viernes, 7 de septiembre de 2012
MARGUERITE YOURCENAR " OPUS NIGRO " RECOPILO RITA AMODEI
Título: Opus nigrum
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MARGUERITE YOURCENAR
Opus nigrum
Traducción de Emma Calatayud
Primera parte
La vida errante
«Nec certam sedem, nec propriam faciem, nec munus
ullum peculiare tibi dedimus, o Adam, ut quam sedem,
quan faciem, quae munera tute optaveris, ea, pro voto, pro
tua sententia, habeas et possideas. Definita ceteris natura
intra praescriptas a nobis leges coerceteur. Tu, nullis angustiis
coercitus, pro tuo arbitrio, in cuius manu te posui, tibi
illam praefinies. Medium te mundi posui, ut circumspiceres
inde commodius quicquid est in mundo. Nec te caelestem
neque terrenum, neque mortalem neque inmortalem
fecimus, ut tui ipsius quasi arbitrarius honorariusque plastes
et fictor, in quam malueris tute formam effingas…».
PICO DE LA MIRÁNDOLA,
Oratio de hominis dignitate
No te he dado ni rostro, ni lugar alguno que sea
propiamente tuyo, ni tampoco ningún don que te sea particular,
¡oh Adán!, con el fin de que tu rostro, tu lugar y
tus dones seas tú quien los desee, los conquiste y de ese
modo los poseas por ti mismo. La Naturaleza encierra a
otras especies dentro de unas leyes por mí establecidas.
Pero tú, a quien nada limita, por tu propio arbitrio, entre
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cuyas manos yo te he entregado, te defines a ti mismo.
Te coloqué en medio del mundo para que pudieras contemplar
mejor lo que el mundo contiene. No te he hecho
ni celeste, ni terrestre, ni mortal, ni inmortal, a fin
de que tú mismo, libremente, a la manera de un buen
pintor o de un hábil escultor, remates tu propia forma.
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El camino real
Henri-Maximilien Ligre proseguía, a pequeñas etapas,
su camino hacia París.
De las contiendas que oponían al Rey y al Emperador,
lo ignoraba todo. Únicamente sabía que la paz, que
databa tan sólo de unos meses, empezaba ya a deshilacharse
como un traje usado durante mucho tiempo. Para
nadie era un secreto que François de Valois seguía
echándole el ojo al Milanesado, como un amante desafortunado
a su hermosa; se sabía de buena tinta que
trabajaba calladamente para equipar y reunir, en las
fronteras del duque de Saboya, un ejército flamante, encargado
de ir a Pavía para recoger sus espuelas perdidas.
Mezclando retazos de Virgilio con las escuetas narraciones
de viajes de su padre el banquero, Henri-Maximilien
imaginaba, más allá de los montes acorazados de hielo,
filas de caballeros que bajaban hacia unas extensas y fértiles
tierras, tan hermosas como un sueño: llanuras rojizas,
fuentes borbotantes en donde beben blancos rebaños,
ciudades cinceladas como arquetas, rebosantes de
oro, de especias y de cuero repujado, ricas como almacenes,
solemnes como iglesias; jardines llenos de estatuas,
salas repletas de valiosos manuscritos; mujeres vestidas
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de seda, amables con el gran capitán; toda clase de refinamientos
en la pitanza y la orgía y encima de unas mesas
de plata maciza, dentro de unos frasquitos de cristal
de Venecia, el aterciopelado brillo de la malvasía.
Unos días antes, había abandonado sin gran disgusto
su casa natal de Brujas y su porvenir de hijo de mercader.
Un sargento cojo, que se alababa de haber servido
en Italia en tiempos de Carlos VIII, le había remedado
una noche sus gloriosas hazañas y descrito a las mozas y
sacos de oro a los que echaba mano al saquear las ciudades.
Henri-Maximilien le había pagado sus fanfarronadas
con un vaso de vino en la taberna. De regreso a casa,
se había dicho que ya era hora de comprobar por sí mismo
lo redondo que es el mundo. El futuro condestable
dudó si se enrolaría en las tropas del Emperador o en las
del Rey de Francia; acabó por jugarse la decisión a cara o
cruz; el Emperador perdió. Una sirvienta propaló sus
preparativos de marcha. Henri-Juste asestó primero
unos cuantos puñetazos al hijo pródigo y luego, calmándose
al contemplar a su hijo menor, que se paseaba por la
alfombra de la sala con su faldón largo, deseó socarronamente
a su hijo mayor que le soplara un buen viento
de popa en compañía de los locos franceses. Un poco de
amor paternal y un mucho de vanagloria, por afán
de probarse a sí mismo cuán grande era su influencia, le
hicieron prometerse que escribiría a su debido tiempo a
su agente en Lyon, Maese Muzot, para que recomendase
a aquel hijo indomable al almirante Chabot de Brion,
quien tenía deudas con la banca Ligre. Por mucho que
Henri-Maximilien pretendiera sacudirse el polvo del
mostrador familiar, no en balde se es hijo de un hombre
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que puede subir o bajar el precio de los productos, y que
concede préstamos a los príncipes. La madre del héroe
en ciernes le llenó la bolsa de vituallas y le dio a escondidas
dinero para el viaje.
Al pasar por Dranoutre, en donde su padre poseía
una casa de campo, persuadió al intendente para que le
dejara cambiar su caballo, que empezaba ya a cojear, por
el más hermoso animal que había en las cuadras del banquero.
Lo vendió en cuanto llegó a Saint-Quentin, en
parte porque aquel magnífico caballo hacía aumentar
como por encanto las cuentas que en la pizarra escribían
los taberneros y en parte porque su lujosa montura le
impedía gozar a su gusto de las alegrías que da el ancho
camino. Para que le durase algo más su peculio, que se le
escurría de entre los dedos más aprisa de lo que hubiera
querido, comía, en compañía de los carreteros, el tocino
rancio y los garbanzos de las más ruines posadas y por las
noches dormía encima de la paja; mas perdía de buen
grado en rondas y en naipes todo lo que había economizado
en el alojamiento. De cuando en cuando, en alguna
que otra granja aislada, una viuda caritativa le ofrecía su
pan y su cama. No se olvidaba de las buenas letras y se
había llenado los bolsillos con unos libritos encuadernados
en piel, tomados como anticipada herencia de la biblioteca
de su tío, el canónigo Bartholommé Campanus,
que coleccionaba libros. A mediodía, tendido en un prado,
se reía a carcajadas de una chanza latina de Marcial o
también, soñador, mientras escupía melancólicamente
en el agua de un estanque, imaginaba a una dama discreta
y prudente a quien él dedicaría su alma y su vida en
unos sonetos al estilo de Petrarca. Se quedaba medio
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dormido; sus zapatos apuntaban al cielo como torres de
iglesia; las matas altas de avena le parecían una compañía
de lansquenetes con blusones verdes; una amapola se
convertía en una hermosa muchacha con la falda arrugada.
En otros momentos, el joven gigante se casaba con la
tierra. Lo despertaba una mosca, o bien el bordón del
campanario de una aldea. Con el gorro caído sobre la
oreja, unas briznas de paja en sus cabellos amarillos y un
rostro largo y anguloso, todo nariz bermejo por efectos
del sol y del agua fría, Henri-Maximilien caminaba alegremente
hacia la gloria.
Bromeaba con los que pasaban por allí y se informaba
de las noticias. Desde la etapa de La Fère, un peregrino
lo precedía por el camino a una distancia de unas
cien toesas. Iba deprisa. Henri-Maximilien, aburrido por
no tener con quien hablar, apretó el paso.
—Orad por mí en Compostela —dijo el jovial flamenco.
—Habéis acertado: allí voy —contestó el otro.
Volvió la cabeza bajo el capuchón de estameña marrón
y Henri-Maximilien reconoció a Zenón.
Aquel muchacho flaco, de cuello largo, parecía haber
crecido por lo menos la medida de un codo desde la
última aventura que ambos habían corrido en la feria de
otoño. Su hermoso rostro, tan pálido como siempre, parecía
atormentado y en su forma de andar había una especie
de hosca precipitación.
—¡Salud, primo! —dijo alegremente Henri-Maximilien—.
El canónigo Campanus os ha estado esperando
todo el invierno en Brujas; el Rector Magnífico en
Lovaina se arranca las barbas por vuestra ausencia y vos
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reaparecéis así, a la vuelta de un mal camino, como alguien
a quien no quiero nombrar.
—El Abad Mitrado de Saint-Bavon de Gante me ha
encontrado un empleo —dijo Zenón con prudencia—.
¿No es acaso un protector confesable? Pero contadme
más bien por qué andáis haciendo de pordiosero por los
caminos de Francia.
