jueves, 31 de mayo de 2012

AMBROSE BIERCE . INCIDENTE DEL PUENTE DEL BUHO .. POR RITA AMODEI

El incidente del Puente del Búho [Cuento. Texto completo] Ambrose Bierce Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía. La compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin hacer ningún gesto. Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto. El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical, boca firme, ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes. Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, lo saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un paso. Estos movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del todo, a un cuarto durmiente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción, debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente corriente! Cerró los ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en conjunto lo había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar... Oía el tictac de su reloj. Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis manos -pensó- podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está fuera del alcance de la Posición más avanzada de los invasores.» Mientras se sucedían estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El suboficial se colocó en un extremo. II Peyton Farquhar, cultivador adinerado, provenía de una respetable familia de Alabama. Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase fue, por supuesto, uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la causa de los Estados del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar aquí, impidieron que se alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas finalizaron con la caída de Corinth, y se enojaba de esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida del soldado y encontrar la ocasión de distinguirse. Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna aventura lo suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un ciudadano con alma de soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte este refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos. Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco, próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja y pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al polvoriento soldado y le pidió ávidamente información del frente. -Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril -dijo el hombre- porque se preparan para avanzar. Han llegado hasta el Puente del Búho, lo han reparado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en carteles por todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a quien se le sorprenda en intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado sin juicio previo. Yo he visto la orden. -¿A qué distancia está el Puente del Búho? -pregunto Faquhar. -A unos cincuenta kilómetros. -¿No hay tropas a este lado del río? -Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo vigía de este lado del puente. -Suponiendo que un hombre -un ciudadano aficionado a la horca- pudiera despistar la avanzadilla y lograse engañar al vigía -dijo el plantador sonriendo-, ¿qué podría hacer? El militar pensó: -Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una enorme cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos los troncos están secos y arderían con mucha facilidad. En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después, ya de noche, volvió a pasar frente a la plantación en dirección al norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal. III Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta, seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que lo rodeaba se alzó hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable! Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado -pensó- no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo.» Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana energía. ¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se separaron y flotaron hasta la superficie. Pudo discernir sus manos a cada lado, en la creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo. Quitaron salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de una culebra de agua. «¡Ponla de nuevo, ponla de nuevo!» Creyó gritar estas palabras a sus manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano hasta entonces. El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía; el corazón, que apenas latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron a la orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. El resplandor del sol lo cegó; su pecho se expandió con fuertes convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones aspiraron una gran bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito. Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente, sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y despertado de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol, cada hoja con todos sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo, arañas grises que tendían su tela de ramita en ramita. Contempló los colores del prisma en cada una de las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los moscardones que volaban sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las pisadas de las arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él una música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar de su propio cuerpo que surcaba la corriente. Había llegado a la superficie con el rostro a favor de la corriente. El mundo visible comenzó a dar vueltas lentamente. Entonces vio el puente, el fortín, a los vigías, al capitán, a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver, pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas. De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro. Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él; en un ritmo monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz que calmaba a los soldados e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas palabras crueles: -¡Atención, compañía ...! ¡Armas al hombro...! ¡Listos...! ¡Apunten...! ¡Fuego...! Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante, extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos, después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color desagradable, y Farquhar lo sacó con energía. Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido vio todo esto por encima de su hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente. «El teniente -pensó- no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro? En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar a voluntad. ¡Qué Dios me proteja, no puedo esquivar a todos!» A dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua seguido de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y parecía propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una explosión que golpeó las profundidades mismas del río. Se levantó una empalizada líquida, curvándose por encima de él; lo cegó y lo ahogó. ¡Un cañón se había unido a las demás armas! El obús sacudió el agua, oyó el proyectil, que zumbó delante de él despedazando las ramas de los árboles del bosque cercano. «No empezarán de nuevo -pensó-. La próxima vez cargarán con metralla. Debo fijarme en la pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde: se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.» De inmediato comenzó a dar vueltas y más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran banderas de color. Atrapado por un remolino, marchaba tan rápidamente que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se encontraba en un montículo, en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza, le devolvió los sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima, bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría imaginar en esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardinería; le llamó la atención el orden determinado en su disposición, respiró el aroma de sus flores. La luz brillaba entre los troncos de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas una armoniosa música interpretada por una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba permanecer en aquel lugar perfecto hasta que lo capturaran. El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles lo despertaron de su sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar como despedida. Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se adentró en el bosque. Caminó todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir en una región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural. Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos. Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino que lo llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y, sin embargo, no daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún campo; por ninguna parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro, sugería un indicio de humanidad próxima. Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían dos murallas rectilíneas; se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama de una lección de perspectiva. Por encima de él, levantó la vista a través de una brecha en el bosque, y vio enormes estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas constelaciones. Supuso que la disposición de estas estrellas escondía un significado nefasto. De cada lado del bosque percibía ruidos en una lengua desconocida. Le dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga lo había marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes apaciguaba su fiebre. La hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies. Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido mientras caminaba, porque contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante. Se encuentra delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo rezuma belleza bajo el sol matinal. Ha debido caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas de la reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas vestiduras flotar ligeramente: su esposa, con la faz fresca y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al pie de la escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el momento en que se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta. Una luz blanca y enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón... y después absoluto silencio y absoluta oscuridad. Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado a otro del Puente del Búho.

