sueño; Mar, dame, dame el inefable empeño De tornarme soberbia, inalcanzable. Dame tu sal, tu yodo, tu fiereza. ¡Aire de mar!... ¡Oh, tempestad! ¡Oh enojo! Desdichada de mí, soy un abrojo, Y muero, mar, sucumbo en mi pobreza. Y el alma mía es como el mar, es eso, Ah, la ciudad la pudre y la equivoca; Pequeña vida que dolor provoca, ¡Que pueda libertarme de su peso! Vuele mi empeño, mi esperanza vuele... La vida mía debió ser horrible, Debió ser una arteria incontenible Y apenas es cicatriz que siempre duele.

MIGUEL DE UNAMUNO ----POR CRIS SOLAR

Entre los más destacados escritores de la Generación del 98 se encuentra el brillante Miguel de Unamuno; nació en Bilbao el 29 de septiembre de 1864 y falleció en Salamanca el 31 de diciembre de 1936. Su versatilidad como artista es admirable: exploró tanto la novela, como el ensayo, el teatro y la poesía. En su adolescencia, presenció la toma de su ciudad durante la Tercera Guerra Carlista; esta experiencia, tan difícil de sobrellevar, se ve reflejada en su primera novela, titulada "Paz en la guerra". Se doctoró en Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, habiéndose recibido a los 19 años con altísimas calificaciones. Su procedencia y la lengua euskera fueron protagonistas de varios momentos importantes de su vida; sostenía que su idioma perecería, debido a que no sería posible la coexistencia de éste y el español en una misma región. Dentro de la narrativa, resaltan "Amor y pedagogía", "Niebla" y, su última novela, "Don Sandalio, jugador de ajedrez". De su poesía, profunda y magistralmente escrita, destacan los poemarios "El Cristo de Velázquez" y "Andanzas y visiones españolas". Quedan por mencionar algunas de sus obras teatrales, de un carácter pasional y renovador, como ser "La Esfinge" y "Medea", y su ensayo filosófico "La agonía del cristianismo", que gira entorno al vivir queriendo creer, pero sin poder.

OCTAVIO PAZ ------POR CRIS SOLAR

Octavio Paz Lozano fue un destacado escritor y diplomático nacido durante la Revolución en Ciudad de México el 31 de marzo de 1914, y fallecido en la misma ciudad el 19 de abril de 1998. Dadas las actividades políticas del padre, que lo mantenían fuera de casa por largos períodos, su crianza estuvo a cargo de su madre, una tía y su abuelo paterno, novelista que influyó mucho en sus primeros contactos con la Literatura. Su variada vida profesional abarcó desde la participación en la Embajada de México en la India hasta la docencia en numerosas universidades estadounidenses. Su obra, influenciada desde temprano por poetas europeos de la talla de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, comprende tanto denuncias de carácter social como análisis de naturaleza existencial. Entre sus poemarios destacan "Libertad bajo palabra" y "Salamandra". El ensayo "La búsqueda del comienzo" es un buen ejemplo de su encuentro con el surrealismo en Francia. A su extensa y rica producción literaria deben sumarse las traducciones, como ser su versión en español de "Antología de Fernando Pessoa", sobre poemas del escritor portugués. Su estilo se ha transformado a lo largo de los años, producto de la apertura mental e ideológica del escritor, que nunca dudó en experimentar y adaptarse a las nuevas tendencias Piedra de Sol La treizième revient...c'est encor la première; et c'est toujours la seule-ou c'est le seul moment; car es-tu reine, ô toi, la première ou dernière? es-tu roi, toi le seul ou le dernier amant? Gérard de Nerval (Arthémis) Un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea, un árbol bien plantado mas danzante, un caminar de río que se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre: un caminar tranquilo de estrella o primavera sin premura, agua que con los párpados