sábado, 9 de febrero de 2013

JORGE LUIS BORGES . CONFERENCIA : EL BUDISMO ------ POR RITA AMODEI

De Siete noches, noche cuarta: El Budismo. - Entre junio y agosto de 1977, Jorge Luis Borges pronunció siete conferencias en el Teatro Coliseo de Buenos Aires: La Divina Comedia, La pesadilla, El libro de las mil y una noches, El budismo, ¿Qué es la poesía?, La cábala, y La ceguera. +++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++

JORGE LUIS BORGES . CONFERENCIA : LA PESADILLA ........ POR RITA AMODEI

De Siete noches, noche segunda: La Pesadilla. - Entre junio y agosto de 1977, Jorge Luis Borges pronunció siete conferencias en el Teatro Coliseo de Buenos Aires: La Divina Comedia, La pesadilla, El libro de las mil y una noches, El budismo, ¿Qué es la poesía?, La cábala, y La ceguera +++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++

JORGE LUIS BORGES . POEMAS ----POR RITA AMODEI

Jorge Luis Borges recita varios de sus poemas mas destacados: Ajedrez, Arte poética, Borges y yo, El Golem, El poeta declara su nombradía, La noche que en el sur lo velaron, Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad y Poema de los dones ++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++ ++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++ I En su grave rincón, los jugadores rigen las lentas piezas. El tablero los demora hasta el alba en su severo ámbito en que se odian dos colores. Adentro irradian mágicos rigores las formas: torre homérica, ligero caballo, armada reina, rey postrero, oblicuo alfil y peones agresores. Cuando los jugadores se hayan ido, cuando el tiempo los haya consumido, ciertamente no habrá cesado el rito. En el Oriente se encendió esta guerra cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra. Como el otro, este juego es infinito. II Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada reina, torre directa y peón ladino sobre lo negro y blanco del camino buscan y libran su batalla armada. No saben que la mano señalada del jugador gobierna su destino, no saben que un rigor adamantino sujeta su albedrío y su jornada. También el jugador es prisionero (la sentencia es de Omar) de otro tablero de negras noches y de blancos días. Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonía?

JORGE LUIS BORGES " LAS RUINAS CIRCULARES " CUENTO ------ POR RITA AMODEI DIRECTORA -.

********************************************************************************** Las ruinas circulares [Cuento. Texto completo] Jorge Luis Borges Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas. El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar. Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo. A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos. Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía. Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido. En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó. El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy. Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje. Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas. El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