AMBROSE .ACEITE DE PERRO RECOPILO POR RITA AMODEI

Aceite de perro [Cuento. Texto completo] Ambrose Bierce Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata. A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro. Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal. Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. "Después de todo", me dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero. Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin! Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba. Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo. A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada. Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente. El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública. Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

jueves, 17 de mayo de 2012

HORACIO QUIROGA

Cuentos de Amor de Locura y de Muerte 1917 A la deriva La miel silvestre El alambre de púa La muerte de Isolda El almohadón de pluma Los buques suicidantes El infierno artificial Los ojos sombríos El perro rabioso Los Mensú El solitario Los pescadores de vigas La gallina degollada Nuestro primer cigarro La insolación Una estación de amor La meningitis y su sombra Yaguaí

miércoles, 9 de mayo de 2012

CRONICA DE LAS HUELLAS POR RITA AMODEI

NORMA SEGARES MANIAS ES UNA DE LAS MAS INSPIRADAS Y EXQUISITAS POETAS ARGENTINAS CONTEMPORANEAS .DE SU GRAN CREATIVIDAD LITERARIA PUBLICADA ELEGIMOS UNO DE SUS MAS BELLOS LIBROS EDITADO POR VINCIGUERRA . RITA AMODEI Cronica de las huellas .norma segares manias  Dedicatoria.  Prólogo.  (Evangelio según San Juan)  Campanas al crepúsculo.  La Divina Simiente.  La lumbre de su gracia.  El cielo en Capricornio.  Los filos de la sangre.  Exilio hacia el silencio.  La margen del Jordán.  Los soles sin compuertas.  Largas redes descalzas.  La Voz en la colina.  Espumas erizadas.  El borde de su manto.  El pan innumerable.  Senderos sobre el agua.  Sentencia de guijarros.  El manto a mis espaldas.  El amor por cayado.  Herederos del Reino.  Su llamado en la noche.  Ofrendas a Su paso.  Los látigos furiosos.  Como serpientes ciegas.  La esencia de la hogaza.  Cálices de vinagre.  El beso establecido.  Un gallo en la distancia.  Su sangre entre mis dedos.  Preguntas sin respuestas.  Coronación de espinas.  Camino hacia el Calvario.  Lama Sabactani.  En la orilla del viento.  El Sepulcro vacío.  (Evangelio según San Juan) A Guillermo y Luciana, antiguos prisioneros de mis lunas. Prólogo. Crónica de las huellas es un libro singular. Su singularidad no estriba tanto en el hecho de estar nutrido (no estructurado) por testimonios bíblicos, cuanto por la solución formal que su autora da a esta suerte de exégesis de la fe. Un cántico plural de voces y, a la vez, la univocidad del corpus total, otorgan a la obra una dimensión expresiva y emocional poco frecuente. Canto de evangelización, el poema tiende a hilar la trama de la vida religiosa. La vibración de Cristo humano y terreno. La voz de los apóstoles-testigos. Los caminos del milagro y los caminos del martirio. Las traiciones y los arrepentimientos. Así, conviven en el deslizar del verbo y la metáfora, espadas y bendiciones, festejos y apostasías, cólera y amores, siglos e instantes. Cristo es la presencia que pasa. Cristo es la presencia que irradia. El mundo lo circunda. No está a sus pies. Norma Segades-Manias hace hablar al Bautista y a Gabriel, a María e Isabel, a Juan y Pablo, a Miguel, a Pedro, a Santiago, a Isaías. Hace hablar a Judas y a Herodes y a Lucifer en las zonas sin luz, a Mateo y a Lázaro en las iluminadas... Su canto va horadando el aire. Su canto derriba los muros. Su canto santigua la arena que pisarán esas sandalias. No hay en las palabras que estrujan el latido, que derraman el agua en las gargantas, un solo quiebre de la fuerza alegórica. Cada instante vibra. En la palabra de Mateo, en el gesto de Magdalena, en el gris de Pilato. Siempre habitamos el milagro, dice Gabriel. El milagro de la fe. El milagro de redimirnos en el canto. Es la historia del Advenimiento, la que cuenta Segades-Manias en su verso tembloroso, urgido, prístino como un cristal. Alguien con mansedumbre de racimos es el que viene. Hay que recibirlo en la palabra de los apóstoles, en el asombro de la gente de pueblo: anónima y atenta, en el misterio del aire que todo lo rodea, como aura. Con fortaleza de imágenes, la poeta anuncia el momento, describe los personajes, burila la escena y sus claroscuros. No necesita recurrir a una poesía sálmica, como tampoco a un verbo exaltado para que Cristo desnude sus llagas, haga oir su Palabra. Él está presente en la omnisciencia de sus actos. En la humildad de sus ropas. En la hondura de sus parábolas. En la fortaleza de su sacrificio. Él está en esas huellas que Segades-Manias redimensiona a la naturaleza de canto, a ese acuerdo casi milagroso y polisémico de fragancias, de sonidos, de ritmos encontrados, de colores que fluyen como de un ánfora mitológica. En la palabra de los otros está Cristo en su Calvario. Segades-Manias accede a una caracterización abierta y jubilosa, doliente y suspendida en la recreación del lector. Juega otros medios de lenguaje para argumentar la idea teológica que tomaran, en su tiempo, Claudel y Mauriac, Teresa de Jesús o nuestro Bernárdez. Su palabra acusa la cadencia precisa y la vibración espiritual que desnuda y enciende. Poesía para la reflexión. Poesía para la comunicación gozosa. Poesía para la elevación fraterna. Poesía para el Reencuentro final, este libro que Norma Segades-Manias ha modelado con sabiduría de alfarera. J.M.Taverna Irigoyen “ Evangelio según San Juan) "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por Mí". “Campanas al crepúsculo. Habla Gabriel Desde ciegos recuerdos desde el alba, desde el Verbo estallando en las hogueras y quebrando perfiles arteriales antes del fruto, el árbol y la espada; antes de los clamores y las muertes y los jirones de promesas largas... los augurios buscaban nuestra sangre para trizar sus cauces derretidos con navegantes hebras de plegarias. Acaso no supimos que las sombras hospedarían gritos de majadas, que agrestes cautiverios de pezuñas hollarían los vértices del hambre contra el diezmado orgullo de las matas. Pero siempre habitamos el milagro. Siempre urdimos, trenzamos, anudamos las puntadas de un diálogo remoto, en el reverso herido de la trama. Más allá de este onírico silencio y su vergüenza ahondando la penumbra y el trémulo fulgor de su mirada. Más allá de los soles implacables y el planeta pariendo, entre las peñas, duras genealogías de arenarios y breñales sedientos de agua clara, Alguien marcó, en la rueda del Zodíaco, esta hora de endechas y holocaustos, cuando yacen, detrás de los corrales, filamentos de noche derramada... esta hora de ofrendas y relámpagos frente al puro ritual de las palabras. Para que nada rompa el sortilegio, para que nada ultraje ni perturbe las canteras desnudas de la magia, cuando acepte, en la piel de su ternura, la Divina Simiente de la gracia. Entonces, hacia el índice y los códigos, hacia el dolor que abisma la esperanza, hacia el antiguo idioma de las lunas extraviadas en místicas entrañas; por los fragantes cálices de marzo, sonatas de rocío interminable lloviznan, en el cuerpo adolescente, los límpidos estambres de su lava fecundizando el tiempo del Cordero sobre los muelles de su carne intacta. “ La Divina Simiente. Habla María He aquí que la luna está propicia; que espirala la esfera, lentamente, el equinoccio grávido de marzo... que en la quietud profunda de la alcoba, una fosforescencia innominada asedia los perfiles de mi manto. La voz desgarra el fuego. Es el instante. El misterio despliega, en la penumbra, empecinadas alas de alabastro y en edredón de cálidas arenas, junto al sonido roto de las arpas, agonizan los cuernos pastoriles la desvelada sed de su cansancio. He aquí que estaba escrito en los anales; que sólo soy la sierva, la paciencia, un resplandor efímero y callado... esta sombra fugaz en los azogues, las huellas de mi asombro sumergido recorriendo sumisos calendarios. He aquí que soy custodia de la Vida, la eterna protectora del milagro... que mi vientre de musgo derretido cobija, en la blancura de su seno, un racimo de llanto maniatado, el eco de memorias encendidas, los fragmentos de un rostro milenario. He aquí que mi cintura labradora captura la simiente prometida en ríos de silencio enajenado, que un temblor de luciérnagas maduras va condensando sus raíces rojas hacia el hondo prodigio de los cántaros, que a pesar de la niebla y los olivos, a pesar del cadalso agazapado, su linaje de amor arde en mis venas sin regazo de estrellas escarchadas, sin cánticos azules, sin trompetas, sin olas de calostro alucinado... que un manantial de luz trepa a mi risa por senderos de espumas y parábolas y atraviesa las lenguas de mi sangre con astillas de pasos solitarios. He aquí que soy la esclava y es el tiempo; que se haga, en mí, la voluntad del Padre. ¡Que se pronuncie el gesto y el conjuro! ¡Que se rompan