cerrados mana toda la noche profecías, unánime presencia en oleaje, ola tras ola hasta cubrirlo todo, verde soberanía sin ocaso como el deslumbramiento de las alas cuando se abren en mitad del cielo, un caminar entre las espesuras de los días futuros y el aciago fulgor de la desdicha como un ave petrificando el bosque con su canto y las felicidades inminentes entre las ramas que se desvanecen, horas de luz que pican ya los pájaros, presagios que se escapan de la mano, una presencia como un canto súbito, como el viento cantando en el incendio, una mirada que sostiene en vilo al mundo con sus mares y sus montes, cuerpo de luz filtrado por un ágata, piernas de luz, vientre de luz, bahías, roca solar, cuerpo color de nube, color de día rápido que salta, la hora centellea y tiene cuerpo, el mundo ya es visible por tu cuerpo, es transparente por tu transparencia, voy entre galerías de sonidos, fluyo entre las presencias resonantes, voy por las transparencias como un ciego, un reflejo me borra, nazco en otro, oh bosque de pilares encantados, bajo los arcos de la luz penetro los corredores de un otoño diáfano, voy por tu cuerpo como por el mundo, tu vientre es una plaza soleada, tus pechos dos iglesias donde oficia la sangre sus misterios paralelos, mis miradas te cubren como yedra, eres una ciudad que el mar asedia, una muralla que la luz divide en dos mitades de color durazno, un paraje de sal, rocas y pájaros bajo la ley del mediodía absorto, vestida del color de mis deseos como mi pensamiento vas desnuda, voy por tus ojos como por el agua, los tigres beben sueño de esos ojos, el colibrí se quema en esas llamas, voy por tu frente como por la luna, como la nube por tu pensamiento, voy por tu vientre como por tus sueños, tu falda de maíz ondula y canta, tu falda de cristal, tu falda de agua, tus labios, tus cabellos, tus miradas, toda la noche llueves, todo el día abres mi pecho con tus dedos de agua, cierras mis ojos con tu boca de agua, sobre mis huesos llueves, en mi pecho hunde raíces de agua un árbol líquido, voy por tu talle como por un río, voy por tu cuerpo como por un bosque, como por un sendero en la montaña que en un abismo brusco se termina voy por tus pensamientos afilados y a la salida de tu blanca frente mi sombra despeñada se destroza, recojo mis fragmentos uno a uno y prosigo sin cuerpo, busco a tientas, corredores sin fin de la memoria, puertas abiertas a un salón vacío donde se pudren todos lo veranos, las joyas de la sed arden al fondo, rostro desvanecido al recordarlo, mano que se deshace si la toco, cabelleras de arañas en tumulto sobre sonrisas de hace muchos años, a la salida de mi frente busco, busco sin encontrar, busco un instante, un rostro de relámpago y tormenta corriendo entre los árboles nocturnos, rostro de lluvia en un jardín a obscuras, agua tenaz que fluye a mi costado, busco sin encontrar, escribo a solas, no hay nadie, cae el día, cae el año, caigo en el instante, caigo al fondo, invisible camino sobre espejos que repiten mi imagen destrozada, piso días, instantes caminados, piso los pensamientos de mi sombra, piso mi sombra en busca de un instante, busco una fecha viva como un pájaro, busco el sol de las cinco de la tarde templado por los muros de tezontle: la hora maduraba sus racimos y al abrirse salían las muchachas de su entraña rosada y se esparcían por los patios de piedra del colegio, alta como el otoño caminaba envuelta por la luz bajo la arcada y el espacio al ceñirla la vestía de un piel más dorada y transparente, tigre color de luz, pardo venado por los alrededores de la noche, entrevista muchacha reclinada en los balcones verdes de la lluvia, adolescente rostro innumerable, he olvidado tu nombre, Melusina, Laura, Isabel, Perséfona, María, tienes