—Puede que tengáis vos algo que ver en ello —respondió
el más joven de los dos viajeros—. He dejado
plantados los negocios de mi padre lo mismo que vos la
Escuela de Teología. Pero ahora que os veo pasar de un
Rector Magnífico a un Abad Mitrado…
—Bromeáis —dijo el clérigo—. Siempre se empieza
por ser el famulus de alguien.
—Antes prefiero llevar el arcabuz —dijo Henri-
Maximilien.
Zenón le echó una mirada de desprecio.
—Vuestro padre es lo bastante rico como para
compraros una compañía de lansquenetes del César
Carlos —dijo—, en el caso en que ambos estéis de acuerdo
en pensar que el oficio de las armas es una ocupación
conveniente para un hombre.
—Los lansquenetes que mi padre podría comprarme
me gustan tan poco como a vos las prebendas
de vuestros abates —replicó Henri-Maximilien—. Y, además,
sólo en Francia puede uno servir bien a las
damas.
La broma cayó en el vacío. El futuro capitán se
detuvo para comprar un puñado de cerezas a un campesino.
Ambos se sentaron a la orilla de un talud para
comer.
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—Heos aquí disfrazado de necio —dijo Henri-Maximilien,
observando con curiosidad los hábitos del peregrino.
—Sí —dijo Zenón—. Pero ya estaba harto de abrevarme
en los libros. Prefiero deletrear algún texto con
vida: mil cifras romanas y árabes; caracteres que tan
pronto corren de izquierda a derecha como los de nuestros
escribas, tan pronto de derecha a izquierda como los
de los manuscritos de Oriente. Tachaduras que son la
peste o la guerra. Rúbricas trazadas con sangre roja. Y en
todas partes signos, y aquí y allá, manchas aún más extrañas
que los signos… ¿Puede haber algún hábito más cómodo
que éste para hacer camino pasando inadvertido?…
Mis pies vagan por el mundo como un insecto
entre las páginas de un salterio.
—Muy bien —dijo distraídamente Henri-Maximilien—.
Mas ¿por qué ir hasta Compostela? No puedo
imaginaros sentado entre frailes gordos y cantando con
la nariz.
—¡Huy! —dijo el peregrino—. ¿Qué me importan
a mí esos gandules y esos becerros? Pero el prior de los
Jacobitas de León es aficionado a la alquimia. Mantenía
correspondencia con el canónigo Bartholommé Campanus,
nuestro buen tío e insípido idiota, que en ocasiones
se aventura, como sin querer, hasta los límites prohibidos.
El abad de Saint-Bavon también le escribió, disponiéndolo
a que me enseñe lo que sabe. Pero tengo que
darme prisa, porque ya es viejo. Temo que pronto olvide
su saber y se muera.
—Os alimentará con cebolla cruda y os hará espumar
su sopa de cobre especiada con azufre. ¡Que os
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aproveche! Yo espero conquistar, con menos trabajo,
mejores pitanzas.
Zenón se levantó sin contestar. Entonces, Henri-
Maximilien dijo, mientras escupía los últimos huesos de
cerezas por el camino:
—La paz se tambalea, hermano Zenón. Los príncipes
se arrancan los países igual que los borrachos se disputan
los platos en la taberna. Aquí, la Provenza, pastel
de miel; allá, el Milanesado, pastel de anguilas. Puede
que de todo esto caiga alguna migaja de gloria que llevarme
a la boca.
—Ineptissima vanitas —repuso con sequedad el joven
clérigo—. ¿Os sigue importando el viento que de
bocas sale?
—Tengo dieciséis años —dijo Henri-Maximilien—.
Dentro de otros quince, ya veremos si por casualidad
me he convertido en un Alejandro. Dentro de
treinta años se sabrá si valgo o no tanto como el difunto
César. ¿Acaso voy a pasarme la vida midiendo paños
en una tienda de la rue aux Laines? La cuestión es ser
un hombre.
—He cumplido veinte años —calculó Zenón—.
Poniéndome en el mejor de los casos, tengo por delante
de mí cincuenta años de estudio antes de que este cráneo
se convierta en calavera. Quedaos con vuestros humos y
vuestros héroes de Plutarco, hermano Henri. En cuanto
a mí, quiero ser más que un hombre.
—Yo voy hacia los Alpes —dijo Henri-Maximilien.
—Yo —dijo Zenón—, hacia los Pirineos,
Ambos callaron. El camino llano, bordeado de álamos,
extendía ante ellos un fragmento del libre universo.
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El aventurero del poder y el aventurero del saber caminaban
uno al lado de otro.
—Mirad bien —continuó Zenón—. Más allá de
aquel pueblo, hay otros pueblos; más allá de aquella abadía,
otras abadías; más allá de esta fortaleza, otras fortalezas.
Y en cada uno de esos castillos de ideas, de esas chozas
de opiniones superpuestas a las chozas de madera y a los
castillos de piedra, la vida aprisiona a los locos y abre un
boquete para que escapen los sabios. Más allá de los Alpes
está Italia. Más allá de los Pirineos, España. Por un lado, el
país de La Mirandola; por el otro, el de Avicena. Y más lejos,
el mar, y más allá del mar, en las otras orillas de la inmensidad,
Arabia, Norea, la India, las dos Américas. Y por
doquier los valles en donde se recogen las plantas medicinales,
las rocas en donde se esconden los metales, que simbolizan
cada momento de la Gran Obra, los grimorios depositados
entre los dientes de los muertos, los dioses que
ofrecen sus promesas, las multitudes en que cada hombre
se cree el centro del universo. ¿Quién puede ser tan insensato
como para morir sin haber dado, por lo menos, una
vuelta a su cárcel? Ya lo veis, hermano Henri, soy en verdad
un peregrino. El camino es largo, pero yo soy joven.
—El mundo es grande —dijo Henri-Maximilien.
—El mundo es grande —aprobó gravemente Zenón—.
Quiera Aquel que acaso Es dilatar el corazón humano
a la medida de toda la vida.
Y de nuevo callaron. Al cabo de un momento, Henri-
Maximilien, dándose un golpe en la cabeza, se echó a
reír.
—Zenón —le dijo—, ¿os acordáis de vuestro compañero
Colas Gheel, el hombre aficionado a las jarras de
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cerveza, hermano vuestro según San Juan? Ha dejado la
fábrica de mi buen padre en donde, por cierto, los obreros
se mueren de hambre y ha regresado a Brujas. Se pasea
por las calles, con un rosario en la mano, mascullando
padrenuestros por el alma de su Thomas, a quien
vuestras máquinas trastornaron el juicio, y os trata de
sostén del Diablo, de Judas y de Anticristo. En cuanto a
su Perrotin, nadie sabe dónde está; Satán se lo habrá llevado.
Una fea mueca deformó el rostro del joven clérigo,
envejeciéndolo.
—Todo eso son patrañas —comentó—. Olvidemos
a esos ignorantes. Sólo son lo que son: carne bruta
que vuestro padre transforma en oro, del que heredaréis
algún día. No me habléis ni de máquinas, ni de
cuellos rotos y yo no os hablaré de yeguas extenuadas,
en fianza del chalán del Dranoutre, ni de mozas embarazadas,
ni de los barriles de vino que desfondasteis el
pasado verano.
Henri-Maximilien, sin contestar, silbaba distraídamente
una canción de aventurero. Ya no hablaron más
que del estado de los caminos y del precio de las posadas.
Se separaron al llegar a la siguiente encrucijada.
Henri-Maximilien escogió el camino real. Zenón tomó
un camino secundario. Bruscamente, el más joven de los
dos volvió sobre sus pasos, alcanzó a su compañero y le
puso la mano en el hombro:
—Hermano —dijo—, ¿os acordáis de Wiwine,
aquella mocita pálida a la que defendíais cuando nosotros,
que éramos unos golfos, le pellizcábamos las posaderas
al salir del colegio? Dice que os ama. Pretende
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hallarse unida a vos por una promesa; estos días de atrás
rechazó los ofrecimientos de un regidor. Su tía la abofeteó,
y la tiene a pan y agua, pero ella resiste. Os esperará,
según dice, si es necesario hasta el fin del mundo.
Zenón se detuvo. Algo indefinible pasó por su mirada
y se perdió en ella, como la humedad de un vapor
en un brasero.
—Tanto peor para ella —dijo—. ¿Qué hay de común
entre esa niña abofeteada y yo? Otro me espera en
otra parte y a él voy.
Y se puso de nuevo en marcha.
—¿Quién os espera? —preguntó Henri-Maximilien
estupefacto—. ¿El prior de León, el desdentado
ése?
Zenón se dio la vuelta:
—Hic Zeno —dijo—. Yo mismo.