los sellos del presagio...! La lumbre de su gracia. Habla Isabel Zacarías me observa, encadenado a su cruel cautiverio de silencio, a sus claustros herméticos y oscuros donde cada palabra es un exilio. Yo, la estéril, la anciana, la agraviada, la que cargaba afrentas indomables sobre su sueño seco y desvalido, aguardo en latitudes de guijarros, instituyo miradas escarpadas que tensan sus vigilias, verticales, taladrando los pálidos designios. Soy tenaz atalaya, desvelada, oteando en la quietud de la distancia esqueletos de erráticos caminos. Ella viene hacia mí. Diviso, apenas, el menudo contorno de su cuerpo y el balance sutil de su sandalia ignorando recelos clandestinos. Ella viene hacia mí, seguro el paso, embriagada de luces la mirada, rehén de sus lunarios peregrinos. Sobre las mudas piedras de Judea nada hay más digno que su esencia pura, más bello que sus ojos infinitos... Porque una estirpe nueva está creciendo en las entrañas del linaje antiguo y un delirio de grávidas corolas entona, bajo el sol, sus aleluyas, como ramos insomnes de jacintos. Mechones de su pelo adolescente escapan al diluvio de las brisas que solamente por besar su rostro abandonan las cárceles del alba y desciñen sus pájaros heridos. Y en mi vientre, mi vientre tempestuoso, mi vientre de seis lunas vagabundas, mi vientre de desiertos extendidos... la sangre del Bautista se estremece al percibir, por obra del milagro, la divina presencia del Ungido. De mis labios, vasijas saturadas en las hondas vertientes de los ritos, brota la voz: ¡Bendita tú entre todas! ¡Bendita la semilla que conservas! ¡Bendita mi cabaña y mis racimos! Ella me abraza. Somos dos fisuras en la zurcida trama de las huellas. Somos sólo un amor decapitado y un regazo de sombra ante el martirio... detenidas aquí, sobre la altura estricta y mineral de la montaña sabiendo que a pesar de la indulgencia, no somos sino madres de pastores en un pueblo rebelde y sometido. El cielo en Capricornio. Habla José Ella puja en silencio. Es medianoche. Esperanzas de arcilla necesarias acechan la memoria del origen en la mansa agonía de su sangre, el cielo detenido en Capricornio, las estrellas de elípticas fugaces. Ella puja, sin pausa, sobre el heno. Por los cauces helados de diciembre, la pálida artesana, en los tejados, desliza lanzaderas de ceniza sobre el filo aterido de las piedras y el inmóvil desvelo de los ángeles, sobre insomnios de ovejas y pastores, sobre rondas de guardias pretorianas, sobre furtivos cálices de sombra y desnudas trompetas ancestrales. Ella oprime su miedo, niega angustias, muerde un gemido árido y salvaje y... entre sus muslos de azucena herida, la promesa del Verbo se hace carne. La arista perentoria del vagido alucina las ánforas vacías, rasga el velo encendido del lenguaje, estremece las vísceras nocturnas, quebranta vientos secos y silbidos, multiplica la esencia de los panes e inscribe, con fogatas transparentes, la huella de Su Nombre en los anales. Desde el vientre, deshecho por las lunas, su prodigio establece la inocencia en el regazo tibio de la madre y mis manos, ajadas de intemperie, acarician la paz de su ternura, rozan los labios ávidos del hambre. ¡Y clamo a la raíz de las colmenas! ¡Y le grito a los vértices del aire: Es un niño tan sólo!, ¡es sólo un niño!, no es nada más que el hijo de un hebreo heredero de oficios miserables... Acaso así la muerte nunca llegue, acaso así el augurio no lo atrape pero, en el fondo de sus ojos negros se esboza ya un martirio agazapado donde clavos y látigos y espinas eclipsan horizontes procelarios hacia un tiempo de injurias y condenas, bajo una azul llovizna de vinagre. Los filos de la sangre. Habla Herodes Ya no huelo esa niebla devorante, esa distancia ardida, ese silencio, esa complicidad con que la arena desgranaba su polen solitario en los cauces famélicos del tiempo... esa voz de sibila enmarañada aullando sus visiones palpitantes por los oscuros dédalos del sueño. Quizá la insurrección de Capricornio encubra cierta magia suspendida, ciertos signos remotos y sutiles, ciertas claves que excitan la memoria desde tantas leyendas repetidas junto al calor prolífico del fuego. ¡Estoy hastiado de seguir sus huellas, sus estrellas prohibidas, sus reflejos, la imagen de una sombra indescifrable en la entraña inmolada del cordero! ¡Harto del holocausto y las preguntas, de escudriñar su rostro en las tinieblas, de encarnizados filos sobre el ara y calaveras y exterminios negros! ¡Harto de sus errantes espejismos, y el susurro secreto de ese nombre deslizado en los coágulos del viento! ¡Nadie puede burlarse en mis umbrales ni enajenar mi estirpe aristocrática ni escarnecer la máscara amarilla donde acechan los cauces de mis miedos! Sofocaré la voz de los profetas con mis odios tenaces, con mis uñas, con aristas de sangre y dioses ciegos. ¡Aunque llovizne muerte! ¡Aunque el aullido cabalgue eternamente sobre el légamo! ¡No habrá palacio, casa o madriguera capaz de detener este delirio de mi espada girando, huracanada, entre el racimo de los brotes tiernos! He de decapitar sus esperanzas, sus mitos, sus leyendas, sus pobres sortilegios. Porque, ¡yo soy Herodes!. Soy, ¡el Grande! ¡Mi cólera es hirsuta y carnicera! No existe talismán invulnerable que detenga la furia de este ejército... Por encima de mí sólo está Roma, la voluntad augusta de los Césares. Legiones imperiales me respaldan. Soy... ¡el único Rey de los hebreos! “ Exilio hacia el silencio. Habla Miguel (*) No hay lumbres perfilando los suburbios ni candiles hurgando en el silencio bajo el eclipse azul de las estrellas. No hay nada más que el miedo acurrucado y un gemido impaciente y un cansancio y una madre meciendo la inocencia y un rocío perlado de calostro manando de los senos agrietados donde abreva el asombro, sin horarios, sus siglos de fragantes apetencias. A veces llega un silbo lastimado o el chistido agorero de algún ave desde el refugio de las ramas negras y en las esquinas rotas y en los sueños, el esqueleto duro de la noche repliega su enlutada transparencia. Un lejano reptar, como de sombras, como de oscuras larvas nauseabundas o susurros furtivos en las piedras, avanza en la memoria, en las raíces, en muñones de insomnios despiadados, y en racimos de venas harapientas para llegar, cuando despierte el día, con sus zarpas de muerte, encarnizadas en vísceras goteantes y sospechas; con estambres de aullidos miserables latiendo entre los fétidos colmillos de las fauces altivas y sangrientas a reconstruir su reino carcomido sobre el combate inútil, sobre el odio, sobre cunas de agónicas ausencias. Se ha tornado forzosa la distancia. Antes que salgan soles torrenciales, antes que el alba erice sus fronteras, antes que el fuego vertical y agreste cabalgue el horizonte sudoroso en el lomo caliente de sus yeguas; antes que los anónimos pastores deshilachen mujeres y rediles buscando la extensión de los arbustos en los muñones de caderas yermas; antes que los cuchillos invasores... y el terror insepulto... y las tinieblas... Huir en la madrugada, hacia el olvido, por la hermética piel de las arenas. (*) Licencia poética en la elección del nombre de San Miguel Arcángel por ser el conductor de las milicias celestiales. La margen del Jordán. Habla Juan Por las fisuras de ánforas rituales las arenas, sinuosas, se deslizan. Entrelazados pétalos de aceite deshabitan cristales y clepsidras y un naufragio de soles agobiados ha hincado su estilete en los cuadrantes erizando agonías de ceniza. El mundo es un silencio inacabable, un insomnio al acecho, impulsos hondos, una espera secreta y encendida. Sólo esta voz, de viento huracanado, emigra hacia los huecos del aullido y el látigo feroz de mis reproches amedrenta los ídolos de arcilla. Sólo esta voz: sonámbula, implacable, de fuego errante y cólera infinita, escarba en las raíces del relámpago con cielos penitentes, con aristas. Un Hombre ha echado a andar desde el levante, desde los pliegues de hondas lejanías; desde esa soledad donde el destierro va maniatando esporas amarillas. Un Hombre ha echado a andar sus propias huellas; Alguien... con mansedumbre de racimos, con humildad de pan, hierba o plegaria, con pausada paciencia de llovizna. Cuando el cauce del río lo contenga y la substancia pura del rocío acaricie su frente, cante y ruede por el tierno perfil de su mejilla, cuando el velo haya roto sus anillos y todo insecto, al fin, haya entendido y el vuelo de la sombra haya trazado un escorzo de luz sobre su vida, cuando en el nombre de Su mismo Nombre establezca la piedra su doctrina... ¡ya podrán los morenos horizontes desatar fantasmales danzarinas! ¡ya podrán empuñar, todas las zarzas, la longitud mayor de sus espinas! Que nada habrá capaz de detenerlo. Porque estaba tallado en las estrellas, porque cada palabra estaba escrita. Porque vendrán las redes y los hombres, la tristeza de cálices amargos y una sed insondable... sin orillas. Porque, en la ausencia azul de su ternura, se escindirá en mitades demudadas el corazón atónito del tiempo con eclipses de lunas malheridas. Los soles sin compuertas. Habla Lucifer Allá, donde la arena se hace olvido y el cielo avanza hasta tocar las peñas; donde los infinitos se confunden en planicies de hechizos transparentes; donde la ciega impunidad del fuego derrama, gota a gota, su descaro, aniquila las sombras a mansalva y ejerce una rabiosa alevosía desde el follaje espeso de las fiebres; hay delirios desnudos, poderosos, arrastrando quebrantos que sisean como furtivas lenguas de serpientes. Allá, donde el ocaso se hace escarcha y modela sus lunas la ceniza. Donde la tierra muda geografías persiguiendo las luces del poniente. Donde todo el silencio engendra noche y susurros y túneles de miedo; el hambre ha desatado sus jinetes. Negras hordas de pálidos guerreros que galopan