todos los rostros y ninguno, eres todas las horas y ninguna, te pareces al árbol y a la nube, eres todos los pájaros y un astro, te pareces al filo de la espada y a la copa de sangre del verdugo, yedra ue avanza, envuelve y desarraiga al alma y la divide de sí misma, escritura de fuego sobre el jade, grieta en la roca, reina de serpientes, columna de vapor, fuente en la peña, circo lunar, peñasco de las águilas, grano de anís, espina diminuta y mortal que da penas inmortales, pastora de los valles submarinos y guardiana del valle de los muertos, liana que cuelga del cantil del vértigo, enredadera, planta venenosa, flor de resurrección, uva de vida, señora de la flauta y del relámpago, terraza del jazmín, sal en la herida, ramo de rosas para el fusilado, nieve en agosto, luna del patíbulo, escritura del mar sobre el basalto, escritura del viento en el desierto, testamento del sol, granada, espiga, rostro de llamas, rostro devorado, adolescente rostro perseguido años fantasmas, días circulares que dan al mismo patio, al mismo muro, arde el instante y son un solo rostro los sucesivos rostros de la llama, todos los nombres son un solo nombre todos los rostros son un solo rostro, todos los siglos son un solo instante y por todos los siglos de los siglos cierra el paso al futuro un par de ojos, no hay nada frente a mí, sólo un instante rescatado esta noche, contra un sueño de ayuntadas imágenes soñado, duramente esculpido contra el sueño, arrancado a la nada de esta noche, a pulso levantado letra a letra, mientras afuera el tiempo se desboca y golpea las puertas de mi alma el mundo con su horario carnicero, sólo un instante mientras las ciudades, los nombres, lo sabores, lo vivido, se desmoronan en mi frente ciega, mientras la pesadumbre de la noche mi pensamiento humilla y mi esqueleto, y mi sangre camina más despacio y mis dientes se aflojan y mis ojos se nublan y los días y los años sus horrores vacíos acumulan, mientras el tiempo cierra su abanico y no hay nada detrás de sus imágenes el instante se abisma y sobrenada rodeado de muerte, amenazado por la noche y su lúgubre bostezo, amenazado por la algarabía de la muerte vivaz y enmascarada el instante se abisma y se penetra, como un puño se cierra, como un fruto que madura hacia dentro de sí mismo y a sí mismo se bebe y se derrama el instante translúcido se cierra y madura hacia dentro, echa raíces, crece dentro de mí, me ocupa todo, me expulsa su follaje delirante, mis pensamientos sólo son su pájaros, su mercurio circula por mis venas, árbol mental, frutos sabor de tiempo, oh vida por vivir y ya vivida, tiempo que vuelve en una marejada y se retira sin volver el rostro, lo que pasó no fue pero está siendo y silenciosamente desemboca en otro instante que se desvanece: frente a la tarde de salitre y piedra armada de navajas invisibles una roja escritura indescifrable escribes en mi piel y esas heridas como un traje de llamas me recubren, ardo sin consumirme, busco el agua y en tus ojos no hay agua, son de piedra, y tus pechos, tu vientre, tus caderas son de piedra, tu boca sabe a polvo, tu boca sabe a tiempo emponzoñado, tu cuerpo sabe a pozo sin salida, pasadizo de espejos que repiten los ojos del sediento, pasadizo que vuelve siempre al punto de partida, y tú me llevas ciego de la mano por esas galerías obstinadas hacia el centro del círculo y te yergues como un fulgor que se congela en hacha, como luz que desuella, fascinante como el cadalso para el condenado, flexible como el látigo y esbelta como un arma gemela de la luna, y tus palabras afiladas cavan mi pecho y me despueblan y vacían, uno a uno me arrancas los recuerdos, he olvidado mi nombre, mis amigos gruñen entre los cerdos o se pudren comidos por el sol en un barranco, no