JORGE LUIS BORGES ." TRES VERSIONES DE JUDAS " ----- POR RITA AMODEI DIRECTORA

Tres versiones de Judas [Cuento. Texto completo] Jorge Luis Borges There seemed a certainity in degradation. -T. E. Lawrence: Seven Pillars of Wisdom, ciii En el Asia Menor o en Alejandría, en el segundo siglo de nuestra fe, cuando Basílides publicaba que el cosmos era una temeraria o malvada improvisación de ángeles deficientes, Niels Runeberg hubiera dirigido, con singular pasión intelectual, uno de los coventículos gnósticos. Dante le hubiera destinado, tal vez, un sepulcro de fuego; su nombre aumentaría los catálogos de heresiarcas menores, entre Satornilo y Carpócrates; algún fragmento de sus prédicas, exonerado de injurias, perduraría en el apócrifo Liber adversus omnes haereses o habría perecido cuando el incendio de una biblioteca monástica devoró el último ejemplar del Syntagma. En cambio, Dios le deparó el siglo veinte y la ciudad universitaria de Lund. Ahí, en 1904, publicó la primera edición de Kristus och Judas; ahí, en 1909, su libro capital Den hemlige Frälsaren. (Del último hay versión alemana, ejecutada en 1912 por Emili Schering; se llama Der heimliche Heiland.) Antes de ensayar un examen de los precitados trabajos, urge repetir que Nils Runeberg, miembro de la Unión Evangélica Nacional, era hondamente religioso. En un cenáculo de París o aun en Buenos Aires, un literato podría muy bien redescubir las tesis de Runeberg; esas tesis, propuestas en un cenáculo, serían ligeros ejercicios inútiles de la negligencia o de la blasfemia. Para Runeberg, fueron la clave que descifra un misterio central de la teología; fueron materia de meditación y análisis, de controversia histórica y filológica, de soberbia, de júbilo y de terror. Justificaron y desbarataron su vida. Quienes recorran este artículo, deben asimismo considerar que no registra sino las conclusiones de Runeberg, no su dialéctica y sus pruebas. Alguien observará que la conclusión precedió sin duda a las “pruebas”. ¿Quién se resigna a buscar pruebas de algo no creído por él o cuya prédica no le importa? La primera edición de Kristus och Judas lleva este categórico epígrafe, cuyo sentido, años después, monstruosamente dilataría el propio Nils Runeberg: No una cosa, todas las cosas que la tradición atribuye a Judas Iscariote son falsas (De Quincey, 1857). Precedido por algún alemán, De Quincey especuló que Judas entregó a Jesucristo para forzarlo a declarar su divinidad y a encender una vasta rebelión contra el yugo de Roma; Runeberg sugiere una vindicación de índole metafísica. Hábilmente, empieza por destacar la superfluidad del acto de Judas. Observa (como Robertson) que para identificar a un maestro que diariamente predicaba en la sinagoga y que obraba milagros ante concursos de miles de hombres, no se requiere la traición de un apóstol. Ello, sin embargo, ocurrió. Suponer un error en la Escritura es intolerable; no menos tolerable es admitir un hecho casual en el más precioso acontecimiento de la historia del mundo. Ergo, la traición de Judas no fue casual; fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía de la redención. Prosigue Runeberg: El Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la carne; para corresponder a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre. Judas, único entre los apóstoles, intuyó la secreta divinidad y el terrible propósito de Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del Verbo, podía rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta) y ser huésped del fuego que no se apaga. El orden inferior es un espejo del orden superior; las formas de la tierra corresponden a las formas del cielo; las manchas de la piel son un mapa de las incorruptibles constelaciones; Judas refleja de algún modo a Jesús. De ahí los treinta dineros y el beso; de ahí la muerte voluntaria, para merecer aun más la Reprobación. Así dilucidó Nils Runeberg el enigma de Judas. Los teólogos de todas las confesiones lo refutaron. Lars Peter Engström lo acusó de ignorar, o de preterir, la unión hipostática; Axel Borelius, de renovar la herejía de los docetas, que negaron la humanidad de Jesús; el acerado obispo de Lund, de contradecir el tercer versículo del capítulo 22 del Evangelio de San Lucas. Estos variados anatemas influyeron en Runeberg, que parcialmente reescribió el reprobado libro y modificó su doctrina. Abandonó a sus adversarios el terreno teológico y propuso oblicuas razones de orden moral. Admitió que Jesús, «que disponía de los considerables recursos que la Omnipotencia puede ofrecer», no necesitaba de un hombre para redimir a todos los hombres. Rebatió, luego, a quienes afirman que nada sabemos del inexplicable traidor; sabemos, dijo, que fue uno de los apóstoles, uno de los elegidos para anunciar el reino de los cielos, para sanar enfermos, para limpiar leprosos, para resucitar muertos y para echar fuera demonios (Mateo 10: 7-8; Lucas 9: 1). Un varón a quien ha distinguido así el Redentor merece de nosotros la mejor interpretación de sus actos. Imputar su crimen a la codicia (como lo han hecho algunos, alegando a Juan 12: 6) es resignarse al móvil más torpe. Nils Runeberg propone el móvil contrario: un hiperbólico y hasta ilimitado ascetismo. El asceta, para mayor gloria de Dios, envilece y mortifica la carne; Judas hizo lo propio con el espíritu. Renunció al honor, al bien, a la paz, al reino de los cielos, como otros, menos heroicamente, al placer1. Premeditó con lucidez terrible sus culpas. En el adulterio suelen participar la