frenéticos, nerviosos, encabritando ijares sudorosos a espaldas de sus potras malolientes, violentando el paisaje devastado con duros cascos de locura y muerte. Allá donde el planeta mutilado ha parido las lúgubres simientes de tanta soledad, tanto acertijo, tantos rastros ardidos de intemperies; el náufrago contorno de Su cuerpo es una arista de hombre, es un esbozo, un mínimo ademán de vida breve. Y sin embargo repudió mi credo, mis promesas, mis altos espejismos, mis puñados de máscaras ausentes. Y sin embargo no temió mi rostro, no eludió mi mirada impenitente; no calló las palabras que Su Padre le grabara en la sangre, desde siempre. Y acaso como un eco, como un sueño, creí escuchar endechas subterráneas, creí ver un reflejo diferente... un delgado retazo de memoria palpitando en los úteros del tiempo y aquel vuelo... magnífico, inasible, degradando al linaje del despojo mis legiones de arcángeles rebeldes. Pero Él... volvió la espalda a mi tiniebla y la huella fugaz de su sandalia comenzó a devanar la lejanía tallando, en la quietud de los desiertos, su destino de lágrimas terrestres. Largas redes descalzas. Habla Andrés La luz lanza sus furias verticales, sus enjambres de astillas sin amarras sobre cubiertas sucias, sobre remos, sobre el velamen de las barcas pobres. Riela en la faz indómita del agua, un cardumen de escamas circulares como duros denarios invasores en el lugar exacto donde el fuego llovizna la impaciencia de sus ascuas entre desnudos pétalos de azogue. En la inmensa quietud de mar y cielo... en la azul soledad, casi inclemente, donde el cansancio es un silencio espeso cincelando el esfuerzo de tendones; donde el gemido hambriento de las redes trae asombros de peces prisioneros escalando, a estribor, muertos ramajes agrietados de cáñamo y sudores... los ojos de Simón beben, de un trago, infinitas distancias insurgentes, vaticinios quemantes, horizontes. Alguien ha pronunciado, desde lejos, como un conjuro o un reclamo antiguo, las sílabas confusas de su nombre... el eco de una voz que nadie escucha, la pereza ancestral de los guijarros multiplicada en espejismos ocres. Y ya no importa, ya no importa nada. Ni peces, ni fatigas, ni mareas, ni los descalzos hilos pescadores. Sin mirarme siquiera, sin decirme... sin cuestionar, sin pronunciar palabra, mi hermano pone proa hacia la orilla en la mañana herida por los soles. Remendando las redes, en su barca, el viejo Zebedeo se detiene. Busca a sus hijos con angustia ardiente pues se ha cumplido el tiempo... y es el tiempo del Reino Prometido, en el principio, al linaje abatido de los hombres. La Voz en la colina. Habla Ruth (*) Como una brecha mínima parida por formas engendradas en las piedras a fuerza de panales o ternura; su voz se expande, fresca, inalcanzable, se sumerge en abismos penitentes, cae a las breñas negras, a la arcilla, desde el cántaro vivo de la lluvia. Su voz de soledades polvorientas, su voz de olivo y miedos desnucados, su voz de altos andamios transparentes construyendo parábolas desnudas. Diciéndonos del Padre, que perdona, de la vara que mide y la plegaria, la puerta estrecha, la memoria justa, del amor duplicando las mejillas y pétalos de sal y extraños frutos y los lirios del campo que no tejen y los vuelos silvestres que no ayunan. Su voz hecha follaje de faroles o milicias de luz o antorcha herida. Su voz, casi dolor, intacta y pura, conjurando a las sombras espinosas, cavando territorios desvelados, quebrando matorrales de tinieblas con el musgo delgado de sus lunas. Su voz de fuego oculto, de misterios, su voz de bayas, hierbas y rocíos, de esperanza apremiante, de obediencia, de desmadradas máscaras en fuga, cicatriza las llagas, rompe el odio, extiende cada pétalo indulgente, trepa por las escalas del silencio hacia rebeldes bóvedas oscuras. Desdibujada en la piedad del día puedo observar la urdimbre de su túnica y la mano morena y los cabellos y su dolor de clavos enmohecidos y la mirada cálida y profunda, cargando con su muerte, establecida en tiempos del castigo, cuando el trueno decapitó el orgullo de los hombres expatriando promesas al naciente y el ángel se detuvo en los portales y comenzó la sed de su liturgia. ----- “Espumas erizadas. Habla Santiago Un horizonte de aguas erizadas, de crestas torrenciales, de bramidos, de látigos hirientes e invisibles agostando ramajes al asombro, flagela los costados de la barca carcomidos por caries obstinadas y fauces perentorias y centurias de delgados caninos sediciosos. El cansancio de andar la Galilea se descuelga por jarcias y rincones, crece junto a las velas abatidas y envuelve esa figura fatigada entre los pliegues mudos del rebozo. Embriagado de miedo, condenado a portar esta duda en las entrañas, ¡cuánto pesa el dolor de su silencio sobre la desventura de mis hombros! ¿He de morir aquí? ¿Será mi muerte una asfixia anudada en los abismos? ¿Rehén de cuáles dedos en el lodo escucharé las letras de mi nombre pronunciadas por ángeles sin rostro? ¿Qué destino final tendrán mis sueños de tradiciones celtas, de caminos, de sones melancólicos, de rías, de ese idioma preñado de campanas en que ninguno me dirá Jacobo? La tempestad se vuelve encarnizada. El aire, con su cólera salvaje, azuza los ijares de la espuma reconociendo signos y demonios. A la luz de un relámpago lo veo... dormido aún contra la incierta popa, ajeno al gran peligro de sentirnos huérfanos de la fe, tan desvalidos como las hojas mustias del otoño. Mi mano se desliza hasta su mano y hay una voz llamándolo: ¡Maestro...! y el trueno nos rodea y la vergüenza nos cuelga de los cuerpos temblorosos. Él se pone de pie junto a la furia... increpa al viento, ordena los oleajes, calma la tempestad enmarañada con el brillo secreto de sus ojos. Antes que llegue hasta mi cobardía la transparencia azul de su reproche, estalla la redoma del presagio en mi cerrado corazón anónimo. ¿Quién eres tú, Señor? ¿Cuál es tu Reino? ¿Dónde habré de aguardarte cuando sea todo mi cuerpo polvo bajo el polvo? “El borde de su manto. Habla Mujer En esta latitud de cielo ardido, de arenas asediando las palmeras, de olivos agobiados, de peñascos hiriendo con espinas aguzadas la sedienta inquietud de las raíces; yo, la proscripta, la mujer cercada por los rojos espectros de la pena, condenada a habitar tantos latidos, a sufrir aluviones sin compuertas, a ocultar los humores miserables en el hueco tenaz de sus matrices; yo, la mujer sin nombre, la que carga su trágico destino de silencio, he venido a escuchar al que los pueblos llaman: el Hombre de la Galilea. Ése que anda imponiéndonos las manos para tornar posible lo imposible. Apenas adivino su contorno capturado por sucias muchedumbres, ahogado entre el follaje pedigüeño de los lamentos rotos y febriles. Viene atento a los rostros, a los labios, a las llagas que corren por las pieles y a las profundas llagas invisibles. Y yo, pobre mujer, vulgar y anónima, no me atrevo a irrumpir en su camino, no me atrevo a exponerme sin pudores a la mirada de sus ojos tristes. ¡Son tantos quienes claman, quienes lloran! Y Él... sólo una promesa, sólo un sueño, sólo un dolor absurdo caminando sus rituales de muerte ineludible. Quizá si yo tocase, a hurtadillas, la tierra donde hollara su sandalia... si ese ademán de pájaro escondido proyectara su sombra en mis perfiles... si la rústica urdimbre de su manto rozara el hambre antiguo de mis dedos... si un eco de energía salvadora tocara el calendario de mis lunas... mi regazo de amarras derrotadas vendimiaría ramos de candiles. Por eso, al fin, ladrona del misterio, levanto la inquietud de mi esperanza y la acerco a la orilla de su túnica hasta sentir la Fuerza, como un soplo, aquietando la sangre en sus orígenes. “ El pan innumerable. Habla Isaías (*) Aquí, en Betsaida, soledad hirsuta embriagada de soles obstinados desciende, lento, por escalas rojas, el solemne misterio del crepúsculo. Aquí, en Betsaida, latitud de olvido, pedregales de ausencias y distancias se desgarran, por zarzas polvorientas, las texturas de días diminutos. Sobre las duras hierbas, devastadas, se ha insolentado el cielo. En los estrictos contornos de una luna sin trincheras se dibuja el insomnio de la noche como dibuja polen extenuado la temblorosa sed de los capullos. Aquí, a mi lado, el cesto que trenzaron las ásperas angustias de mi madre, bosteza su delirio amarillento bajo las verdes hojas, estallantes, en actitud de dádiva o tributo. Heredero absoluto del asombro busco en la muchedumbre congregada el movimiento exhausto de su mano, la túnica silvestre, los cabellos... y ésos, sus ojos de dolor profundo. Sólo la voluntad del Unigénito, sólo una autoridad, sólo un mandato pudo preñar la esencia en la cebada y mitigar el hambre de los pobres hastiados de silencios, de fronteras, de cerrojos alertas, de mendrugos. En la renovación de las sospechas comprendo, de improviso, que los hombres erigirán memoria de las voces y peces infinitos y los panes en la urgencia creciente de sus números. Pero nadie sabrá cuáles han sido las desoladas letras de mi nombre rozando el aura breve de sus huellas en los anales místicos del mundo. Sin embargo, Él me vio, mostró Su rostro, me impuso el signo azul de su ternura y más allá del cesto pasajero, más allá de las redes sensitivas, más allá del prodigio y los anuncios, su amor multiplicó mis esperanzas encendiendo un enjambre de luciérnagas en esas geografías de la sangre donde el latido se ha exiliado, intacto, aguardando la paz de su conjuro. “Senderos sobre el agua. Habla Mateo Nos ordenó embarcar sin su presencia, nos obligó a cruzar el Tiberíades, el mar que se llamó: de Galilea cuando todas las tierras no eran Roma. Nos impuso la barca sin su amparo y marchó a despedirse de los hombres que alimentara el pan multiplicado cuando Betsaida era una arena roja. Y se llevó su soledad, a