hay nada en mí sino una larga herida, una oquedad que ya nadie recorre, presente sin ventanas, pensamiento que vuelve, se repite, se refleja y se pierde en su misma transparencia, conciencia traspasada por un ojo que se mira mirarse hasta anegarse de claridad: yo vi tu atroz escama, Melusina, brillar verdosa al alba, dormías enroscada entre las sábanas y al despertar gritaste como un pájaro y caíste sin fin, quebrada y blanca, nada quedó de ti sino tu grito, y al cabo de los siglos me descubro con tos y mala vista, barajando viejas fotos: no hay nadie, no eres nadie, un montón de ceniza y una escoba, un cuchillo mellado y un plumero, un pellejo colgado de unos huesos, un racimo ya seco, un hoyo negro y en el fondo del hoyo los dos ojos de una niña ahogada hace mil años, miradas enterradas en un pozo, miradas que nos ven desde el principio, mirada niña de la madre vieja que ve en el hijo grande un padre joven, mirada madre de la niña sola que ve en el padre grande un hijo niño, miradas que nos miran desde el fondo de la vida y son trampas de la muerte ¿o es al revés: caer en esos ojos es volver a la vida verdadera?, ¡caer, volver, soñarme y que me sueñen otros ojos futuros, otra vida, otras nubes, morirme de otra muerte! esta noche me basta, y este instante que no acaba de abrirse y revelarme dónde estuve, quién fui, cómo te llamas, cómo me llamo yo: ¿hacía planes para el verano? y todos los veranos? en Christopher Street, hace diez años, con Filis que tenía dos hoyuelos donde bebían luz los gorriones?, ¿por la Reforma Carmen me decía "no pesa el aire, aquí siempre es octubre", o se lo dijo a otro que he perdido o yo lo invento y nadie me lo ha dicho?, ¿caminé por la noche de Oaxaca, inmensa y verdinegra como un árbol, hablando solo como el viento loco y al llegar a mi cuarto ?siempre un cuarto? no me reconocieron los espejos?, ¿desde el hotel Vernet vimos al alba bailar con los castaños ? "ya es muy tarde" decías al peinarte y yo veía manchas en la pared, sin decir nada?, ¿subimos juntos a la torre, vimos caer la tarde desde el arrecife? ¿comimos uvas en Bidart?, ¿compramos gardenias en Perote?, nombres, sitios, calles y calles, rostros, plazas, calles, estaciones, un parque, cuartos solos, manchas en la pared, alguien se peina, alguien canta a mi lado, alguien se viste, cuartos, lugares, calles, nombres, cuartos, Madrid, 1937, en la Plaza del Ángel las mujeres cosían y cantaban con sus hijos, después sonó la alarma y hubo gritos, casas arrodilladas en el polvo, torres hendidas, frentes esculpidas y el huracán de los motores, fijo: los dos se desnudaron y se amaron por defender nuestra porción eterna, nuestra ración de tiempo y paraíso, tocar nuestra raíz y recobrarnos, recobrar nuestra herencia arrebatada por ladrones de vida hace mil siglos, los dos se desnudaron y besaron porque las desnudeces enlazadas saltan el tiempo y son invulnerables, nada las toca, vuelven al principio, no hay tú ni yo, mañana, ayer ni nombres, verdad de dos en sólo un cuerpo y alma, oh ser total... cuartos a la deriva entre ciudades que se van a pique, cuartos y calles, nombres como heridas, el cuarto con ventanas a otros cuartos con el mismo papel descolorido donde un hombre en camisa lee el periódico o plancha una mujer; el cuarto claro que visitan las ramas de un durazno; el otro cuarto: afuera siempre llueve y hay un patio y tres niños oxidados; cuartos que son navíos que se mecen en un golfo de luz; o submarinos: el silencio se esparce en olas verdes, todo lo que tocamos fosforece; mausoleos de lujo, ya roídos los retratos, raídos los tapetes; trampas, celdas, cavernas encantadas, pajareras y cuartos numerados, todos se transfiguran, todos vuelan, cada moldura es nube, cada puerta da al mar, al campo, al