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La infancia de Zenón
Veinte años atrás, Zenón había llegado al mundo en
Brujas, en casa de Henri-Juste. Su madre se llamaba Hilzonde,
y su padre, Alberico de’ Numi, era un joven prelado
de un antiguo linaje florentino.
Micer Alberico de’ Numi, con sus largos cabellos y
en pleno ardor de la primera adolescencia, había destacado
en la corte de los Borgia. Entre dos corridas de toros
en la plaza de San Pedro, tuvo el placer de hablar con
Leonardo da Vinci, entonces ingeniero del César, acerca
de caballos y máquinas de guerra. Más tarde, en pleno
esplendor sombrío de sus veintidós años, formó parte
del pequeño número de jóvenes gentileshombres a quienes
la apasionada amistad de Miguel Ángel honraba como
un título. Vivió aventuras que concluyeron con una
puñalada; coleccionó libros antiguos; unas discretas relaciones
con Julia Farnesio no perjudicaron para nada su
fortuna. En Sinigaglia, sus astucias, que contribuyeron a
hacer caer en la trampa en que perecieron a los adversarios
de la Santa Sede, le valieron los favores del papa y de
su hijo; casi le prometieron el obispado de Nerpi, mas la
muerte inesperada del Santo Padre retrasó aquella promoción.
Este desengaño, o tal vez algún amor contrariado
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cuyo secreto no se supo jamás, lo arrojaron de lleno por
un tiempo en la mortificación y el estudio.
Al principio creyóse que era debido a algún ambicioso
subterfugio. No obstante, aquel hombre desenfrenado
se hallaba por completo sumergido en un furioso
ataque de ascetismo. Decían que se había instalado en
Grotta-Ferrata, en la abadía de los monjes griegos de
San Nilo, en medio de una de las más ásperas soledades
del Latium, y que allí preparaba, entre meditación y oraciones,
su traducción latina de la Vida de los Padres del
Desierto; fue precisa una orden expresa de Julio II, que
estimaba su seca inteligencia, para decidirlo a participar,
en calidad de secretario apostólico, en los trabajos de la
Liga de Cambray. Apenas llegado, adquirió en las discusiones
una autoridad mayor que la del mismo legado
pontificio. Los intereses de la Santa Sede en el desmembramiento
de Venecia, en los que no había pensado quizá
ni diez veces en su vida, lo ocupaban ahora por entero.
En los festines que se dieron durante los trabajos de
la Liga, Micer Alberico de’ Numi, envuelto en púrpuras
como un cardenal, puso de relieve su inimitable gallardía
que le había valido el apodo de «Único», que le aplicaban
las cortesanas romanas. Él fue quien, durante una
encarnizada controversia y poniendo su oratoria ciceroniana
al servicio de una asombrosa fogosidad de convicción,
se atrajo la adhesión de los embajadores de Maximiliano.
Después, como una carta de su madre —florentina
apegada al dinero— le recordaba unas deudas que había
que cobrarles a los Adorno de Brujas, decidió recuperar
de inmediato aquellas sumas tan necesarias a su carrera de
príncipe de la Iglesia.
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Se instaló en Brujas, en casa de su agente flamenco
Juste Ligre, quien le ofreció su hospitalidad. Aquel hombre
grueso se volvía loco por todo lo italiano, hasta el
punto de imaginar que una de sus antepasadas, durante
una de esas viudedades temporales que padecen las mujeres
de los mercaderes, debió prestar oído a los discursos
de algún traficante genovés. Micer Alberico de’ Numi
se consoló de que le pagaran con nuevas letras sobre
los Herwart de Augsburgo haciendo que su anfitrión corriera
con todos sus gastos, y no sólo con los suyos, sino
también con los de sus perros, halcones y pajes. La Casa
Ligre, apoyada en sus almacenes, era de una opulencia
principesca; se comía bien y se bebía aún mejor; y aunque
Henri-Juste no leyera más que los registros de su
pañería, presumía de tener buenos libros.
A menudo corría por montes y valles, viajaba a
Tournai o a Malinas, en donde prestaba fondos a la Regente,
o también a Amberes en donde acababa de asociarse
con el aventurero Lambrecht von Rechterghem
para comerciar con pimienta y otros lujos de ultramar, y
a Lyon, adonde iba con frecuencia para regular en persona
sus transacciones bancarias en la feria de Todos los
Santos. Mientras estaba ausente, confiaba el gobierno de
la casa a su hermana menor Hilzonde.
Micer Alberico de’ Numi se enamoró en seguida de
aquella muchachita de senos pequeños y rostro afilado,
ataviada con tiesos terciopelos brocados que parecían
sostenerla de pie y adornada, los días de fiesta, con joyas
que le hubiera envidiado una emperatriz. Unos párpados
nacarados, casi de color de rosa, engarzaban sus pálidos
ojos grises; su boca un poco abultada parecía estar siempre
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dispuesta a exhalar un suspiro, o la primera palabra de
una oración o de un canto. Y tal vez inspiraba el deseo
de desvestirla sólo porque era difícil imaginarla desnuda.
En una noche de nieve, que hacía soñar con camas
bien calientes en habitaciones bien cerradas, una criada
sobornada introdujo a Micer Alberico en el baño en
donde Hilzonde frotaba con salvado sus largos cabellos
crespos que la vestían a modo de un manto. La niña se
tapó la cara, pero entregó sin lucha a los ojos, a los labios,
a las manos del amante, su cuerpo limpio y blanco
como una almendra mondada. Aquella noche, el joven
florentino bebió en la fuente sellada, domesticó a las
dos cabritillas gemelas, enseñó a aquella boca los juegos
y exquisiteces del amor. Al llegar el alba, una Hilzonde
al fin conquistada se abandonó por entero y, por la mañana,
rascando con las uñas el cristal blanco de escarcha,
grabó en él, con una sortija de diamantes, sus iniciales
entrelazadas con las de su amado, dejando así
constancia de su felicidad en aquella sustancia fina y
transparente, frágil, es cierto, pero apenas más que la
carne y el corazón.
Sus delicias se acrecentaron con todos los placeres
que ofrecían el tiempo y el lugar: músicas cultas que Hilzonde
tocaba en el pequeño órgano hidráulico que le había
regalado su hermano, vinos fuertemente especiados,
habitaciones cálidas, paseos en barca por los canales aún
azules del deshielo, o cabalgatas de mayo por los campos
en flor. Micer Alberico pasó buenas horas, más dulces
tal vez que las que Hilzonde le concedía, buscando
en los tranquilos monasterios neerlandeses los manuscritos
antiguos olvidados; los eruditos italianos a los que
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comunicaba sus hallazgos creían ver reflorecer en él al
genio del gran Marsilio. Por las noches, sentados delante
del fuego, el amante y la amiga contemplaban juntos
una amatista grande importada de Italia, en la que se
veían unos Sátiros abrazando a unas Ninfas y el florentino
enseñaba a Hilzonde las palabras de su tierra que designan
las cosas del amor. Compuso para ella una balada
en lengua toscana; los versos que dedicaba a aquella hija
de mercaderes hubieran podido convenir a la Sulamita
del Cantar de los Cantares.
Pasó la primavera y llegó el verano. Un buen día,
una carta de su primo Juan de Médicis, en parte cifrada,
en parte redactada en ese tono de broma con que Juan
aderezaba las cosas —la política, la erudición y el
amor—, aportó a Micer Alberico todos esos detalles de
las intrigas curiales y romanas de las que su estancia en
Flandes le privaba. Julio II no era inmortal. Pese a los
necios y a los estipendiados ya vendidos al rico mentecato
de Riario, el sutil Médicis preparaba desde hacía tiempo
su elección para el próximo cónclave. Micer Alberico
no ignoraba que las entrevistas que había tenido con los
hombres de negocios del Emperador no habían bastado
para disculpar, a los ojos del presente Pontífice, la indebida
prolongación de su ausencia. Su carrera dependía
en lo sucesivo de aquel primo tan «papable». Habían jugado
juntos en las terrazas de Careggi; Juan, más tarde,
lo había introducido en su exquisita camarilla de letrados
un poco bufones y un algo encubridores; Micer Alberico
se vanagloriaba de ejercer una gran influencia sobre
aquel hombre fino, pero de una blandura mujeril. Le
ayudaría a alcanzar la silla de San Pedro. Se convertiría,
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aunque en segundo lugar y mientras esperaba algo mejor,
en el ordenador de su reino. Tardó una hora en organizar
su partida.