cuestas, dispuesto a conciliar cada silencio, a encender sus plegarias en las rocas. Nos exigió este riesgo de borrascas, estas riadas de vientos insurrectos, este esbozo de fauces nochecidas jadeando sus penumbras rigurosas. Nos forzó a soportar, sucios de miedo, negros pulsos de furia combatiente. Nos olvidó a la vera del espanto, a merced de senderos quebrantados, de espadas derretidas en las olas. Y, por si fuera poco, el semilunio, borracho de pupilas desnucadas, es sólo un espejismo de ceniza, sólo un círculo breve, clandestino, emboscando las nubes sigilosas que reflejan un humo, como niebla, como un halo inconcluso, como bruma, como señales leves de una sombra deslizando su pálida silueta, su figura espectral, su imagen ciega, junto a la curva amarga de la proa. Alguien hila promesas, gime el otro, reclama, alguno, la atención del Padre; pero Simón lo llama por su nombre... y lo exhorta a llevarlo de la mano por esteras de espumas sin memoria. Recién cuando se hunde, cuando cae bajo el rotundo peso de sus dudas, nos sucede la cálida indulgencia de esa sonrisa, grávida de auroras. Y yo, Mateo, cobrador de impuestos, en mi misión de recaudar palabras, resuelvo perfilar huella tras huella, en las membranas secas de las crónicas. Sentencia de guijarros. Habla Elequías El día aún es indicio, aún es promesa. Sopla una suave brisa desde el este, desde el Getsemaní, desde los montes donde extienden su sombra los olivos. Todavía el guerrero milenario no cavó sus trincheras herrumbradas sobre la longitud de la intemperie ni parió su fatiga la mañana con sudores de muslos fugitivos. La mujer sorprendida en adulterio, condenada a la furia lapidaria, a la impiedad sagrada en que, los justos, restablecen la esencia de los ritos; ha cubierto su rostro magullado entre los negros pliegues del rebozo y una pena salada, inapelable, rueda de su mirada avergonzada hacia el volcán de amores clandestinos. El que llaman Jesús, el Nazareno, sumergido en la hondura del silencio, sólo observa su dedo despacioso bosquejando, en membranas arenosas, la silueta de peces infinitos. Los ecos de sus voces sin orillas derivan en los cauces temporales y sé que, aunque deshojen las centurias inquietudes de eclipses trebolados, lo que hubo que decir, ya ha sido dicho. A la distancia, corvas las espaldas, abatidas las frentes venerables, los ancianos se alejan pensativos. Toda Jerusalén yace en el polvo, pletórica de asombro amordazado, avasallando esperas, predicciones y cortejos marchando hacia el olvido y hay un sollozo, errático y culpable, tendido contra el fondo de la tierra, ignorando el origen de la gracia que salvara su cuerpo del patíbulo. El exento de culpa pudo hacerlo, pudo juzgar, pudo cobrar sentencia, pudo integrar las huestes rigurosas que fundaran la luz del exterminio. Ahora, pecador y vulnerable, hiere mi palma, como saña rota, la aspereza compacta del guijarro que naufraga a mis pies, que se derrumba y se adelgaza en quebrantados filos. ------------- El manto a mis espaldas. Habla Bartimeo Nunca tuve otro reino que la sombra ni conocí otra fe que mi escudilla agitada ante torpes impaciencias aquí, donde el camino es una pausa; donde el eco de plantas polvorientas cubre, apenas, las voces quejumbrosas, los diálogos anónimos, las risas, los pródigos sonidos de sandalias. Nací extraviado en ciegos laberintos. Nací sobreviviente de intemperies, cautivo en mis misterios perentorios por jaurías de sombra enmarañada. No dominé otro rumbo que mi pena ni mayor transparencia que los trinos enhebrando liturgias, al ocaso ni otro horizonte que estos farallones estableciendo brumas obstinadas. No supe otra virtud que andar la vida disputando, a destajo, con la muerte, los racimos de frágiles minutos, los muñones de sueños en migajas. O acaso herir cortezas ampolladas hasta el hueso final de la memoria, reconociendo, en grietas repetidas, la identidad secreta de las tapias. Y aquí, sentado sobre mi vergüenza, donde soporta Jericó el asedio de potentes estambres calcinantes, me sucedió la paz de Su palabra y yo, que nunca vi, vi más que muchos... Y le grité: ¡Señor! ¡Soy Bartimeo! ¡Ten piedad de mis ojos maniatados! ¡Ten piedad de mi barro, que se quiebra bajo la ausencia cruel de la esperanza! Y alcé todo el temblor de mi estatura y me asomé a la orilla del milagro, arrojando, impaciente peregrino, la textura del manto a mis espaldas. Luego, se hizo el fulgor... y algo, en mi mente, supo que era la luz, hecha insolencia, este vital desvelo de fogatas y me quedé, habitante del asombro, verificando sombras y colores... en tanto el día, azul como ninguno, perfilaba su cuerpo... en la distancia. El amor por cayado. Habla Eleazar En esta tierra exhausta; en esta tierra esclava de los cielos inclementes; en esta pausa, al sur de los olvidos, donde la noche es un silencio grávido; los hocicos de bestias cinerarias acechan las distancias, sin confines, con roja furia de incisivos largos y clavan dentelladas dolorosas en los flancos desnudos de las piedras o en la cintura breve del ocaso. Y yo, Eleazar, nacido de pastores, he venido a encontrar, entre el gentío, la perfección del rostro nazareno que habrá de ser rehén de las liturgias desde la antigua urdimbre de un sudario; el rostro del que llaman: el Mesías, el que asomara al tiempo de los hombres por la genealogía del milagro... desde el nombre elegido de José, desde Elí y Eliaquím, desde Judá, desde Natán, surgido de David y la mujer robada a su soldado. Y antes... Noé, Lamec, Henoc, Cainán, Enós, hijo de Set, hijo de Adán (el engendrado en úteros de barro)... Ya he escuchado su voz de arena ardiente, de agua en reposo, de sentencias graves, compartiendo las márgenes del vuelo, alzando el alfabeto de los pájaros. Y yo, Eleazar, custodio de corrales, conductor de pezuñas extendidas hacia las duras breñas amarillas... renuncio a los cuidados del rebaño, abrazo este destino de martirios, de búsqueda, de esperas, de parábolas, tatuando sobre códices sedientos la delgada paciencia de su rastro que me guía a magníficas pasturas con la proa de miel de sus palabras en tanto estalla, en el amor eterno, el vertical emblema de su báculo. Herederos del Reino. Habla Jacob Detrás de las opacas muchedumbres, del torrente de harapos deslucidos, detrás de mutiladas esperanzas ajustando sus pasos ignorados a sepultadas huellas en el tiempo... detrás de tantos símbolos y voces y mujeres gastadas por los siglos y hombres como guijarros en el légamo; en tumulto de risas estridentes los niños ejercíamos a pulso, el perentorio oficio de la vida sin ningún atenuante ni respeto. Huéspedes de liturgias transgresoras, tatuábamos errantes anagramas sobre la esencia leve con que el polvo esfumaba el rubor de los senderos y una alegría fina como el aire, ascendía a las fraguas siderales donde el herrero, ciego de sudores, martilla los estíos corpulentos. Cada tanto, la sombra de un anciano adelgazaba lenguas en eclipse o reclamaba enjambres de silencio. Fue cuando, en un recodo, en la intemperie, el Hijo de David, el que anunciaran los panales de antiguas transparencias junto al cómplice idioma de los fuegos, llamó la insurrección a su regazo, rozó cada mejilla amotinada, las rodillas terrosas, los jirones, la inquieta longitud de los cabellos... He olvidado, entre días apremiantes, las palabras que abrieron los cerrojos, que rasgaron la furia de los sellos... pero recuerdo el rostro, la ternura con que entreabrió los brazos tutelares, apretujó silvestres inocencias y las nombró herederas de Su Reino. El brillo deslumbrante de la magia nimbó el perfil agudo de una mano al descorrer, apenas un instante, el velo primordial de los misterios. Hubo muecas de asombros ordenados, un confuso rumor, toses solemnes y esa vergüenza oscura, de vinagre, trepando a las espaldas del cortejo. Cegadas, como nacen al ocaso las secretas vigilias del rocío, un aroma de lilas bautismales surgió, dulce y sutil, desde su cuerpo. -------- Su llamado en la noche. Habla Lázaro Esta es la soledad. Este silencio que asciende, en llamaradas calcinantes, desde el útero azul de las tinieblas. Atrás quedaron días enredados, las siestas agobiantes, el bullicio, las tapias encaladas, la memoria, los racimos maduros de las vides e insurgentes rituales de promesas. Atrás quedó mi cuerpo, zozobrando en agudos escollos doloridos, en los filos ardientes de las fiebres, entre los arrecifes del delirio, bajo la insurrección de las mareas... allí, donde se engendran los sollozos y no hay ningún afecto que entorpezca ese vagar azul, a la deriva, hacia la orilla en que la muerte acecha. Esta es la soledad. Este silencio que gira en torbellinos anillados entre lejanas ráfagas de arena. Este errar por la sombra, esta vigilia, este exilio sin tiempo que me aferra a viscosas membranas de difuntos detrás de los baluartes de argamasa, de los follajes ásperos, vacíos, donde trenzo la urdimbre de la espera. En este reino horizontal, estricto, mientras deshoja pétalos la carne y se marchita el cauce en las arterias, puedo oler cada gota subterránea horadando la piel de los guijarros con la uniformidad de la paciencia, presentir como ruedan los abismos y ese rastrero empeño solapado que establecen, impávidas, las hierbas... Y escuchar, desde lejos, desde el valle, desde aquella intemperie de los soles, el nombre que nombraba mi apariencia pronunciado en su idioma de desiertos, de infortunios, de lucha, de holocaustos, de esclavitud y alianzas, de profetas... Y sentir que la sangre continúa, que el hedor se diluye en los ungüentos, que la vida se engendra, que hay tendones embriagados de absurdas primaveras... Y estar de pie, en medio de la nada... Y andar cada pisada vacilante hacia el fulgor de hogueras procelosas, hacia la voz amarga de su pena. Ofrendas a Su paso. Habla Judá Jerusalén blanquea