ternura y la abnegación; en el homicidio, el coraje; en las profanaciones y la blasfemia, cierto fulgor satánico. Judas eligió aquellas culpas no visitadas por ninguna virtud: el abuso de confianza (Juan 12: 6) y la delación. Obró con gigantesca humildad, se creyó indigno de ser bueno. Pablo ha escrito: El que se gloria, gloríese en el Señor (I Corintios 1: 31); Judas buscó el Infierno, porque la dicha del Señor le bastaba. Pensó que la felicidad, como el bien, es un atributo divino y que no deben usurparlo los hombres2. Muchos han descubierto, post factum, que en los justificables comienzos de Runeberg está su extravagante fin y que Den hemlige Frälsaren es una mera perversión o exasperación de Kristus och Judas. A fines de 1907, Runeberg terminó y revisó el texto manuscrito; casi dos años transcurrieron sin que lo entregara a la imprenta. En octubre de 1909, el libro apareció con un prólogo (tibio hasta lo enigmático) del hebraísta dinamarqués Erik Erfjord y con este pérfido epígrafe: En el mundo estaba y el mundo fue hecho por él, y el mundo no lo conoció (Juan 1: 10). El argumento general no es complejo, si bien la conclusión es monstruosa. Dios, arguye Nils Runeberg, se rebajó a ser hombre para la redención del género humano; cabe conjeturar que fue perfecto el sacrificio obrado por él, no invalidado o atenuado por omisiones. Limitar lo que padeció a la agonía de una tarde en la cruz es blasfematorio3. Afirmar que fue hombre y que fue incapaz de pecado encierra contradicción; los atributos de impeccabilitas y de humanitas no son compatibles. Kemnitz admite que el Redentor pudo sentir fatiga, frío, turbación, hambre y sed; también cabe admitir que pudo pecar y perderse. El famoso texto Brotará como raíz de tierra sedienta; no hay buen parecer en él, ni hermosura; despreciado y el último de los hombres; varón de dolores, experimentado en quebrantos (Isaías 53: 2-3), es para muchos una previsión del crucificado, en la hora de su muerte; para algunos (verbigracia, Hans Lassen Martensen), una refutación de la hermosura que el consenso vulgar atribuye a Cristo; para Runeberg, la puntual profecía no de un momento sino de todo el atroz porvenir, en el tiempo y en la eternidad, del Verbo hecho carne. Dios totalmente se hizo hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas. En vano propusieron esa revelación las librerías de Estocolmo y de Lund. Los incrédulos la consideraron, a priori, un insípido y laborioso juego teológico; los teólogos la desdeñaron. Runeberg intuyó en esa indiferencia ecuménica una casi milagrosa confirmación. Dios ordenaba esa indiferencia; Dios no quería que se propalara en la tierra Su terrible secreto. Runeberg comprendió que no era llegada la hora: Sintió que estaban convergiendo sobre él antiguas maldiciones divinas; recordó a Elías y a Moisés, que en la montaña se taparon la cara para no ver a Dios; a Isaías, que se aterró cuando sus ojos vieron a Aquel cuya gloria llena la tierra; a Saúl, cuyos ojos quedaron ciegos en el camino de Damasco; al rabino Simeón ben Azaí, que vio el Paraíso y murió; al famoso hechicero Juan de Viterbo, que enloqueció cuando pudo ver a la Trinidad; a los Midrashim, que abominan de los impíos que pronuncian el Shem Hamephorash, el Secreto Nombre de Dios. ¿No era él, acaso, culpable de ese crimen oscuro? ¿No sería ésa la blasfemia contra el Espíritu, la que no será perdonada (Mateo 12: 31)? Valerio Sorano murió por haber divulgado el oculto nombre de Roma; ¿qué infinito castigo sería el suyo, por haber descubierto y divulgado el horrible nombre de Dios? Ebrio de insomnio y de vertiginosa dialéctica, Nils Runeberg erró por las calles de Malmö, rogando a voces que le fuera deparada la gracia de compartir con el Redentor el Infierno. Murió de la rotura de un aneurisma, el primero de marzo de 1912. Los heresiólogos tal vez lo recordarán; agregó al concepto del Hijo, que parecía agotado, las complejidades del mal y del infortunio. 1. Borelius interroga con burla: ¿Por qué no renunció a renunciar? ¿Por qué no a renunciar a renunciar? 2. Euclydes da Cunha, en un libro ignorado por Runeberg, anota que para el heresiarca de Canudos, Antonio Conselheiro, la virtud «era una casi impiedad». El lector argentino recordará pasajes análogos en la obra de Almafuerte. Runeberg publicó, en la hoja simbólica Sju insegel, un asiduo poema descriptivo, El agua secreta; las primeras estrofas narran los hechos de un tumultuoso día; las últimas, el hallazgo de un estanque glacial; el poeta sugiere que la perduración de esa agua silenciosa corrige nuestra inútil vio-lencia y de algún modo la permite y la absuelve. El poema concluye así: El agua de la selva es feliz; podemos ser malvados y dolorosos. 3. Maurice Abramowicz observa: “Jésus, d'aprés ce scandinave, a toujours le beau rôle; ses déboires, grâce à la science des typographes, jouissent d'une réputabon polyglotte; sa résidence de trente-trois ans parmi les humains ne fut en somme, qu'une villégiature”. Erfjord, en el tercer apéndice de la Christelige Dogmatik refuta ese pasaje. Anota que la crucifixión de Dios no ha cesado, porque lo acontecido una sola vez en el tiempo se repite sin tregua en la eternidad. Judas, ahora, sigue cobrando las monedas de plata; sigue besando a Jesucristo; sigue arrojando las monedas de plata en el templo; sigue anudando el lazo de la cuerda en el campo de sangre. (Erlord, para justificar esa afirmación, invoca el último capítulo del primer tomo de la Vindicación de la eternidad, de Jaromir Hladík). FIN