aire, cada mesa es un festín; cerrados como conchas el tiempo inútilmente los asedia, no hay tiempo ya, ni muro: ¡espacio, espacio, abre la mano, coge esta riqueza, corta los frutos, come de la vida, tiéndete al pie del árbol, bebe el agua!, todo se transfigura y es sagrado, es el centro del mundo cada cuarto, es la primera noche, el primer día, el mundo nace cuando dos se besan, gota de luz de entrañas transparentes el cuarto como un fruto se entreabre o estalla como un astro taciturno y las leyes comidas de ratones, las rejas de los bancos y las cárceles, las rejas de papel, las alambradas, los timbres y las púas y los pinchos, el sermón monocorde de las armas, el escorpión meloso y con bonete, el tigre con chistera, presidente del Club Vegetariano y la Cruz Roja, el burro pedagogo, el cocodrilo metido a redentor, padre de pueblos, el Jefe, el tiburón, el arquitecto del porvenir, el cerdo uniformado, el hijo predilecto de la Iglesia que se lava la negra dentadura con el agua bendita y toma clases de inglés y democracia, las paredes invisibles, las máscaras podridas que dividen al hombre de los hombres, al hombre de sí mismo, se derrumban por un instante inmenso y vislumbramos nuestra unidad perdida, el desamparo que es ser hombres, la gloria que es ser hombres y compartir el pan, el sol, la muerte, el olvidado asombro de estar vivos; amar es combatir, si dos se besan el mundo cambia, encarnan los deseos, el pensamiento encarna, brotan las alas en las espaldas del esclavo, el mundo es real y tangible, el vino es vino, el pan vuelve a saber, el agua es agua, amar es combatir, es abrir puertas, dejar de ser fantasma con un número a perpetua cadena condenado por un amo sin rostro; el mundo cambia si dos se miran y se reconocen, amar es desnudarse de los nombres: "déjame ser tu puta", son palabras de Eloísa, mas él cedió a las leyes, la tomó por esposa y como premio lo castraron después; mejor el crimen, los amantes suicidas, el incesto de los hermanos como dos espejos enamorados de su semejanza, mejor comer el pan envenenado, el adulterio en lechos de ceniza, los amores feroces, el delirio, su yedra ponzoñosa, el sodomita que lleva por clavel en la solapa un gargajo, mejor ser lapidado en las plazas que dar vuelta a la noria que exprime la substancia de la vida, cambia la eternidad en horas huecas, los minutos en cárceles, el tiempo en monedas de cobre y mierda abstracta; mejor la castidad, flor invisible que se mece en los tallos del silencio, el difícil diamante de los santos que filtra los deseos, sacia al tiempo, nupcias de la quietud y el movimiento, canta la soledad en su corola, pétalo de cristal en cada hora, el mundo se despoja de sus máscaras y en su centro, vibrante transparencia, lo que llamamos Dios, el ser sin nombre, se contempla en la nada, el ser sin rostro emerge de sí mismo, sol de soles, plenitud de presencias y de nombres; sigo mi desvarío, cuartos, calles, camino a tientas por los corredores del tiempo y subo y bajo sus peldaños y sus paredes palpo y no me muevo, vuelvo donde empecé, busco tu rostro, camino por las calles de mí mismo bajo un sol sin edad, y tú a mi lado caminas como un árbol, como un río caminas y me hablas como un río, creces como una espiga entre mis manos, lates como una ardilla entre mis manos, vuelas como mil pájaros, tu risa me ha cubierto de espumas, tu cabeza es un astro pequeño entre mis manos, el mundo reverdece si sonríes comiendo una naranja, el mundo cambia si dos, vertiginosos y enlazados, caen sobre las yerba: el cielo baja, los árboles ascienden, el espacio sólo es luz y silencio, sólo espacio abierto para el águila del ojo, pasa la blanca tribu de las nubes, rompe amarras el cuerpo, zarpa el alma, perdemos nuestros nombres y flotamos