sus murallas. Se aproximan los tiempos del cordero y mi pueblo, agredido y obstinado, construye las costumbres de los padres. Esas costumbres siempre rescatadas a través de los siglos, de la hambruna, de esclavitudes secas, de destierros temblando entre vorágines de sangre. Yo, Judá, de la tribu de Israel, heredero de reyes y pastores... estoy aquí, sentado sobre piedras, observando los rostros agolpados bajo ciegas cenizas celebrantes. El ardor desatado de los soles abofetea las sienes, encandila, se enreda en la orfandad de los cabellos, trepa por el agobio de los árboles. El gentío se inquieta, se perturba entre el polvo tenaz que se desliza al ras de la maleza miserable. Alguien dice Su Nombre. Alguien eleva los brazos en señal de bienvenida. Embriagados de júbilo, insurrectos, ebrios de fe impune y desmadrada, otros olivan sombra a los follajes... agitan en el aire las hojuelas, las texturas, los gestos, las plegarias, los racimos de esperas insulares. Todos gritan su gloria, los hosannas inauguran la sed de su presencia y me pongo de pie, por conocerlo, por ver al que proclaman: el Mesías, el Hijo de Jehová, el Rey de Reyes, el que disputa, inerme, con la muerte, venciendo sus siniestras soledades. Así lo testimonian a su paso, la viuda de Naim, el mismo Jairo y Lázaro, en Betania, cuatro días rehén entre jirones de tinieblas y esencias de secretos siderales. Pero... no es más que un hombre sobre un asno y delirio de voces que no cesan y cortejo de histerias caminantes y esa cierta tristeza, que me mira desde un silencio pleno, inexcrutable, dejándome indefenso, desvalido, extraviado en borrascas de sospecha sin señales, ni magias, ni rituales. ----- Los látigos furiosos. Habla Natán La ofendida piedad de la sandalia empuja los tablones, precipita con su ronca vergüenza despeñada el recluso aletear de las palomas hacia la mansa cáscara de arcilla que observa, sorprendida y temerosa, toda su intolerante rebeldía. No acepta mercaderes en el Templo porque en esa morada indispensable, en esa transparente geografía, el Padre ha estipulado la liturgia, el diálogo nacido en las entrañas de vertientes lejanas y bravías, entre Jehová, "el que es", el de la Alianza y un pueblo pastoral, al que legara, latitudes de Tierra Prometida... Y el dinero no importa. Y las ofertas quiebran recogimientos escondidos, sofocan el temblor de las plegarias con voces de insistencias infinitas. Él pronuncia palabras derribadas, palabras como látigos, palabras que golpean, que azotan, que flagelan nuestras torpes conciencias malheridas. Desde la esclavitud de la soberbia, los sumos sacerdotes se marchitan y ocultan soledades malolientes, cadáveres de hambrientas predicciones, fragmentos de indulgencias mercenarias detrás de mascarillas de ceniza. Enlutados ejércitos de olvidos extinguieron la hoguera, en los zarzales, les saquearon las claves amarillas del idioma de Dios sobre la tierra y la nube posada en la colina... Ya no cae maná desde los cielos, alguien ha silenciado a los profetas y... sin la alta columna de su fuego, el mundo es un volcán decapitado, un follaje de lava en agonía. Trepa un dolor extraño hacia la bóveda girando ante mis ojos aterrados... y mientras unos gimen su infortunio y ruegan por clemencia o desafían, yo caigo de rodillas. Indefenso, descorro los pestillos de las jaulas, libero las ofrendas destinadas que escapan por los pórticos abiertos hacia el espacio hostil del mediodía. Como serpientes ciegas. HablaGamaliel Ése, que algunos llaman Nazareno... Aquél de Galilea, el que se dice: linaje intransferible de David y la mujer de Hurías, que encendiera con esperma de lunas implacables la hechizada pared de sus matrices; pasa a mi lado, la mirada dura ignorando mi rostro fariseo, hablando de la ley, de los escribas, de tanta hipocresía insostenible. Su voz expulsa las doradas voces encapsuladas en las filacterias donde algunos doctores o maestros o peritos en verbos substanciales guardan la vanidad de sus epígrafes y salmodian sus lentos balbuceos por apremiar laureles accesorios y racimos de elogios cotidianos para la fatuidad de sus perfiles. No hay diáfanas texturas para sabios, son solamente ornados atavíos posados sobre abyectos pedestales que carcomen mil grietas invisibles. Y es preciso calzarse los sayales más modestos, humildes, olvidados, inhabitar falaces arrecifes, renunciar a notorios privilegios, reputación, saludos, alabanzas, hojas triunfales en la frente insigne. No es el largo apropiado de los flecos quien determina el crecimiento pleno. Por eso es que hormiguean los engaños, consejeros apócrifos, cinismos, demagogias trazadas a medida de tanta falsedad irrepetible. Él no sabe de zarpas en la noche acechando las cepas de geranios, de enemigos con sangre de reptiles. No sabe que a su espalda, la arrogancia suscribe, entre las sombras absolutas, alianzas de monedas impasibles, que huelen a malicia los relojes y a miedo las centurias de colmillos y no hay rituales mágicos, ni jueces que intenten absolver su cuerpo enjuto de una condena de hondas cicatrices. ---- La esencia de la hogaza. Habla Lucas Ha principiado el tiempo de la Pascua, el tiempo de los pactos, del cordero, de panes sin sabor ni levadura, de avivar el recuerdo de los hombres... de recorrer perpetuos calendarios junto a aquel pueblo de hábitos antiguos y su éxodo de arenas errabundas hacia la eterna sed del horizonte. El Maestro ha lavado, de rodillas, polvorientas señales que invadieron sucias membranas de fatigas nómades; ha compartido, con palabras simples, el cáliz de su vino misterioso; ha trozado la esencia de la hogaza y ahora yace, acodado entre almohadones; extraviado en su mundo indescifrable, su idioma de parábolas extrañas, esperas largas y silencios cómplices. Lo he visto estremecerse, Debatirse entre el Soplo Divino que lo habita y el temblor de su carne lacerada por promesas de látigos, espinas, un calvario de cruces erizadas y manantiales de dolor salobre. Ha hablado del amor, de la esperanza, de la mano desleal sobre su mesa asumiendo mezquinas ambiciones, que come de su plato, que lo escucha y que habrá de entregarlo, en sacrificio, al odio de los sumos sacerdotes. El rastrero fantasma de la intriga se desliza, en secreto, hacia los zócalos, se hunde entre las grietas encaladas, se agazapa por trágicos rincones. Y Juan, al que más ama, preguntando, exigiendo perfiles de algún nombre y el susurro enlutado que señala y una intención secreta y un reproche y el bocado amistoso que le ofrenda a ese absurdo destino impenitente al que llamamos... Judas Iscariote. Es un instante mágico, una brecha donde se funde su mirada mansa con la negra agonía de otros ojos fecundando satánicas traiciones. Y la orden impartida sin palabras porque así estaba escrito en palimpsestos, tallado en cada piedra, dibujado en las ajadas páginas de códices. Pues nunca fue posible una mudanza, una azul contricción, un cambio insomne. Siempre existió esa espalda condenada y un puñado de siclos miserables aguardando en el fondo de la noche. Cálices de vinagre. Habla Juan El ocaso establece los olivos con sencillos contornos de silencio, con despojos de inéditas penumbras. Llovizna una tristeza minuciosa. Filamentos de torpes telarañas capturan las plegarias, nos envuelven con sus viscosas hebras diminutas. Altas constelaciones de rocío desgarran, casi lámparas dementes, telares de la sombra, en la espesura. Los troncos enlutados, retorcidos, pueblan Getsemaní de verdes ramas y redes de vitales nervaduras. Ya no escucho los salmos, a lo lejos. En la tarde, Santiago se adormece. Mi hermano ha sucumbido a la fatiga y sueña, arrebujado en los temores y en los pliegues raídos de su túnica. Más cercano que el tiro de una piedra; Jesús apoya el rostro demudado sobre ceniza, pálida y litúrgica; suplicándole al Padre lo libere de cálices saciados de amargura, látigos inclementes, intemperies, dríadas de sonámbulas conjuras. Desde el sitial del odio, los ancianos alumbran el perfil de sus navajas en siniestros oráculos de luna y precipita zarpas, espolones transitando sus cóleras, precisas como sendas de muerte... la tortura. Simón resigna todos los desvelos, se extravía en destruidos laberintos donde no existe el tiempo ni el cansancio ni los mudos espectros de la angustia. De bruces en el polvo, abandonado, rodeado por la luz agonizante, (esa luz de estertores amarillos muriendo a dentelladas, desplomándose en tinajas solemnes y nocturnas) descienden, de su frente atormentada, espesas gotas de un sudor sangriento, mientras se oye el sigilo de la furia. Un aullido de zarzas fatigadas trenza largas condenas espinosas hacia el círculo oculto en madrigueras o en regiones de trágicas injurias. Y ésa, Su voz surgiendo de la nada, reprochando lo débil de la carne, esta fragilidad de la custodia... cuando el Hijo del Hombre, el Elegido, con su mansa inocencia mutilada se entregará al martirio, que lo acecha entre rojos muñones de locura. Febriles, las miradas soñolientas enceguecen con trágicos destellos que emanan -manantiales solitarios- del designio trazado en las fogatas cuando el hombre era, apenas un pecado, un reflejo de azogue en la espesura. El beso establecido. Habla Judas Más allá del Cedrón, donde la noche se enreda en el follaje de olivares que engendran los plantíos escabrosos. Allí, en Getsemaní, donde Su idioma enhebra los collares de palabras, imagino ese rostro preocupado, los cabellos de espesas lasitudes curvándose en el hueco de los hombros. Y su corte de harapos desgastados compartiendo plegarias, vaticinios, ajena a la intemperie del asombro. Sin sospechar que soy la profecía, el tiempo, las señales, el secreto, la presencia fatal de su agonía, su martirio de muerte sin cerrojos. El precio de su vida tintinea pérfidas melodías de traiciones en la herética entraña de mi