JORGE LUIS BORGES . " LA BIBLIOTECA TOTAL " ------- POR RITA AMODEI DIRECTORA

La biblioteca total [Cuento. Texto completo] Jorge Luis Borges El capricho o imaginación o utopía de la Biblioteca Total incluye ciertos rasgos, que no es difícil confundir con virtudes. Maravilla, en primer lugar, el mucho tiempo que tardaron los hombres en pensar esa idea. Ciertos ejemplos que Aristóteles atribuye a Demócrito y a Leucipo la prefiguran con claridad, pero su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer expositor es Kurd Lasswitz. (Entre Demócrito de Abdera y Fechner de Leipzig fluyen -cargadamente- casi veinticuatro siglos de Europa.) Sus conexiones son ilustres y múltiples: está relacionada con el atomismo y con el análisis combinatorio, con la tipografía y con el azar. En la obra El certamen con la tortuga (Berlín, 1929), el doctor Theodore Wolff juzga que es una derivación, o parodia, de la máquina mental de Raimundo Lulio; yo agregaría que es un avatar tipográfico de esa doctrina del Eterno Regreso que prohijada por los estoicos o por Blanqui, por los pitagóricos o por Nietzsche, regresa eternamente. El más antiguo de los textos que la vislumbran está en el primer libro de la Metafísica de Aristóteles. Hablo de aquel pasaje que expone la cosmogonía de Leucipo: la formación del mundo por la fortuita conjunción de los átomos. El escritor observa que lo átomos que esa conjetura requiere son homogéneos y que sus diferencias proceden de la posición, del orden o de la forma. Para ilustrar esas distinciones añade: "A difiere de N por la forma, AN de NA por el orden, Z de N por la posición". En el tratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de iguales elementos que una comedia -es decir, de las veinticuatro letras del alfabeto. Pasan trescientos años y Marco Tulio Cicerón compone un indeciso diálogo escéptico y lo titula irónicamente De la naturaleza de los dioses. En el segundo libro, uno de los interlocutores arguye: "No me admiro que haya alguien que se persuada de que ciertos cuerpos sólidos e individuales son arrastrados por la fuerza de la gravedad, resultando del concurso fortuito de estos cuerpos el mundo hermosísimo que vemos. El que juzga posible esto, también podrá creer que si arrojan a bulto innumerables caracteres de oro, con las veintiuna letras del alfabeto, pueden resultar estampados los Anales de Ennio. Ignoro si la casualidad podrá hacer que se lea un solo verso."1 La imagen tipográfica de Cicerón logra una larga vida. A mediados del siglo XVII, figura en un discurso académico de Pascal; Swift, a principios del siglo XVIII, la destaca en el preámbulo de su indignado Ensayo trivial sobre las facultades del alma, que es un museo de lugares comunes -como el futuro Dictionnaire des idées reçues, de Flaubert. Siglo y medio más tarde, tres hombres justifican a Demócrito y refutan a Cicerón. En tan desaforado espacio de tiempo, el vocabulario y las metáforas de la polémica son distintos. Huxley (que es uno de esos hombres) no dice que los "caracteres de oro" acabarán por componer un verso latino, si los arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum2. Lewis Carroll (que es otro de los refutadores) observa en la segunda parte de la extraordinaria novela onírica Sylvie and Bruno -año 1893- que siendo limitado el número de palabras que comprende un idioma, lo es asimismo el de sus combinaciones posibles o sea el de sus libros. "Muy pronto -dice- los literatos no se preguntarán, '¿qué libro escribiré?', sino '¿cuál libro?' "Lasswitz, animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle. La idea básica de Lasswitz es la de Carroll, pero los elementos de su juego son los universales símbolos ortográficos, no las palabras de un idioma. El número de tales elementos -letras, espacios, llaves, puntos suspensivos, guarismos- es reducido y puede reducirse algo más. El alfabeto puede renunciar a la cu (que es del todo superflua), a la equis (que es una abreviatura) y a todas las letras mayúsculas. Pueden eliminarse los algoritmos del sistema decimal de numeración o reducirse a dos, como en la notación binaria de Leibniz. Puede limitarse la puntuación a la coma y al punto. Puede no haber acentos, como en latín. A fuerza de simplificaciones análogas, llega Kurd Lasswitz a veinticinco símbolos suficientes (veintidós letras, el espacio, el punto, la coma) cuyas variaciones con repetición abarcan todo lo que es dable expresar en todas las lenguas. El conjunto de tales variaciones integraría una Biblioteca Total, de tamaño astronómico. Lasswitz insta a los hombres a producir mecánicamente esa Biblioteca inhumana, que organizaría el azar y que eliminaría a la inteligencia. (El certamen con la tortuga de Theodore Wolff expone la ejecución y las dimensiones de esa obra imposible.) Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa del porvenir, Los egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que las aguas de Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero nombre de Roma, la enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y entresueños en el alba del catorce de agosto de 1934, la demostración del teorema de Pierre Fermat, los no escritos capítulos de Edwin Drood, esos mismos capítulos traducidos al idioma que hablaron los garamantas, las paradojas que ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó, los libros de hierro de Urizen, las prematuras epifanías de Stephen Dedalus que antes de un ciclo de mil años nada querrán decir, el evangelio gnóstico de Basílides, el cantar que cantaron las sirenas, el catálogo fiel de la Biblioteca, la demostración de la falacia de ese catálogo. Todo, pero por una línea razonable o una justa noticia habrá millones de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. Todo, pero las generaciones de los hombres pueden pasar sin que los anaqueles vertiginosos -los anaqueles que obliteran el día y en los que habita el caos- les hayan otorgado una página tolerable. Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles. Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados en un solo organismo... Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira. 1- No teniendo a la vista el original, copio la versión española de Menéndez y Pelayo (Obras completas de Marco Tulio Cicerón, tomo tercero, p.88). Deussen y Mauthner hablan de una bolsa de letras y no dicen que éstas son de oro; no es imposible que el "ilustre bibliófago" haya donado el oro y haya retirado la bolsa. 2- Bastaría, en rigor, con un solo mono inmortal.