Acaso no tuviera alma. Tal vez sus repentinos ardores
no fueran más que el desbordamiento de una fuerza
corporal increíble; quizá, magnífico actor, ensayaba sin
cesar una forma nueva de sentir; o más bien no había en
él más que una sucesión de actitudes violentas y soberbias,
pero arbitrarias, como las que adoptan las figuras
de Buonarotti en las bóvedas de la Capilla Sixtina. Luca,
Urbino, Ferrara, peones en el juego de ajedrez de su familia,
le hicieron olvidar los paisajes de verdes llanuras
rebosantes de agua en donde, por un momento, había
consentido vivir. Amontonó en sus baúles los fragmentos
de manuscritos antiguos y los borradores de sus poemas
de amor. Calzadas botas y espuelas, con sus guantes
de cuero y el sombrero de fieltro, parecía más que nunca
un caballero y menos que nunca un hombre de Iglesia.
Subió a los aposentos de Hilzonde para decirle que se
marchaba.
Estaba embarazada. Lo sabía. No se lo dijo. Demasiado
llena de ternura para constituirse en obstáculo de
sus miras ambiciosas, era asimismo demasiado orgullosa
para prevalerse de una confesión que su estrecha cintura
y su vientre plano no confirmaban todavía. Le hubiera
disgustado ser acusada de embustera y tal vez aún más
sentirse importuna. Pero unos meses más tarde, tras haber
traído al mundo un hijo varón, no se creyó con derecho
a dejar que Micer Alberico de’ Numi ignorase el nacimiento
de su hijo. Apenas sabía escribir; tardó horas en
componer una carta, borrando con el dedo las palabras
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inútiles. Cuando por fin acabó su misiva, la entregó a un
comerciante genovés en el que confiaba y que salía para
Roma. Micer Alberico no respondió jamás. Aunque el
genovés le aseguró, más tarde, que él mismo había entregado
el mensaje, Hilzonde prefirió creer que el hombre
a quien había amado no lo recibió nunca.
Sus breves amores, seguidos de tan brusco abandono,
habían saturado a la joven de delicias y desganas;
cansada de su carne y del fruto de ésta, hacía extensiva al
hijo la reprobación que sentía hacia sí misma. Inerte en
su cama de recién parida, contempló con indiferencia
cómo las criadas vestían a aquella masa pequeña y morena,
a la luz del rescoldo de la chimenea. Tener un hijo
bastardo era un accidente corriente y Henri-Juste hubiera
podido negociar para su hermana algún ventajoso matrimonio,
mas el recuerdo del hombre al que ya no amaba
bastaba para apartar a Hilzonde del pesado burgués a
quien el sacramento colocaría a su lado, debajo de su
edredón y encima de su almohada. Arrastraba sin placer
los espléndidos vestidos que su hermano mandaba confeccionar
para ella con las telas más costosas; pero, por
rencor hacia sí misma más que por remordimiento, se
privaba de vino, de platos refinados, de buen fuego y,
con frecuencia, de ropa blanca. Asistía puntualmente a
los oficios de la Iglesia; no obstante, por las noches, después
de cenar, cuando alguno de los convidados de
Henry-Juste denunciaba las orgías y exacciones romanas,
ella dejaba su labor de encaje, para escuchar mejor,
rompiendo a veces maquinalmente el hilo que luego volvía
a anudar en silencio. Luego, los hombres se lamentaban
de que el puerto se estuviera cegando con la arena,
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lo que vaciaba a Brujas en beneficio de otras ciudades
más accesibles a los barcos; se burlaban del ingeniero
Lancelot Blondel que pretendía, mediante canales y fosos,
salvar al puerto de la gravilla. Otras veces, circulaban
toscas chanzas: alguien soltaba el cuento, veinte veces
repetido, de la amante ávida, del marido burlado, del
seductor escondido en un tonel o de unos comerciantes
trapaceros que se timaban el uno al otro. Hilzonde pasaba
a la cocina para vigilar al servicio; al pasar, le echaba
una mirada a su hijo que mamaba glotonamente del pecho
de una nodriza.
Una mañana, al regresar de uno de sus viajes,
Henri-Juste le presentó a un nuevo huésped. Era un
hombre de barba gris, tan sencillo y tan serio que al mirarlo
recordaba al viento salubre sobre un mar sin sol.
Simon Adriansen temía a Dios. La vejez, que se le iba
echando encima, y una riqueza honradamente adquirida,
según decían, daban a este mercader de Zelanda una
dignidad de patriarca. Era dos veces viudo: dos fecundas
amas de casa habían ocupado sucesivamente su morada
y su lecho antes de ir a descansar, una al lado de la
otra, en el sepulcro familiar, en las paredes de una iglesia
de Middelbourg; sus hijos también habían hecho
fortuna. Simon era de esos hombres a quienes el deseo
inculca una solicitud paternal hacia las mujeres. Al ver
que Hilzonde estaba triste, se acostumbró a sentarse a
su lado.
Henri-Juste le estaba muy agradecido. Gracias al
crédito de aquel hombre, había conseguido atravesar
28
rachas difíciles; respetaba a Simon hasta el punto de
contener sus ansias de beber en su presencia. Pero la
tentación del vino era grande. Y éste lo convertía en locuaz.
No tardó mucho tiempo en revelarle a su huésped
los infortunios de Hilzonde.
Una mañana de invierno en que ella estaba trabajando
en la sala, junto a la ventana, Simon Adriansen se
le acercó y le dijo solemnemente:
—Algún día, Dios borrará del corazón de los hombres
todas las leyes que no sean de amor.
Ella no le entendió y él prosiguió:
—Algún día, Dios no aceptará más bautismo que el
del Espíritu, ni más sacramento de matrimonio que
aquel que consuman tiernamente dos cuerpos.
Hilzonde entonces se puso a temblar. Mas aquel
hombre severamente dulce empezó a hablarle del aliento
de nueva sinceridad que soplaba sobre el mundo, de la
mentira de toda ley que complica la obra de Dios, de
la cercanía de unos tiempos en que la sencillez de amar
sería igual a la sencillez de creer. En su lenguaje, lleno de
imágenes, como las hojas de una Biblia, las parábolas se
entremezclaban con el recuerdo de los Santos que, según
decía él, habían hecho fracasar a la tiranía romana.
Hablando con voz apenas más baja, pero no sin echar
una ojeada para asegurarse de que las puertas estaban cerradas,
confesó que aún dudaba en hacer públicamente
acto de fe anabaptista, pero que había repudiado en secreto
las pompas caducas, los vanos ritos y los sacramentos
engañosos. De creer sus palabras, los Justos, víctimas
y privilegiados, formaban de época en época una pequeña
banda indemne de los crímenes y locuras del mundo;
29
el pecado sólo residía en el error; para los corazones castos,
la carne era pura.
Después le habló de su hijo. El hijo de Hilzonde,
concebido fuera de las leyes de la Iglesia, y contra ellas,
le parecía más indicado que ningún otro para recibir y
transmitir algún día la buena nueva de los Simples y de
los Santos. El amor de la virgen tempranamente seducida
por el apuesto demonio italiano con rostro de arcángel,
se convertía para Simon en una alegoría misteriosa:
Roma era la prostituta de Babilonia a quien la inocente
fue sacrificada con bajeza. En ocasiones, una crédula
sonrisa de visionario pasaba por aquella faz ancha y firme,
y, por su voz tranquila, la entonación demasiado perentoria
del que desea convencerse y, con frecuencia, engañarse
a sí mismo. Pero Hilzonde sólo era sensible a la
tranquila bondad del extranjero. Mientras que todos
aquellos que la rodeaban no habían mostrado hacia ella
más que burla, compasión o indulgencia tosca y bonachona,
Simon decía, al hablar del hombre que la había
abandonado, «vuestro esposo».
Y recordaba gravemente que toda unión es indisoluble
ante Dios. Hilzonde se sosegaba escuchándolo. Seguía
estando triste, pero volvió a ser orgullosa. La casa
de los Ligre, a la que el orgullo de su comercio marítimo
había puesto por blasón un navio, le era tan familiar a Simon
como su propia casa. El amigo de Hilzonde volvía
todos los años; ella lo esperaba y, cogidos de la mano,
hablaban de la iglesia en espíritu que habría de reemplazar
algún día a la Iglesia de Roma.
30
Una tarde de otoño, unos mercaderes italianos les
trajeron nuevas noticias. Micer Alberico de’ Numi,
nombrado cardenal a los treinta años, había sido asesinado
en Roma durante una orgía, en la viña de los Farnesio.
Los pasquines de moda acusaban de aquel asesinato
al cardenal Julio de Médicis, descontento de la influencia
que su pariente iba adquiriendo en el ánimo del Santo
Padre.
Simon escuchó con desdén estos vagos rumores
procedentes de la sentina romana. Pero una semana más
tarde, un informe recibido por Henri-Juste confirmó
aquellas habladurías. La aparente tranquilidad de Hilzonde
no permitía conjeturar si, en el fondo, ella se alegraba
o lloraba.