bolso. Treinta siclos de plata. Treinta siclos que han de ceñir con lauros memorables mi nombre intruso, mi linaje anónimo. Treinta siclos de plata... Buen dinero a cambio de ese gesto establecido en mis sellados pactos con los odios. Treinta siclos de plata. Treinta siclos en trueque por racimos de promesas, por manojos de esperas imposibles, por sus reinos utópicos, ambiguos, por su enjambre de sueños mentirosos. ¡Yo soy la profecía! Yo soy... Judas. Antorchas de Caifás por el sendero iluminan mis pasos silenciosos y los guardias del Templo y las espadas y una turba de envidias me acompañan para observar mi avieso testimonio. Apenas piso el suelo de la huerta lo veo, reprochando en la penumbra, esa frágil vigilia de los otros. Su mirada se encuentra con la mía y al fin, comprendo... ¡siempre me ha esperado! Un ruido de armaduras impacientes me recuerda el convenio minucioso y me acerco despacio y lo saludo rozando su mejilla con mis labios... pero no puedo sostener sus ojos. Es Él quien da comienzo a los rituales. ¿Con un beso entregas a tu Dios? -pregunta su inocencia resignada-. Lejos, ciegos oráculos de estrellas indagan los destinos tutelares en las sangrantes vísceras del Cosmos. Un gallo en la distancia. Habla Pedro Él me dijo, cargado de senderos, mientras la tarde casi deliraba desgarrando con zarpas impiadosas horizontalidades inasibles. Él me dijo: -Simón, ya llega el tiempo y Satanás habrá de encarnizarse como si fuera un vendaval de niebla, agitando trigales indefensos hasta la obstinación de las raíces-. Él me dijo: -Simón, cuando las lunas erijan tribunales amarillos y asambleas de espinas enredadas esbocen sus punzantes cicatrices, rodará mi cayado entre las sombras y el rebaño, disperso y sin destino, se extraviará en guaridas infranqueables, reiniciará los éxodos sutiles-. Le prometí no repudiar su nombre, no ceder el legado de parábolas, no desertar, jamás, de sus perfiles. Él me dijo: -Simón, antes que el día despliegue los velámenes del trino y encienda los ramajes hechizados en la densa quietud de sus añiles; antes que funden los suspiros roncos sus delgados cuadrantes de martirio, renegarás de mí, de mis palabras, de mi Nombre, engendrando en las estrellas, la génesis azul de las estirpes-. Y ahora, aquí, sentado junto al fuego, en casa de Caifás, el sacerdote, testimoniando las injurias huecas, embriagado de pánicos febriles, escucho la sospecha de los siervos, maliciosa, tenaz, inquisidora... y una voz de infamante apostasía estalla en esqueletos de mordazas, silenciando el secreto irrepetible. De pronto, es ese gallo, a la distancia, alumbrando desiertas madrugadas, piqueteando los trágicos candiles. Un gallo a la distancia, inalcanzable. Y el llanto es un torrente desbordado, el caudal de mi pena sin riberas recorriendo siniestros callejones, impetuoso, confuso, enmarañado como brizna de hierba en las planicies. Su sangre entre mis dedos. Habla Pilato ¿Qué haré con el que llaman: el Mesías? Una lluvia de gritos tempestuosos, amparada en oráculos desnudos, azota, con sus cóleras oblicuas, la talla intolerante de los códigos con que Roma domina, a pura espada, la silenciosa hostilidad del mundo. Afuera ruge el odio, enardecido, como un monstruo de múltiples cabezas desgarrando las tapias del pretorio con sus uñas de celos asesinos, reclamando la cruz para este justo. ¿Qué haré con su inocencia delicada cubierta por un manto de vejámenes? No puedo consentir que envidias sordas me impongan, con sus máscaras hipócritas, las abyectas labores del verdugo. ¿Qué haré con sus amargas sumisiones sentadas en la margen del Calvario? Hay fragmentos de muertes en los sueños y misterios de sombra amotinada deslizando presagios en los muros. ¿Qué haré con su ternura escarnecida aguardando los tiempos del eclipse? No quiero tolerar este homicidio, no quiero que las gárgolas salvajes me envuelvan en rencores macilentos o en ardides dialécticos y astutos. Que yo, gobernador de la Judea deba favorecer sus ambiciones, sus violencias sin treguas ni cerrojos, sus bramidos de truenos absolutos. ¿Qué haré con su honradez impenitente olvidada en rincones deshilados? ¡Reniego de su pena en mi conciencia!, por eso ofrezco, al grueso de la turba, la gracia acostumbrada del indulto... Y el sustantivo, aullado hasta el delirio por huecos de rencores malolientes es una bofetada, una blasfemia, los harapos finales de un anuncio. ¡Exijo la jofaina! Que el esclavo vierta el agua descalza entre mis manos. Que la sentencia embista contra aquellos que ignoraron la fuerza del conjuro. Aquellos, extraviados en soberbias, aceptando cargar con este crimen sobre su nombre y el de sus estirpes hasta el postrer gemido de su pulso. Siento los ojos, fijos en la espalda. Un sudor frío brota de mi frente. Y, a pesar del lavado minucioso, hay estigmas, hay huellas, suciedades, manantiales de légamo sangrante en las ásperas pieles de mis puños. Preguntas sin respuestas. Habla Barrabás Alguien grita mi nombre. Alguien pronuncia el eco de sus ráfagas redondas y horada el hemisferio del silencio con estiletes de agudez insana, hasta esta soledad de las mazmorras. Es un coro de voces infamantes, un vendaval de ortigas uniformes, llamaradas de sílabas monótonas que entran, a saco, por los ventanucos y amarran la figura de mis miedos, mi espera encarnizada, mis preguntas, mis ampollas de médulas furiosas. ¡Salvado de la muerte! ¿Por qué causa? ¿Qué dementes centurias arbitrarias me harán salir indemne de las culpas? ¿Quién será Aquél que entregará su vida a cambio de mi sangre irrespetuosa? ¿Quién es ese Hombre, envuelto con un manto, habitando escolleras de tristeza que sostiene, entre párpados insomnes, su nocturna mirada de paloma? ¿Quién es? ¿Qué mal ha hecho? ¿Por qué causa ha de ser elevado hasta el martirio desde la encrucijada arquitectura que eriza las penumbras, sobre el Gólgota? ¿Cuál ha sido su crimen? ¿Cuál su culpa para entregarlo al odio del verdugo, al látigo impiadoso, a las espinas, a clavos oxidados entre sombras? ¡Estoy exento, al fin, de mi condena! Ya no pesa a mi espalda el homicidio; ni mis iras, rebeldes y violentas, contra la altiva majestad de Roma. Siento toda la holgura del relámpago precipitando sus furores férreos sobre las catedrales pedregosas; como espadas de filos diagonales seccionando olivares y palmeras, mutilando cegadas mariposas. Pero, a pesar de todo, ¡cuánto duele toda esta inmunidad que me destierra a tenaces delirios de deshonra! y esa fugaz ternura, inalcanzable, detenida en el tiempo sin cuadrantes de su locura huérfana y anónima. ¡Escupo mi desprecio a los romanos! ¡Soy Barrabás, brutal y sanguinario! ¡Soy el postrer peldaño de lo abyecto y reniego de gracias generosas! ¡Soy Barrabás! -repito ante los guardias-. ¡Les enseño mis manos inclementes, rujo como los tigres hostigados, despeño carcajadas poderosas...! Sin embargo, al correrse los cerrojos tras esta libertad condescendiente, siento escapar, por mi mejilla ardida, la huella de una lágrima sinuosa. ¿Qué haré con este nuevo calendario? ¿Cuál será el porvenir al que me expongo? ¿Cómo expulsar sus ojos invasores del territorio azul de mi memoria? Coronación de espinas. Habla Demetrio Fue tropezando, con los pies descalzos, contra abruptos guijarros peregrinos. Toda la multitud vociferaba, saciado su apetito de venganza y Barrabás se hundía, sin remedio, entre las madrigueras del olvido. Ni Pilatos, Procurador Romano en toda esta región de insurrecciones: farsante, irreverente, despectivo; pudo vencer, con ágiles palabras, la sombría aquiescencia miserable que ancianos, sacerdotes y traidores gestaron en acuerdos clandestinos. Su propia gente despreció el linaje que heredó de David, pastor-poeta, al nacer en mitad de los hechizos, en un tiempo de censos minuciosos al que niegan memoria los que temen se repitan las magias y los ritos. Poncio lavó sus manos ante el pueblo intentando evadirse de la culpa como si no albergara, en su conciencia, huellas de sacrilegios infinitos. A empellones, con furias impacientes, impulsamos su cuerpo hacia el pretorio, le quitamos sus pobres vestiduras y amarramos sus manos indefensas al solemne pilar de los suplicios. Después de flagelar las epidermis, después que el cuero abrió sus cicatrices, lo arrebujamos en un manto púrpura, lo entregamos a yermos de delirio. Él, ni siquiera me miró a los ojos cuando puse en su diestra aquella caña, como cetro del Reino Prometido. Alguien trenzó, con zarzas, la corona. Alguien clavó en su frente las espinas. Encarnizados en poder impune, hincamos el agravio, en reverencia, ante la amarga sed de sus gemidos. En el tiempo en que sangres obedientes esbozaban estrías en su rostro, lo insultamos, lo odiamos, lo escupimos. Recién cuando el torrente de crueldades agotó las soeces carcajadas y se entregó al silencio del hastío lo vestimos, de nuevo, con su sayo, cargamos sus aristas de agonía con el peso ofensivo del cadalso y arrojamos, por vías dolorosas, al harapiento Rey de los Judíos... -------------- Camino hacia el Calvario. Habla Simón Tropezaba y caía. ¡Era tan frágil! ¡Tan solitario y duro su camino aturdido por súplicas letárgicas! Yo regresaba de labrar la tierra. Mis músculos tensaban su fatiga y apoyaba en el hueco de los hombros los utensilios que cargara al alba. Me detuve a observar al Nazareno; enmarañada de sudor y espinas su oscura cabellera condenada. Un cónclave de miedos lo seguía; huecos de cobardía, miserables, rasgándose sayales penitentes con astillas de manos enlutadas. Entonces, con la voz de su agonía, mientras los soles maniataban ecos, Él anunció los tiempos del castigo... Cuando serán felices las estériles, los senos que jamás amamantaron y el útero que no hubo retenido filamentos de sangres exiliadas. El centurión me dijo: ¡Cireneo! ¡Exime de su espalda ese patíbulo