MANUEL MUJICA LAINEZ .." DE LA MISTERIOSA BUENOS AIRES " ---- POR RITA AMODEI

Tres episodios basados sobre cuentos del libro homónimo de Manuel Mujica Lainez, sobre guiones de los propios directores y la colaboración de Ernesto Schoó. El hambre: dirigido por Alberto Fisherman con J.J. Chiambretto, Pablo Brichta, José María Gutiérrez, Patricio Contreras. La pulsera de cascabeles dirigido por Ricardo Wullicher con Walter Santa Ana, Augusto Kretsmar, Eduardo Alonso, Iván Grey. El salón dorado dirigido por Oscar Barney Finn con Eva Franco, Julia von Grolman, Aldo Barbero, Graciela Dufau. *************************************************************************************************

MANUEL MUJICA LAINEZ .." DE LA MISTERIOSA BUENOS AIRES " ---- POR RITA AMODEI

Mujica Lainez Prólogo de Jorge Cruz Índice Prólogo, por Jorge Cruz 11 Aquí vivieron 31 I. Lumbi (1583) 33 II. El lobisón (1633) 39 III. El cofre (1648) 49 IV. Los toros (1702) 57 V. Los amores de Leonor Montalvo (1748) 66 VI. El camino desandado (1755) 76 VII. La máscara sin rostro (1779) 83 VIII. Los reconquistadores (1806) 91 IX Prisión de sangre (1810) 98 X. El poeta perdido (1835) 107 XI. La viajera (1840) 120 XII. Tormenta en el río (1847) 128 XIII. El pintor de San Isidro (1867) 134 XIV. El testamento (1872) 140 XV. El coleccionista (1891) 148 XVI. Rival (1895) 154 XVII. La mujer de Pablo (1897) 161 XVIII. El dominó amarillo (1900) 169 XIX. El grito (1913) 178 XX. El atorrante (1915) 188 XXI. Regreso (1918) 193 XXII. La que recordaba (1919) 201 XXIII. Muerte de la quinta (1924) 205 Misteriosa Buenos Aires 211 I. El hambre (1536) 213 II. El primer poeta (1538) 218 III. La Sirena (1541) 222 IV. La fundadora (1580) 226 V. La enamorada del pequeño Dragón (1584) 229 VI El libro (1605) 235 VII. Las ropas del maestro (1608) 239 VIII. Milagro (1610) 242 IX. Los pelícanos de plata (1615) 245 X. El espejo desordenado (1643) 248 XI Crepúsculo (1644) 256 XII Las reverencias (1648) 260 XIII. Toinette (1658) 264 XIV. El imaginero (1679) 269 XV. El arzobispo de Samos (1694) 274 XVI. El embrujo del Rey (1699) 278 XVII. La ciudad encantada (1709) 282 XVIII. La pulsera de cascabeles (1720) 286 XIX. El patio iluminado (1725) 290 XX. La mojiganga (1753) 293 XXI. Le royal Cacambo (1761) 297 XXII. La jaula (1776) 301 XXIII. La víbora (1780) 305 XXIV. El sucesor (1785) 310 XXV. El pastor del río (1792) 314 XXVI. El ilustre amor (1797) 318 XXVII. La princesa de Hungría (1802) 322 XXVIII. La galera (1803) 329 XXIX. La casa cerrada (1807) 333 XXX. El amigo (1808) 338 XXXI. Memorias de Pablo y Virginia (1816-1852) 345 XXXII. La hechizada (1817) 363 XXXIII. El cazador de fantasmas (1821) 372 XXXIV. La adoración de los Reyes Magos (1822) 377 XXXV. El ángel y el payador (1825) 380 XXXVI. El tapir (1835) 386 XXXVII. El vagamundo (1839) 391 XXXVIII. Un granadero (1850) 394 XXXIX. La escalinata de mármol (1852) 400 XL. Una aventura del Pollo (1866) 404 XLI. El hombrecito del azulejo (1875) 415 XLII. El salón dorado (1904) 422 Prólogo Relatos familiares Contar fue —voy a utilizar dos palabras de raíz religiosa— una vocación y una predestinación de Manuel Mujica Lainez, el escritor argentino que vivió entre 1910 y 1984 y dejó una obra numerosa, narrativa en su mayor parte pero también poética y ensayística, si se tolera el abuso de estirar este vocablo hasta abarcar la biografía, el artículo de tema literario o histórico y la nota de viaje; todo lo que no es resultado de la pura invención, aunque la incluya en alguna medida. Tradujo, además, medio centenar de sonetos de Shakespeare y piezas teatrales de clásicos franceses. Durante la infancia se nutrió de relatos y libros. Su abuela Justa Varela de Lainez y en particular sus tías Lainez sabían las cosas más insólitas y se complacían en narrarlas con