—Ya sois viuda —dijo inmediatamente Simon
Adriansen con ese tono de tierna solemnidad que con
ella empleaba.
En contra de los pronósticos de Henri-Juste, partió
al día siguiente.
Seis meses más tarde, en la fecha acostumbrada,
volvió y se la pidió a su hermano.
Henri-Juste lo hizo pasar a la sala en donde trabajaba
Hilzonde. Se sentó a su lado y le dijo:
—Dios no nos ha dado el derecho de hacer sufrir a
sus criaturas.
Hilzonde dejó de hacer encaje. Sus manos permanecían
extendidas sobre la trama y sus largos dedos temblaban
sobre el follaje inacabado, que recordaba los entrelazados
del porvenir. Simon continuó:
—¿Cómo iba a otorgarnos Dios el derecho de hacernos
sufrir?
31
La hermosa levantó hacia él su cara de niña enferma.
Él prosiguió:
—No sois feliz en esta casa llena de risas. Mi casa
está llena de un gran silencio. Venid.
Ella aceptó.
Henri-Juste se frotaba las manos. Jacqueline, su
querida mujer, con la que se había casado poco después
de los sinsabores de Hilzonde, se quejaba ruidosamente
de ser la última en la familia, de verse postergada por
una ramera y un bastardo de sacerdote, y el suegro, rico
negociante de Tournail llamado Jean Bell, pretextaba todas
aquellas quejas para retrasar el pago de la dote. Y, en
efecto, aunque Hilzonde se ocupara poco de su hijo, el
menor sonajero que regalaban al niño engendrado en sábanas
ilegítimas encendía la guerra entre las dos mujeres.
La rubia Jacqueline podría, en lo sucesivo, arruinarse
cuanto quisiera comprando gorritos y baberos bordados,
y dejando, en los días de fiesta, que su rollizo Henri-Maximilien
se arrastrara por encima del mantel y metiera los
pies en los platos.
Pese a su repulsión por las ceremonias de la Iglesia,
Simon consintió en que las bodas se celebraran con cierto
boato, puesto que tal era, de manera inesperada, el
deseo de Hilzonde. Mas por la noche, secretamente,
cuando ya los esposos se hubieron retirado a la cámara
nupcial, readministró a su manera el sacramento rompiendo
el pan y bebiendo el vino con su elegida. Hilzonde
revivía al contacto de aquel hombre, como una barca
encallada a la que arrastra la marea creciente. Saboreaba
sin vergüenza el misterio de los placeres permitidos y la
manera que tenía el anciano, inclinado por encima de su
32
hombro, de acariciarle los senos, como si hacer el amor
fuera una manera de bendecir.
Simon Adriansen quiso encargarse de Zenón. El niño,
empujado por Hilzonde hacia aquel rostro barbudo
y arrugado, en el que una verruga temblaba sobre el labio,
gritó, se debatió, se escapó arisco de entre las manos
maternales y de sus sortijas, que le arañaban los dedos.
Huyó y no lo encontraron hasta por la noche, escondido
en el amasadero que había al fondo del jardín, dispuesto
a morder al criado que lo sacó riendo de detrás de un
montón de troncos de leña. Simon, desesperado de poder
domesticar a aquel lobezno, tuvo que resignarse a
dejarlo en Flandes. Además, estaba claro que la presencia
del niño aumentaba la tristeza de Hilzonde.
Zenón creció para la Iglesia. Ser clérigo era, para
un bastardo, el medio más seguro de vivir acomodadamente
y de acceder a unos puestos honoríficos. Además,
el ansia de saber que, desde muy pequeño, poseyó a Zenón,
los gastos de tinta y velas consumidas hasta el alba,
sólo le parecían tolerables a su tío en caso de tratarse de
un aprendiz de sacerdote. Henri-Juste confió al principiante
a su cuñado, Bartholommé Campanus, canónigo
de Saint-Donatien, en Brujas. Este sabio, consumido
por la oración y el estudio de las letras, era tan dulce que
parecía ya viejo. Enseñó a su alumno el latín, lo poco
que él sabía de griego y algo de alquimia, y entretuvo la
curiosidad que el estudiante sentía por las ciencias con
ayuda de la Historia natural de Plinio. El frío gabinete del
canónigo era un refugio a donde el muchacho escapaba
33
de las voces de los corredores que discutían el valor de
los paños de Inglaterra, de la insípida sensatez de Henri-
Juste y de las caricias de las camareras ávidas de fruta
verde. Allí se liberaba de la servidumbre y de la pobreza
de la infancia; aquellos libros y aquel maestro lo trataban
como a un hombre. Le gustaba la habitación tapizada de
volúmenes, la pluma de ganso, el tintero de asta, herramientas
de un conocimiento nuevo, y el enriquecimiento
que supone aprender que el rubí procede de la India,
que el azufre casa con el mercurio, y que la flor que en
latín se llama lilium se llama en griego krinon y en hebreo
susannah. Se dio cuenta en seguida de que los libros
divagan y mienten, igual que los hombres, y de que
las prolijas explicaciones del canónigo se referían a menudo
a unos hechos que, por no existir, no necesitaban
ser explicados.
Sus amistades eran inquietantes: sus compañeros
favoritos, por aquel entonces, eran el barbero Jean
Myers, hombre hábil y sin igual para sangrar o extraer
los cálculos, pero de quien se sospechaba que hacía la disección
de los muertos, y un tejedor llamado Colas Gheel,
pícaro y parlanchín, con el que pasaba muchas horas
—que hubieran sido mejor empleadas en el estudio y la
oración— combinando poleas y manivelas. Aquel hombre
gordo, a un tiempo vivo y pesado, que gastaba sin
contar el dinero que no tenía, se las daba de príncipe a
los ojos de sus aprendices a quienes pagaba sus gastos los
días de «Kermesse». Aquella sólida masa de músculos,
de crines rojizas y de piel rubia albergaba uno de
esos espíritus quiméricos y sagaces al mismo tiempo,
cuya constante preocupación consiste en afilar, ajustar,
34
simplificar o complicar algo. Todos los años, alguno de
los talleres de la ciudad cerraba. Henri-Juste, que se jactaba
de conservar abiertos los suyos por caridad cristiana,
se aprovechaba del paro para roer periódicamente los
salarios. Sus obreros amedrentados, considerándose felices
por tener un empleo y una campana que los llamaba
al trabajo todos los días, vivían con el miedo producido
por vagos rumores de cierre y hablaban lastimeramente
de que pronto engrosarían las filas de los mendigos que,
por aquellos tiempos de carestía, asustaban a los burgueses
y merodeaban por los caminos. Colas soñaba con aliviar
sus trabajos y sus penas gracias a unos telares mecánicos,
como los que se estaban probando en gran secreto
en Ypres, en Gante y en Lyon, en Francia. Había visto
unos dibujos que enseñó a Zenón. El estudiante modificó
números, se entusiasmó con los diseños, hizo que el
entusiasmo de Colas por las nuevas máquinas se convirtiera
en manía compartida. De hinojos ambos, inclinados
uno junto al otro sobre un montón de chatarra, no se
cansaban jamás de ayudarse a colgar un contrapeso, ajustar
una palanca, subir y desmontar unas ruedas que se
engranaban unas con otras. Discutían sin fin en torno al
emplazamiento de un tornillo o el engrasado de una cadena
corrediza. El talento de Zenón sobrepasaba con
mucho al del lento cerebro de Colas Gheel, pero las manos
gruesas del artesano eran de una destreza que maravillaba
al alumno del canónigo, quien, por primera vez,
experimentaba con algo que no fueran los libros.
—Prachtig werk, mijn zoon, prachtig werk —decía
con pesadez el encargado del taller, rodeando el cuello
del estudiante con su robusto brazo.
35
Por la noche, después de estudiar, Zenón se reunía
con su compadre, arrojando un puñado de piedrecitas
contra los cristales de la taberna en donde el encargado
del taller solía detenerse más de lo debido. O bien, casi a
escondidas, se deslizaba hasta el rincón del almacén desierto
en donde vivía Colas con sus máquinas. La estancia,
muy grande, estaba oscura; por miedo a prender
fuego, la vela ardía en medio de un barreño de agua colocado
encima de una mesa, como un faro pequeño en
medio de un mar minúsculo. El aprendiz Thomas de
Dixmude, que servía de factotum al encargado del taller,
saltaba como un gato, por juego, sobre el armazón bamboleante
y caminaba, en la noche negra de los desvanes,
columpiando en las manos un farol o una jarra de cerveza.