a la deriva entre el azul y el verde, tiempo total donde no pasa nada sino su propio transcurrir dichoso, no pasa nada, callas, parpadeas (silencio: cruzó un ángel este instante grande como la vida de cien soles), ¿no pasa nada, sólo un parpadeo? y el festín, el destierro, el primer crimen, la quijada del asno, el ruido opaco y la mirada incrédula del muerto al caer en el llano ceniciento, Agamenón y su mugido inmenso y el repetido grito de Casandra más fuerte que los gritos de las olas, Sócrates en cadenas" (el sol nace, morir es despertar: "Critón, un gallo a Esculapio, ya sano de la vida"), el chacal que diserta entre las ruinas de Nínive, la sombra que vio Bruto antes de la batalla, Moctezuma en el lecho de espinas de su insomnio, el viaje en la carretera hacia la muerte ?el viaje interminable mas contado por Robespierre minuto tras minuto, la mandíbula rota entre las manos?, Churruca en su barrica como un trono escarlata, los pasos ya contados de Lincoln al salir hacia el teatro, el estertor de Trotsky y sus quejidos de jabalí, Madero y su mirada que nadie contestó: ¿por qué me matan?, los carajos, los ayes, los silencios del criminal, el santo, el pobre diablo, cementerio de frases y de anécdotas que los perros retóricos escarban, el delirio, el relincho, el ruido obscuro que hacemos al morir y ese jadeo que la vida que nace y el sonido de huesos machacados en la riña y la boca de espuma del profeta y su grito y el grito del verdugo y el grito de la víctima... son llamas los ojos y son llamas lo que miran, llama la oreja y el sonido llama, brasa los labios y tizón la lengua, el tacto y lo que toca, el pensamiento y lo pensado, llama el que lo piensa, todo se quema, el universo es llama, arde la misma nada que no es nada sino un pensar en llamas, al fin humo: no hay verdugo ni víctima... ¿y el grito en la tarde del viernes?, y el silencio que se cubre de signos, el silencio que dice sin decir, ¿no dice nada?, ¿no son nada los gritos de los hombres?, ¿no pasa nada cuando pasa el tiempo? no pasa nada, sólo un parpadeo del sol, un movimiento apenas, nada, no hay redención, no vuelve atrás el tiempo, los muerto están fijos en su muerte y no pueden morirse de otra muerte, intocables, clavados en su gesto, desde su soledad, desde su muerte sin remedio nos miran sin mirarnos, su muerte ya es la estatua de su vida, un siempre estar ya nada para siempre, cada minuto es nada para siempre, un rey fantasma rige sus latidos y tu gesto final, tu dura máscara labra sobre tu rostro cambiante: el monumento somos de una vida ajena y no vivida, apenas nuestra, ¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?, ¿cuando somos de veras lo que somos?, bien mirado no somos, nunca somos a solas sino vértigo y vacío, muecas en el espejo, horror y vómito, nunca la vida es nuestra, es de los otros, la vida no es de nadie, todos somos la vida ?pan de sol para los otros, los otros todos que nosotros somos?, soy otro cuando soy, los actos míos son más míos si son también de todos, para que pueda ser he de ser otro, salir de mí, buscarme entre los otros, los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia, no soy, no hay yo, siempre somos nosotros, la vida es otra, siempre allá, más lejos, fuera de ti, de mí, siempre horizonte, vida que nos desvive y enajena, que nos inventa un rostro y lo desgasta, hambre de ser, oh muerte, pan de todos, Eloísa, Perséfona, María, muestra tu rostro al fin para que vea mi cara verdadera, la del otro, mi cara de nosotros siempre todos, cara de árbol y de panadero, de chofer y de nube y de marino, cara de sol y arroyo y Pedro y Pablo, cara de solitario colectivo, despiértame, ya nazco: vida y muerte pactan en ti, señora de la noche, torre de claridad, reina del