prodigalidad ante el fascinado niño. No pocos de esos relatos concernían a la propia familia y tocaban a personajes y sucesos de la historia argentina, sobre todo a la historia intelectual. Por los Varela se emparentaban con dos figuras sobresalientes de las letras nacionales: Juan Cruz Varela, poeta neoclásico, admirador del español Manuel José Quintana y autor de dos tragedias clásicas, de augustas odas dedicadas a héroes y victorias de las guerras de la Independencia; y Florencio Varela, uno de los más notables periodistas de su tiempo, ambos proscritos durante la tiranía de Juan Manuel de Rosas. Justa Varela fue mujer de Bernabé Lainez Cané, por el cual, en la sangre de nuestro escritor, corría también la de otro clásico de las letras argentinas, Miguel Cané, autor de Juvenilia y fiel exponente de la llamada generación del 80, formada por hombres que amaban la cultura, las artes, los viajes, la conversación y el refinamiento, ciudadanos de un Buenos Aires cosmopolita y próspero, aunque también babélico y contradictorio. Con ellos tenía Mujica Lainez, por temperamento y formación, muchos puntos de contacto. Hay que añadir que la madre del escritor, Lucía Lainez de Mujica Farías, era mujer de cultura poco común, que escribía con gracia y elegancia, según lo demuestra su libro Recordando..., memorias de su permanencia en Francia. El primer Mujica establecido en el Río de la Plata, a mediados del siglo XVIII, fue Juan Bautista de Mújica y Gorostizu, vasco por todos lados, unido en matrimonio con una descendiente de otro vasco, nada menos que Juan de Garay, quien fundó Buenos Aires en 1580. Estas referencias genealógicas no son impertinentes en el caso de Mujica Lainez, pues en su vida y en su obra importaron. El orgullo de la prosapia —inalterable en el transcurso de la historia, desde la nobleza por la gracia de Dios hasta la procurada por las armas o por el dinero— se reitera en el autor, tanto en sus obras argentinas, con personajes de sobria ascendencia, como en las de tema europeo, en las que espejean escudos de armas de familias reales y de antiguo y preclaro origen. El escritor publicó, en la revista El Hogar, entre 1947 y 1948, nueve notas con el título general de “La historia viva en nuestras casas tradicionales”, fruto de investigaciones documentales y de frecuentaciones amistosas. Las notas pueden leerse en Los porteños (Ediciones Librería de La Ciudad, 1979). La curiosidad por los abolengos, sin embargo, no lo desvió jamás del primordial aprecio dispensado a la belleza, la gracia y la inteligencia como rasgos parejos a la nobleza. Prehistoria del narrador Mujica Lainez mostró muy tempranamente su vocación por las letras. De la infancia data una comedia, y de la adolescencia, cuando cursaba sus estudios secundarios en la Ecole Descartes, de París, un poema, redactado en francés y en alejandrinos, en el cual solicitaba clemencia al jefe de celadores para que los librara a él y a sus compañeros de una dura penitencia. Los versos ablandaron al celoso custodio del orden escolar y descubrieron en el alumno la aptitud para componerlos circunstancialmente y con calidad propia de consumado repentista. Cuántas veces iba a exhibir esta sorprendente aptitud, registrada, en parte, en el inédito Cancionero de La Nación (el diario del cual fue redactor durante casi cuarenta años) y, en parte, en la memoria de sus amigos. De esa época se ha conservado una breve y también inédita novela, en francés, titulada Louis XVII. En la dedicatoria del único ejemplar que existe, mecanografiado y con fina encuadernación, el autor no oculta el orgullo de sus catorce años: “À Papa, mon premier livre”. En el transcurso de nueve capítulos se desarrolla la historia de un personaje que ha perdido la razón y se cree Luis Carlos, el Delfín de Francia, segundo