Colas Gheel lanzaba entonces una risotada. Sentado
encima de una tabla, girando los ojos, escuchaba las divagaciones
de Zenón que galopaba de los átomos de
Epicuro a la duplicación del cubo, y de la naturaleza del
oro a la estupidez de las pruebas de la existencia de Dios.
Un silbidito de admiración se le escapaba de entre los labios.
El estudiante encontraba en aquellos hombres con
casaca de cuero lo que los hijos de los señores encuentran
en los palafraneros y los criados encargados de las
perreras: un mundo más rudo y más libre que el suyo,
pues se mueven en una esfera más baja, lejos de los silogismos
y de los preceptos, con la alternancia tranquilizadora
de trabajos toscos y perezas fáciles, el olor y el calor
humanos, un lenguaje hecho de exabruptos, de alusiones
y de proverbios, tan misterioso como la jerga de los
«compagnons», y una actividad que no consiste en encorvarse
sobre un libro, con la pluma en la mano.
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El estudiante pretendía sacar de la botica y del taller
algo con que atacar o confirmar los asertos de la escuela:
Platón por una parte, Aristóteles por otra, eran
tratados ambos como simples mercaderes cuyos pesos se
comprueban. Tito-Livio no era más que un charlatán;
César, por muy sublime que fuera, había muerto. De los
héroes de Plutarco, cuya médula había alimentado al canónigo
Bartholommé Campanus junto con la leche de
los Evangelios, el muchacho no retenía más que una cosa,
y es que la audacia del espíritu y de la carne los había
llevado tan lejos y tan alto como la continencia y el ayuno
que conduce, según se dice, a los buenos cristianos al
cielo. Para el canónigo, la sabiduría sagrada y su profana
hermana se sostenían una a otra: el día en que oyó cómo
Zenón se burlaba de las piadosas ensoñaciones del Sueño
de Escipión, comprendió que su alumno había renunciado
en secreto a los consuelos de Cristo.
No obstante, Zenón se inscribió en la escuela de
Teología, en Lovaina. Su entusiasmo sorprendió; el recién
llegado, capaz de defender en el acto cualquier tesis,
adquirió entre sus condiscípulos un prestigio extraordinario.
La vida de los bachilleres era fácil y alegre; lo convidaron
a varios festines en los que él sólo bebía agua
clara; y las muchachas del burdel no le gustaron más que
a un paladar delicado un plato de carnes podridas. Todas
estaban de acuerdo en encontrarlo apuesto, pero su voz
cortante les daba miedo. El fuego de sus pupilas sombrías
fascinaba y desagradaba al mismo tiempo. Corrieron
sobre su nacimiento rumores extravagantes, que no
refutó. Los adeptos de Nicolas Flamel pronto reconocieron
en el friolero estudiante, siempre sentado leyendo
37
al lado de la chimenea, las señales de una preocupación
alquímica: un círculo reducido de mentes más indagadoras
e inquietas que las demás abrió sus filas para acogerlo.
Antes de acabar sus estudios, miraba ya despectivamente
a los doctores con trajes de pieles, inclinados en el
refectorio sobre un plato lleno, muy satisfechos de su
tosco y pesado saber, y a los estudiantes rústicos y ruidosos,
decididos a no aprender más de lo necesario para cazar
una sinecura, pobres diablos cuya fermentación de
espíritu no era más que un brote de sangre que desaparecería
con la juventud. Poco a poco, este desdén se hizo
extensivo a sus amigos cabalistas, espíritus huecos hinchados
de viento, atiborrados de palabras que no entendían
y que regurgitaban en fórmulas. Comprobaba con
amargura que ninguna de aquellas personas, con quienes
había contado en un principio, iban más lejos que él y ni
siquiera lograban alcanzarlo.
Zenón se alojaba en lo más alto de una casa dirigida
por un sacerdote; un cartel, colgado de la escalera, ordenaba
a los pensionistas que se reunieran para el oficio de
Completas y les prohibía, so pena de multa, introducir
allí a prostitutas o hacer sus necesidades fuera de las letrinas.
Pero ni los olores, ni el hollín del hogar, ni la
agria voz de la criada, ni las paredes acribilladas de chanzas
en latín y dibujos obscenos de sus predecesores, ni las
moscas pegadas en los pergaminos, distraían de sus pensamientos
a aquella mente para la cual cada objeto en el
mundo era un fenómeno o un signo. En aquella buhardilla,
el bachiller tuvo esas dudas, esas tentaciones, esos
triunfos y esas derrotas, esos llantos de rabia y esas alegrías
de juventud que la edad madura ignora o desprecia
38
y de las que él mismo no conservó después sino un recuerdo
manchado de olvido. Inclinado preferentemente
hacia las pasiones de los sentidos que más se alejan de las
que sienten o confiesan la mayoría de los hombres, pasiones
que obligan al secreto, a menudo a la mentira y en
ocasiones al desafío, aquel David en lucha con el Goliath
escolástico creyó hallar a su Jonathan en un condiscípulo
indolente y rubio, que pronto se apartó, abandonando
al tiránico compañero en favor de otros compadres más
entendidos en vinos y en dados. Nada se supo de aquellas
relaciones íntimas y subterráneas, que fueron todo
contacto y presencia, ocultas como las entrañas y la sangre;
su fracaso no tuvo otro efecto que el de sumergir a
Zenón todavía más en el estudio. Rubia era también la
bordadora Jeannette Fauconnier, moza caprichosa y
atrevida como un paje, que acostumbraba a llevarse tras
de sí a toda una recua de estudiantes, y a quien el clérigo
hizo, durante toda una noche, una corte de burlas e insultos.
Al vanagloriarse Zenón de obtener, si quisiera, los
favores de aquella muchacha en menos tiempo del necesario
para galopar del Mercado a la Iglesia de San Pedro,
se inició una riña que acabó en batalla campal, y la hermosa
Jeannette, empeñada en mostrarse generosa, concedió
a su ofensor herido un beso de sus labios, que en la
jerga de la época llamaban los pórticos del alma. Hacia
la Navidad, por fin, y cuando ya Zenón no conservaba
más recuerdo de aquella aventura que una cuchillada en
la cara, la engatusadora se introdujo en su casa en una
noche de luna, subió la escalera chirriante procurando
no hacer ruido y se metió en su cama. Zenón quedó sorprendido
ante aquel cuerpo serpentino y liso, hábil para
39
conducir el juego, ante aquel pecho de paloma arrullando
en voz baja, ante sus risas ahogadas justo a tiempo para
no despertar a la mujer que dormía en la buhardilla de
al lado. Sintió esa alegría con mezcla de temor que suele
experimentar el nadador al sumergirse en un agua refrescante
y poco segura. Durante unos cuantos días, se le
vio pasear insolente al lado de aquella perdida, desafiando
los fastidiosos sermones del Rector; parecía haberle
entrado apetito por aquella sirena socarrona y escurridiza.
No obstante, menos de una semana después, se hallaba
de nuevo enfrascado por entero en sus libros. Lo criticaron
por abandonar tan pronto a la muchacha por
quien, con tanta despreocupación, había comprometido
durante toda una temporada los honores del cum laude; y
su relativo desdén por las mujeres provocó la sospecha
de que mantenía comercio con los espíritus súcubos.
40
Ocio veraniego
Aquel verano, un poco antes de agosto, Zenón marchó
como todos los años a saturarse de verdor en la casa
de campo del banquero. Esta vez no fue, como en otras
ocasiones, a la tierra que Henri-Juste poseía desde siempre
en Kuypen, en la comarca de Brujas: el hombre de
negocios había adquirido la propiedad de Dranoutre,
entre Audenarde y Tournai, así como la antigua casa señorial
que en ella se encontraba, restaurada tras la partida
de los franceses. Había renovado aquella mansión en
un estilo más de moda, con plintos y cariátides de piedra.
El grueso Ligre se lanzaba, cada vez con mayor frecuencia,
a comprar fincas rústicas, que acreditan casi arrogantemente
la riqueza de un hombre, y hacen de él, en
caso de peligro, un burgués perteneciente a más de una
ciudad. En Tournaisis, redondeaba palmo a palmo las
tierras de su mujer Jacqueline; cerca de Amberes, acababa
de comprar la propiedad de Gallifort, anejo espléndido
a su comercio de la plaza de Saint-Jacques en donde
operaba ya, en compañía de Lazarus Tucher. Gran Tesorero
de Flandes, propietario de una refinería de azúcar
en Maestricht y de otra en las Canarias, recaudador
de impuestos en la aduana de Zelanda, propietario del
41
monopolio de alumbre para las regiones bálticas, garante
por un tercio, junto con los Fugger, de las rentas de la
Orden de Calatrava, Henri-Juste se codeaba cada vez
con más frecuencia con los poderosos de este mundo: la
Regente de Malinas lo ponía en un pedestal; el señor de
Croy, que le debía trece mil florines, había consentido
recientemente en apadrinar al hijo recién nacido del
mercader, y ya se había fijado la fecha, de acuerdo con
Su Excelencia, para celebrar en su morada de Roeulx la
fiesta del bautizo. Aldegonde y Constance, las dos hijas
aún muy jovencitas del gran hombre de negocios, llevaban
ya cola en sus vestidos.