alba, virgen lunar, madre del agua madre, cuerpo del mundo, casa de la muerte, caigo sin fin desde mi nacimiento, caigo en mí mismo sin tocar mi fondo, recógeme en tus ojos, junta el polvo disperso y reconcilia mis cenizas, ata mis huesos divididos, sopla sobre mi ser, entiérrame en tu tierra, tu silencio dé paz al pensamiento contra sí mismo airado; abre la mano, señora de semillas que son días, el día es inmortal, asciende, crece, acaba de nacer y nunca acaba, cada día es nacer, un nacimiento es cada amanecer y yo amanezco, amanecemos todos, amanece el sol cara de sol, Juan amanece con su cara de Juan cara de todos, puerta del ser, despiértame, amanece, déjame ver el rostro de este día, déjame ver el rostro de esta noche, todo se comunica y transfigura, arco de sangre, puente de latidos, llévame al otro lado de esta noche, adonde yo soy tú somos nosotros, al reino de pronombres enlazados, puerta del ser: abre tu ser, despierta, aprende a ser también, labra tu cara, trabaja tus facciones, ten un rostro para mirar mi rostro y que te mire, para mirar la vida hasta la muerte, rostro de mar, de pan, de roca y fuente, manantial que disuelve nuestros rostros en el rostro sin nombre, el ser sin rostro, indecible presencia de presencias . . . quiero seguir, ir más allá, y no puedo: se despeñó el instante en otro y otro, dormí sueños de piedra que no sueña y al cabo de los años como piedras oí cantar mi sangre encarcelada, con un rumor de luz el mar cantaba, una a una cedían las murallas, todas las puertas se desmoronaban y el sol entraba a saco por mi frente, despegaba mis párpados cerrados, desprendía mi ser de su envoltura, me arrancaba de mí, me separaba de mi bruto dormir siglos de piedra y su magia de espejos revivía un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea, un árbol bien plantado mas danzante, un caminar de río que se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre: México, 1957

BORGES POEMAS DEL ALMA ------CRIS SOLAR

1964 I Ya no es mágico el mundo. Te han dejado. Ya no compartirás la clara luna ni los lentos jardines. Ya no hay una luna que no sea espejo del pasado, cristal de soledad, sol de agonías. Adiós las mutuas manos y las sienes que acercaba el amor. Hoy sólo tienes la fiel memoria y los desiertos días. Nadie pierde (repites vanamente) sino lo que no tiene y no ha tenido nunca, pero no basta ser valiente para aprender el arte del olvido. Un símbolo, una rosa, te desgarra y te puede matar una guitarra. II Ya no seré feliz. Tal vez no importa. Hay tantas otras cosas en el mundo; un instante cualquiera es más profundo y diverso que el mar. La vida es corta y aunque las horas son tan largas, una oscura maravilla nos acecha, la muerte, ese otro mar, esa otra flecha que nos libra del sol y de la luna y del amor. La dicha que me diste y me quitaste debe ser borrada; lo que era todo tiene que ser nada. Sólo que me queda el goce de estar triste, esa vana costumbre que me inclina al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina. ------------ Francisco de Quevedo A Aminta, que se cubrió los ojos con la mano Lo que me quita en fuego, me da en nieve La mano que tus ojos me recata; Y no es menos rigor con el que mata, Ni menos llamas su blancura mueve. La vista frescos los incendios bebe, Y volcán por las venas los dilata; Con miedo atento a la blancura trata El pecho amante, que la siente aleve. Si de tus ojos el ardor tirano Le pasas por tu mano por templarle, Es gran piedad del corazón humano; Mas no de ti, que puede al ocultarle, Pues es de nieve, derretir tu mano, Si ya tu mano no pretende helarle. Lee todo en: A Aminta, que se cubrió los ojos con la mano - Poemas de Francisco de Quevedo http://www.poemas-del-alma.com/a-aminta-que-se.htm#ixzz2Djuo3tUx