hijo de Luis XVI y María Antonieta, encerrado en el Temple (viejo monasterio de los templarios) y proclamado Luis XVII 12 por los nobles exiliados, luego de la ejecución de sus padres. El Delfín murió en la prisión en 1795, pero algunos creyeron que se le había facilitado la huida y que en su lugar había quedado un niño enfermo. Amparándose en esta suposición, ciertos intrigantes, luego de la caída de Napoléon I, trataron de hacerse pasar por el hijo del rey decapitado. Un cuarto de siglo después retomó Mujica Lainez el tema en “La escalinata de mármol”, de Misteriosa Buenos Aires, donde se deja entrever que el Delfín, con el nombre de Pierre Benoit, murió en Buenos Aires. Luego de este intento —más bien ejercicio escolar avanzado—, Mujica Lainez advirtió que para llegar a ser un verdadero escritor debía sumergirse hondamente en las aguas del propio idioma. Sin embargo, se dio el gusto de redactar en francés, mucho más tarde, “Le royal Cacambo”, de Misteriosa Buenos Aires. Cumplida la experiencia europea (París y Londres) entre 1923 y 1925, concluyó en su ciudad natal los estudios secundarios, comenzó y abandonó los universitarios en la Facultad de Derecho y fue fugaz funcionario en el Ministerio de Agricultura y Ganadería. El período de transición e indecisión concluyó cuando se dedicó, y para siempre, al periodismo; primero, y por poco tiempo, en la sección de noticias del interior del diario La Razón, y luego, a fines de 1932, en la redacción de La Nación. Primeros cuentos en letras de molde Antes de su iniciación periodística, La Nación había incluido, en las páginas literarias del 26 de junio de 1927, un poema titulado “Crepúsculo otoñal”, enjoyado de reminiscencias modernistas. Otros aparecieron en El Hogar, en Don Goyo y en Fray Mocho. Más convincentes que los poemas, bien medidos y rimados, pero poco espontáneos, resultan las páginas en prosa, aparecidas en aquellas publicaciones y en La Nación. En ellas se esfuma lo que trasciende a ejercicio virtuoso y despuntan el observador irónico y el narrador que siente el placer de contar. De 1928 —el autor tenía 18 años— datan sus primeros relatos: cuatro cuentos en los que se oponen lo ideal y lo real. En “Una tragedia del Renacimiento” contrasta el boato teatral de los Borgia célebres y la vulgaridad cotidiana y contemporánea a la que regresan, concluida la filmación, los actores que los encarnan. En “Un artista”, su protagonista exhibe los atributos exteriores de un ser espiritual y sensible, pero al final se descubre totalmente distinto. La joya más preciada de una adinerada señora, en “La mesa estilo Imperio”, es un mueble que, según le han asegurado, perteneció a Josefina Bonaparte, pero en verdad no es antiguo ni ilustre. El gran señor inglés de “El mail 13 coach” ha perdido su fortuna, y el lujoso y turístico carruaje es una fuente de recursos para su dueño. Algunos de estos relatos contienen observaciones sobre la figuración y, seguramente, recogen experiencias del joven hombre de mundo que en las notas de “A través de mi monóculo” (1928), “Retiro- Tigre. Apuntes de un viajero desocupado” (1929) y “Con vidrio de aumento” (1930) registraba sus irónicas observaciones de filósofo de salón. Un ejemplo: “¿Qué es un hombre recto? —Un hombre que dice la verdad. —¿Y un hombre insoportable? —Un hombre que dice verdades”. De 1929 data “Ubaldo”, nombre de un poderoso banquero, pequeño y débil, a quien su corpulenta mujer, ansiosa de escandalosa notoriedad, obliga a sentar fama de Don Juan, pretensión que precipita a ambos en el ridículo. 