donde, centurias de odios mutilados saquearán, al hebreo, su esperanza! Dejé mis herramientas sobre el polvo... Rehén de inesperados huracanes sentí como me hundía, lentamente, en su mirada desvalida y trágica. Luego anduve las piedras, el camino, la exacta longitud de su cansancio, sintiéndome una hoja en el otoño, perfiles de penumbra inevitable sosteniendo su cruz hasta aquel sitio que el cráneo establecía en la distancia. Allí lo abandoné... Arrojé al suelo, abominable y yermo cual ninguno, el destino final de las estacas. Pensé en mis hijos, Rufo y Alejandro; en el hogar, en el mantel tendido, en la redonda espera de la hogaza... Pensé en la vida que aguardaba abajo, en los leños marchitos y el tejado, en mi mujer zurciendo con sus manos la gloria de su fe deshilachada... Y eché a correr sobre mis pies de greda, sin volverme a mirar el sacrificio que comenzaba a arder, a mis espaldas. Lama Sabactani. Habla Rufo (*) Yo, Cayo Rufo, centurión de Roma, los miraba gozar con su condena, con su dolor, trepando en espirales por los mudos silencios de la pena. Los escribas, los sumos sacerdotes, los ladrones purgando su sentencia... hasta mis propios hombres, camaradas de desfiles triunfales, de batallas y de vino aguzado en las tabernas... se mofaban, alegres, de sus sueños, sorteaban sus andrajos miserables como turba de viejas pordioseras. Cerca de la quietud del mediodía, cuando ocupaba un sol enrarecido la exacta latitud de sus hogueras... se descolgaron furias invasoras y una noche de ilícitas penumbras comenzó a derribar la luz del día con hachazos de equívocas demencias. Hacia la hora tercera de la tarde, su ronca voz de torpes estertores me pidió que saciara con vinagre la agonía final de su inocencia. Después, cuando ya todo fue cumplido, interrogó a las secas intemperies, clamó los corolarios de la ausencia... En estambres de grávidos relámpagos estallaron los úteros del trueno, alumbrando una cólera soberbia. Entonces... expiró. ¡Rugió el abismo! ¡Rasgáronse en fracciones verticales los velos de rituales transparencias! ¡Se abrieron los sepulcros nauseabundos, temblaron las arterias subterráneas, se agrietaron cortezas en las piedras! La multitud corrió... ladera abajo, golpeándose los pechos mentirosos con puños de aprensiones descubiertas. La guardia abandonó sus posiciones y aquí, de pie,mirando hacia el madero, definitivamente solitaria, esculpida en peñascos de tristeza; se eterniza el perfil de mi figura como la sombra herida de otra sombra, sacrílega, culpable e indefensa. En la orilla del viento. Habla María Ya no puedo parirte nuevamente... Tengo toda tu muerte en mi regazo y la inocencia herida de tus sienes yaciendo... en el ritual de mi ternura. Pero puedo mecerte, como antaño, cuando enjambres de ráfagas azules desceñían la paz de tus caricias, cuando mis manos de ágiles vaivenes tejían, con vilanos encendidos, las pastorales tramas de tus túnicas. Pero puedo tener entre mis brazos, no al Cristo... no al Profeta... no al Mesías... sino esta palidez de tu silencio capturado en las redes de los sueños, como en esas fragancias madereras con que José, te construyó la cuna. En la orilla del viento, con tu sombra esbozando ese cuerpo fatigado sobre espinas de penas absolutas... porque, no en vano el eco de mi sangre retuvo en sus esferas solitarias el dulce cautiverio de tus lunas. En la orilla del viento, sin respuestas, paladeando un brebaje acidulado mientras otras mujeres sollozantes salmodian sus dramáticas liturgias. En la orilla del viento, abandonada, reclamando una tregua a los enigmas para cubrir tu pecho mancillado por navajas de sórdidas injurias. Pero puedo tener, junto a mi rostro, tus frágiles mejillas, tus cabellos derramando sus últimas penumbras. Porque ya nada existe sin tu vida: exhausta, macilenta y derribada en la ardiente crueldad de las torturas. ¿Por qué, entonces, me fuiste prometido por las voces del ángel, al crepúsculo siendo, apenas, un cáliz de azucena sediento de lloviznas invisibles que colmaran mi entraña taciturna? ¿Por qué elegirme a mí? ¿Por qué mi vientre? ¿Por qué no te engendraron los volcanes en la lava apremiante de su furia? ¿Por qué fue una mujer? ¿Por qué la arcilla hubo de recibir la gracia plena para tensar Tu Nombre en su cintura? ¿Pensaste alguna vez que, en esta hora saciarías mi espacio de miserias? ¿Que un dolor excesivo, ilimitado, me entregaría a huérfanos naufragios, a ciegas escolleras de locura? Ya no puedo parirte... Ya no puedo... Soy sólo esta mujer encadenada a su tristeza anónima y aguda... El Sepulcro vacío. Habla Magdalena Era el día tercero. En la penumbra, yo, la mujer de todos, la incitante, la que amarraba luna a los umbrales, la que acechaban índices furtivos y acosaban hipócritas estigmas... Yo, la impura, María de Magdala, repudiada, ofensiva, impenitente, la que ofrecía, a cambio de monedas, enjambres de caricias prostituidas... la que trepó al olor de su ternura por las hostiles márgenes del cieno, la que obtuvo la gracia del indulto, la que amó sus palabras infinitas... y persiguió los signos de sus huellas por peñascos y pueblos y desiertos, con toda la esperanza en rebeldía. Yo, la ramera, la mujer prohibida, la plañidera loca y enlutada extendida, de bruces, en el Gólgota, para no ver su rostro demudado ni el estertor final de su agonía... desperté en la memoria de su ausencia mientras andaba el alba, a borbotones, derramando su luz en olivares de trágicas cortezas sorprendidas. Era el día tercero. En el crepúsculo, el sol aún esbozaba sus fogatas rasgando horizontales perspectivas cuando orienté mi pena hacia la huerta donde, según costumbres ancestrales, untaría con óleos aromáticos sus fragmentos de muertes amarillas. La guardia pretoriana, majestuosa, habitaba un insomnio derrotado por dédalos de oscuras pesadillas. Junto a los sellos rotos, el silencio multiplicaba un eco abovedado entre aquellas paredes del sepulcro resquebrajadas, húmedas, vacías... que ofreciera José, el de Arimatea, para guardar sus pálidos despojos envueltos en sudarios de ceniza. De improviso, dorados los cabellos, deslumbrantes las blancas vestiduras, el ángel desgranó la transparencia, se acercó al regocijo de mi asombro y me dijo: -Mujer de Galilea, ¿Por qué, en la muerte, buscas a la Vida?-. Era el día tercero. Sobre el polvo, un cúmulo de vendas humilladas testimoniaba el tiempo de la espera para aquellos que engendran las vigilias. Evangelio según San Juan) "Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá".

sábado, 5 de mayo de 2012

FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO .SILVIA FREIRE PRESENTA SU NUEVO LIBRO POR RITA AMODEI

HUBIERAN SIDO 36 AÑOS ** POR RITA AMODEI

HUBIERAN SIDO 36 AÑOS DE MATRIMONIO SI HACE MENOS DE DOS AÑOS NESTOR NO HUBIERA PARTIRDO DE LA VIDA DE CRISTINA Y DE SUS HIJOS Y SUS AMIGOS COMO UN RAYO VULNERADO . CUANDO LOS SENTIMIENTOS , LOS AFECTOS SIGUEN VIVOS PORQUE FUERON VERACES Y ENTRAÑABLES AUNQUE EN APARIENCIA LA LUZ FUERA VULNERADA POR LAS SOMBRAS , " EL RAYO QUE CESA " . QUIERO DEDICAR ESTA POESIA A CRISTINA KIRCHNER , PRESIDENTE ARGENTINA Y ESCENCIALMENTE MUJER , ESPOSA Y MADRE , CARGOS Y FUNCIONES NO PERECEDERAS . ASI ESTE BLOG HOMENAJEA A ESTE MATRIMONIO QUE SEGUIRA UNIDO PARA SIEMPRE PORQUE SON " DOS LAZOS DE AMOR DE UN MISMO CUERPO " . CON NESTOR Y CON CRISITNA EN ESTE ANINERSARIO . Elegía (En Orihuela, su pueblo y el mío se ha quedado novia por casar la panadera de pan más trabajado y fino, que le han muerto la pareja del ya imposible esposo). Tengo ya el alma ronca y tengo ronco el gemido de música traidora… arrímate a llorar conmigo a un tronco: Retírate conmigo al campo y llora a la sangrienta sombra de un granado desgarrado de amor como tú ahora. Caen desde un cielo gris desconsolado, caen ángeles cernidos para el trigo sobre el invierno gris desocupado. Arrímate, retírate conmigo: Vamos a celebrar nuestros dolores junto al árbol del campo que te digo. Panadera de espigas y de flores, panadera lilial de piel de era, panadera de panes y de amores. No tienes ya en el mundo quién te quiera, y ya tus desventuras y las mías no tienen compañera, compañera. Tórtola compañera de sus días, que le dabas tus dedos cereales y en su voz tu silencio entretenías. Buscando abejas va por los panales el silencio que ha muerto de repente en su lengua de abejas torrenciales. No espero ver tu párpado caliente ni tu cara dulcísima y morena bajo los dos solsticios de tu frente. El moribundo rostro de tu pena se hiela y desendulza grado a grado sin su labor de sol y de colmena. Como una buena fiebre iba a tu lado, como un rayo dispuesto a ser herida, como un lirio de olor precipitado. Y sólo queda ya de tanta vida un cadáver de cera desmayada y un silencio de abeja detenida. ¿Dónde tienes en esto la mirada si no es descarriada por el suelo, si no es por la mejilla trastornada? Novia sin novio, novia sin consuelo, te advierto entre barrancos y huracanes tan extensa y tan sola como el cielo. Corazón de relámpagos y afanes, paginaba los libros de tus rosas,' pacentaba el hato de tus panes. Ibas a ser la flor de las esposas, y a pasos de relámpago tu esposo se te va de las manos harinosas. Échale, harina, un toro clamoroso negro hasta cierto punto a tu menudo vellón de lana blanco y silencioso. A echar copos de harina yo te ayudo y a sufrir por lo bajo, compañera, viudad de cuerpo y de alma yo viudo. La inaplacable muerte nos espera como un agua incesante y malparida a la vuelta de cada vidriera. ¡Cuántos amargos tragos es la vida! Bebió él la muerte y tú la saboreas y yo no saboreo otra bebida. Retírate conmigo hasta que veas con nuestro llanto dar las piedras grama, abandonando el pan que pastoreas. Levántate: te esperan tus zapatos junto a los suyos muertos en tu cama, y la lluviosa pena en sus retratos desde cuyos presidios te reclama.