Su pañería de Brujas no representaba, para Henri-
Juste, más que una empresa caduca, que se veía obligada
a soportar la competencia de sus propias importaciones
de brocados de Lyon y de terciopelos de Alemania. Acababa
de instalar, en los alrededores de Dranoutre, en el
corazón de la tierra llana, unos talleres rurales, en donde
ya no le importunaban con los impuestos municipales de
Brujas. Se estaban montando allí, por orden suya, unos
veinte telares mecánicos fabricados el pasado verano por
Colas Gheel, siguiendo los dibujos de Zenón. Al mercader
se le había antojado probar con aquellos obreros
de madera y metal, que no bebían ni vociferaban y diez de
los cuales hacían el trabajo de cuarenta sin pretextar que
subían los víveres para pedir aumento de paga.
En un día fresco, que ya olía a otoño, Zenón se dirigió
a pie a dichos talleres de Oudenove. Montones de
obreros parados, en busca de trabajo, invadían la comarca;
apenas diez leguas separaban Oudenove de los esplendores
pomposos de Dranoutre, pero la distancia
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hubiera podido ser la que existe entre el cielo y el infierno.
Henri-Juste había cobijado a un grupito de artesanos
y de encargados de taller, de los que antes tenía en Brujas,
en un viejo edificio, acondicionado de cualquier manera,
a la entrada del pueblo. Aquel albergue tenía mucho
de tugurio. Zenón vislumbró a Colas Gheel, borracho
aquella mañana, y cuyos platos lavaba un pálido y taciturno
aprendiz llamado Perrotin, al mismo tiempo que
vigilaba el fuego. Thomas, que se había casado hacía poco
tiempo con una muchacha de aquellas tierras, se pavoneaba
por la plaza, enfundado en una casaquilla de
seda roja que había estrenado el día de su boda. Un
hombrecillo enjuto y espabilado llamado Thierry Loon,
y que de devanador había ascendido súbitamente a jefe
de taller, mostró a Zenón las máquinas que al fin habían
montado, y a las que los obreros habían tomado ojeriza,
tras haber fundado en ellas la extravagante esperanza de
ganar más y trabajar menos. Empero, otros problemas
preocupaban ahora al clérigo; aquellos armazones y contrapesos
ya no le interesaban. Thierry Loon hablaba de
Henri-Juste con obsequiosa reverencia, pero le echaba a
Zenón una mirada esquinada, deplorando la insuficiencia
de víveres, los chamizos de madera y de cascote que a
toda prisa habían construido los administradores del
mercader, las horas de trabajo, que eran más que en Brujas,
al no regirse por la campana municipal. El hombrecillo
echaba de menos los tiempos en que los artesanos,
sólidamente anclados en sus privilegios, retorcían el
cuello a los obreros libres y hacían frente a los príncipes.
Las novedades no lo asustaban: apreciaba lo ingenioso
de aquella especie de jaulas en donde cada obrero
43
gobernaba simultáneamente, con manos y pies, dos palancas
y dos pedales; pero aquella cadencia demasiado
rápida agotaba a los hombres, y los mandos complicados
requerían más cuidado y atención de los que poseen los
dedos y las cabezas duras de los artesanos. Zenón sugirió
unos ajustes, pero el nuevo jefe de taller no pareció hacerle
caso. Aquel Thierry, seguramente, no pensaba más
que en deshacerse de Colas Gheel: se encogía de hombros
al mencionar a aquel blandengue, al emborronador
cuyas elucubraciones mecánicas no tendrían, finalmente,
más efecto que el de arrebatarle el trabajo a los hombres
y hacer que el paro empeorase, al beato a quien de repente
le había dado por la devoción, contrayéndola como
si fuera la tina. Desde que ya no disponía de las comodidades
y amenidades de Brujas, el borracho, después de
beber, adoptaba el tono contrito de un predicador en la
plaza pública. Todas aquellas gentes pendencieras e ignorantes
repugnaron al clérigo; comparados con ellos,
los doctores forrados de armiño y saturados de lógica
cobraban algún peso.
Poca consideración le valieron a Zenón sus talentos
mecánicos en el seno de su familia, que lo despreciaba
por su indigencia de bastardo y al mismo tiempo lo respetaba
hasta cierto punto por su futuro estado de sacerdote.
A la hora de cenar en el comedor, el clérigo escuchaba
proferir a Henri-Juste pomposos dichos sobre la
conducta que debe adoptarse en la vida: siempre hablaba
de evitar a las doncellas, por miedo a algún embarazo; a
las mujeres casadas, por miedo al puñal, y a las viudas
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porque lo devoran a uno. Había que cultivar las rentas
y rezarle a Dios. El canónigo Bartholommé Campanus,
acostumbrado a no exigir de las almas más de lo poco
que podían dar, no desaprobaba aquella tosca cordura.
Aquel día, los segadores habían visto a una bruja meando
maliciosamente en un campo, para conjurar la lluvia sobre
el trigo ya casi podrido por insólitos chaparrones. La
habían arrojado al fuego sin más proceso. Se mofaban de
aquella sibila que creía tener poderes sobre el agua y no
había podido resguardarse de las brasas. El canónigo explicaba
que el hombre, al infligir a los malvados el suplicio
del fuego que sólo dura un momento, no hacía sino
regirse por la conducta de Dios, que los condena al mismo
suplicio, pero eterno. Aquellas palabras no interrumpían
la copiosa colación de la noche; Jacqueline,
acalorada por el verano, gratificaba a Zenón con sus carantoñas
de mujer honesta. La gruesa flamenca, embellecida
por su parto reciente, orgullosa de su tez y de sus
manos blancas, conservaba una exuberancia de peonía.
El sacerdote no parecía darse cuenta ni del corpiño entreabierto,
ni de los mechones rubios que rozaban la nuca
del joven clérigo, inclinado sobre la página de un libro
antes de que trajeran las lámparas, ni del sobresalto de
cólera del estudiante que despreciaba a las mujeres. En
cada persona perteneciente al sexo femenino, Bartholommé
Campanus veía a María y a Eva a un tiempo, a la
que derrama, para salvación del mundo, su leche y sus
lágrimas, y a la que se abandona a la serpiente. Bajaba los
ojos sin juzgar.
Zenón salía, caminando con paso ligero. La terraza
rasa, con sus árboles recién plantados y sus pomposas
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rocallas, pronto dejaba lugar a los prados y tierras de sabor.
Una aldea de casas con tejados achaparrados se
ocultaba bajo el cabrilleo de los almiares. Mas ya había
pasado el tiempo en que Zenón podía tumbarse cerca de
las hogueras de San Juan, al lado de los campesinos, como
antaño lo hacía en Kuypen, en la noche clara que
abre el verano. Tampoco en las noches frías le hubieran
cedido un sitio en el banco de la fragua en donde unos
cuantos rústicos, siempre los mismos, se apiñaban al
buen calor, intercambiando noticias, entre el zumbido
de las últimas moscas de la temporada. Todo ahora lo separaba
de ellos: la lenta jerga pueblerina, sus pensamientos
apenas menos lentos y el temor que les inspiraba un
muchacho que hablaba latín y leía en los astros. En algunas
ocasiones, arrastraba a su primo y ambos corrían sus
aventuras nocturnas. Bajaba al patio, silbando bajito para
despertar a su compañero. Henri-Maximilien saltaba
por el balcón, aún entorpecido por el sueño profundo de
la adolescencia, oliendo a caballo y a sudor tras las volteretas
de la víspera. Mas la esperanza de topar con alguna
moza que se dejara revolcar a orillas del camino o
con el vino clarete, que bebían a traguitos cortos en la
posada, en compañía de algún carretero, pronto conseguía
espabilarlo.
Los dos amigos se adentraban por tierras de labor,
ayudándose uno a otro a saltar las cunetas, y se dirigían
hacia la fogata de un campamento de gitanos o hacia la
luz rojiza de una taberna distante. Al volver, Henri-Maximilien
se jactaba de sus hazañas; Zenón callaba las suyas.
La más tonta de aquellas aventuras fue una en que el
heredero de los Ligre se introdujo de noche en la cuadra
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de un tratante de caballos de Dranoutre y pintó dos yeguas
de color de rosa; su propietario, al día siguiente, las
creyó embrujadas. Un buen día se descubrió que Henri-
Maximilien había gastado, en una de aquellas correrías,
unos ducados que le había robado al grueso Juste: medio
en broma, medio en serio, padre e hijo llegaron a las manos.
Los separaron igual que se separa a un toro de su
torillo cuando se embisten uno a otro en el cercado de
una hacienda.
Pero lo más corriente era que Zenón saliera solo, al
alba, con sus tablillas en la mano. Se alejaba por el campo,
a la búsqueda de no se sabe qué clase de conocimientos
emanados directamente de las cosas. No se cansaba
de sopesar y estudiar con curiosidad las piedras, cuyos
contornos pulidos o rugosos, y cuyos tonos de herrumbre
o de moho nos cuentan una historia, testimonian de
los metales que las formaron, de los fuegos o las aguas
que antaño precipitaron su materia y coagularon su forma.
Por debajo de las piedras, se escapaban unos insectos,
bichos extraños de un infierno animal. Sentado en
un cerro, miraba cómo ondulaban, bajo el cielo gris, las
llanuras abultadas de cuando en cuando por largas colinas
arenosas, y pensaba en tiempos remotos, cuando el
mar ocupaba todos aquellos amplios espacios en donde
ahora crecía el trigo, dejándolos al marchar la conformidad
y rúbrica de las olas. Pues todo cambia: la forma del
mundo y las producciones de esa naturaleza que se mueve
y cuyos momentos ocupan siglos. Otras veces, su
atención, que se volvía de repente fija y furtiva como la
de un cazador, se dirigía hacia los animales que corren,
vuelan y se arrastran en lo profundo de los bosques; se
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interesaba por las huellas exactas que dejan tras ellos,
por sus períodos de celo, su emparejamiento, su alimentación,
sus señales y sus estratagemas, y por su modo de
morir, al ser golpeados con un palo. Le atraían con simpatía
los reptiles calumniados por el miedo o la superstición
humana, fríos, prudentes, medio subterráneos, y
que encerraban en cada uno de sus rastreros anillos una
especie de sabiduría mineral.
Una de aquellas tardes, en el momento más ardiente
de la canícula, Zenón, seguro de sí gracias a las instrucciones
de Jean Myers, se comprometió a sangrar a
un granjero, al que le había dado una congestión cerebral,
en lugar de esperar los socorros inciertos de un
barbero. El canónigo Campanus deploró aquella indecencia.
Henri-Juste, echándole leña al fuego, se quejó
amargamente de que los ducados perdidos en sufragar
los estudios de su sobrino no iban a servir más que para
que éste acabara con una lanceta y una bacía. El clérigo
soportó aquellas amonestaciones con un silencio preñado
de odio. A partir de aquel día, prolongó sus ausencias.
Jacqueline creía en algún amorío con la hija de un
granjero.
Una vez cogió pan para varios días y se aventuró
hasta los bosques de Houthuist. Aquellos bosques eran
lo que quedaba de las grandes arboledas existentes en
tiempos paganos: de sus hojas caían extraños consejos.
Mirando hacia arriba, contemplando desde abajo aquellas
espesuras de verdor y de agujas de pino, Zenón volvía
a enfrascarse en especulaciones alquímicas emprendidas
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en la escuela o a pesar de ella. En cada una de aquellas
pirámides vegetales hallaba el jeroglífico hermético de
las fuerzas ascendentes, el signo del aire, que baña y nutre
estas bellas entidades silvestres; del fuego, cuya virtualidad
llevan dentro de sí y que tal vez las destruya
un día. Pero aquellas ascensiones se equilibraban con un
descenso: bajo sus pies, el pueblo ciego y oloroso de las
raíces imitaba, en la oscuridad, la infinita división de
las ramitas en el cielo, orientándose con precaución hacia
no se sabe qué clase de nadir. Aquí y allá, una hoja
que amarilleaba antes de tiempo delataba bajo el verde la
presencia de los metales con que había formado su sustancia
y cuya transmutación operaba. El empuje del
viento combaba los altos árboles como lo hace con el
hombre el destino. El clérigo se sentía libre como los
animales y como ellos amenazado; equilibrado como el
árbol entre el mundo de abajo y el mundo de arriba; doblegado
él también por las presiones que sobre él se ejercían
y que no cesarían hasta que muriese. Mas la palabra
muerte no era todavía más que una palabra para aquel
hombre de veinte años.
Cuando llegó el crepúsculo, advirtió que en el musgo
había señales de árboles derribados; un olor de humo
lo condujo en la noche ya oscura hasta la choza de unos
carboneros. Tres hombres, un padre y sus dos hijos, verdugos
de árboles, dueños y servidores del fuego, obligaban
a éste a consumir lentamente a sus víctimas, transformando
la húmeda madera que silba y se estremece en
carbón que conserva para siempre su afinidad con el elemento
ígneo. Sus harapos se confundían con sus cuerpos
casi etíopes, pintados de hollín y de cenizas. Los pelos
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blancos del padre, las crines rubias de los hijos sorprendían
en torno a las caras negras y sobre los negros y desnudos
pechos. Aquellos tres, tan solos como anacoretas,
casi habían olvidado todas las cosas del mundo, o quizá
no las supieron nunca. Poco les importaba quién reinaba
en Flandes, ni si estaban en el año 1529 de la encarnación
de Cristo. Resoplaban, más que hablaban y acogieron
a Zenón como los animales del bosque acogen a otro
de los suyos; el clérigo no ignoraba que hubieran podido
matarlo para robarle sus vestiduras en vez de aceptar una
porción de su pan y de compartir con él su sopa de hierbas.
Avanzada la noche, medio ahogado en su choza llena
de humo, se levantó para observar los astros como de
costumbre y salió al área calcinada que parecía blanca en
la noche. La hoguera de los carboneros ardía lentamente.
Era una construcción geométrica tan perfecta como
los fortines que hacen los castores o como los panales de
las abejas. Una sombra se movía sobre campo rojo; el
más joven de los dos hermanos vigilaba la masa incandescente.
Zenón le ayudó a separar, con un gancho, los
leños que se quemaban con demasiada premura. Vega y
Deneb resplandecían entre las copas de los árboles; los
troncos y las ramas ocultaban las estrellas más bajas en el
cielo. El clérigo pensó en Pitágoras, en Nicolás de Cusa,
en un tal Copérnico cuyas teorías recientemente expuestas
habían sido calurosamente acogidas por algunos y
violentamente atacadas en la Escuela, y un sentimiento
de orgullo lo invadió al pensar que pertenecía a aquella
industriosa y agitada raza de los hombres que domestica
al fuego, transforma la sustancia de las cosas y escruta los
caminos de los astros.
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Despidiéndose de los carboneros sin más ceremonias,
como si se despidiera de los corzos del bosque, volvió
a ponerse en camino con impaciencia, como si el objetivo
que señalaba a su espíritu estuviera muy cerca y
como si, al mismo tiempo, fuera preciso apresurarse para
alcanzarlo. No ignoraba que estaba gozando de sus últimas
horas de libertad y que, de aquí a algunos días tendría
que volver a su banco del colegio, con el fin de asegurarse
para más tarde un puesto de secretario de obispo, encargado
de redondear suaves frases latinas, o una cátedra
de Teología desde la cual sería conveniente no dejar caer
sobre sus auditores más que palabras aprobadas o permitidas.
Por inocencia, debida a su juventud, se imaginaba
que nadie hasta entonces había albergado en su pecho
tanto rencor hacia el estado sacerdotal, ni había llevado
tan lejos la rebelión o la hipocresía. De momento sólo el
grito de alarma de un arrendajo, o los golpecitos de barreno
del pájaro carpintero constituían sus oficios de la
mañana. Una boñiga de animal humeaba delicadamente
sobre el musgo, dando testimonio del paso de una bestia
de la noche.
Una vez en el camino real volvió a hallar los ruidos
y gritos del siglo. Una banda de rústicos excitados corría
con cubos y horcas: una granja muy grande y aislada estaba
ardiendo, incendiada por uno de aquellos anabaptistas
que ahora pululaban por doquier, y mezclaban su
odio a ricos y poderosos con una forma particular de
amor a Dios. Zenón compadecía desdeñosamente a
aquellos visionarios, que saltaban de una barca podrida
a otra que hacía agua, y de una aberración secular a una
nueva manía, mas el asco a la densa opulencia que lo
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rodeaba lo ponía, a pesar suyo, del lado de los pobres.
Un poco más lejos halló a un tejedor que acababa de ser
despedido y que tuvo que optar por las alforjas del
mendigo para buscar subsistencia en otra parte. Envidió
a aquel miserable por ser más libre que él.
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