1930 es el año de un cuento hallado entre los papeles del escritor, después de su muerte, y sin constancia de publicación. Se denomina “Invierno, viejo invierno” y figura, como los anteriores, en Cuentos inéditos, editados por Planeta Biblioteca del Sur en 1993. No es propiamente un cuento, es una simple invocación, de muy pobre interés. Con razón el autor lo dejó entre sus papeles. Varias narraciones se sucedieron en La Nación a lo largo de 1934. Mujica Lainez no reunió en volumen estos relatos, a pesar de que demostraban una más alerta preocupación artística. Los contrastes esquemáticos, algo ingenuos y previsibles, el gusto por lo ingeniosamente sentencioso aplicado a la crítica de costumbres, se atenúan, mientras comienzan a destacarse otros detalles: situaciones en las cuales la fantasía se expande libremente, a costa del realismo, personajes más complicados y descripciones ricas en relieves y colores. Tal el caso de “Palomba”, cuya protagonista es un personaje alucinado, en un ámbito vagamente medieval, de cuento de hadas. Cosa parecida podría decirse del ogro de “El arcón”, colérico y ciego, avaro y cruel. En “El Inca Garcilaso de la Vega o el conquistador conquistado”, animado por un personaje histórico, el tema del linaje cobra trascendencia. “Hijo de un capitán ibérico, de alcurnia hidalga, y de una princesa peruana, nieta de Tupac Yupanqui”, ambas razas se lo disputan. Como el escritor argentino, el mestizo cuzqueño tiene entre sus antepasados a gente de letras: nada menos que el Marqués de Santillana, Jorge Manrique y Garcilaso de la Vega, el poeta. Finalmente, por sobre el abolengo hispano va a imponerse la raza materna. Los Comentarios reales del Inca constituyen el “pedestal sólido para la fama de los descendientes de Manco Capac” y simbolizan “el desquite de la raza vencida sobre la dominadora”. En “El milagro” (nada tiene que ver con “Milagro” de Misteriosa Buenos Aires), el joven escritor ha alcanzado magistral dominio en 14 el manejo del idioma, los personajes y el entorno. Con sutil ironía, la historia de las solteronas deslumbradas por el falso Arcángel —en verdad, un apuesto militar que se fuga con unos ricos candelabros— excluye el esquematismo de los contrastes reiterado en otros cuentos. En “La divina Sarah”, la protagonista se identifica con Sarah Bernhardt, la célebre actriz francesa, y pierde pie en la realidad para dar impulso a su fantasía. Como Palomba, ha perdido la razón. En 1938 dio a conocer en el Suplemento Literario de La Nación “El grito en la tormenta”, donde se manifiesta una presencia inquietante, misteriosa y un tanto terrorífica, nueva en el autor. Este relato no figura en los citados Cuentos inéditos. Ensayo y ficción En el fértil 1934 (el autor tenía 24 años) comenzaron a aparecer en La Nación páginas basadas en lecturas españolas. Respiraba el escritor aires hispánicos no sólo en la literatura sino en el trato asiduo con personajes de los Cursos de Cultura Católica, de quienes se apartó cuando, en la Segunda Guerra Mundial, algunos de ellos —entre los cuales había amigos de la infancia— tomaron partido por nazis y fascistas. Mujica Lainez se puso del lado de los Aliados. Dos años después, aquellos trabajos aparecieron reunidos en Glosas castellanas, su primer libro. Lo integran ocho ensayos literarios, muestras de su inmersión en la lengua española y su literatura. La serie titulada “Prosas quijotiles” se inclina hacia la ficción, pues el elemento imaginativo tiene en ella papel preponderante: invención del autor a partir de la invención cervantina. “El cura y el barbero” cuenta cómo los dos personajes, leyendo algunos libros de la biblioteca de Don Quijote, después del escrutinio que salva o condena obras literarias, conciben la idea de emprender, a su vez, aventuras quijotescas. Los duques de la “prosa” así denominada aparecen como esclavos de sus quimeras. En “El pintor de Don Quijote”, el escritor supone que tal artista es El Greco y, en “El escepticismo de Sancho”, éste confunde a verdaderos bandoleros, que lo maltratan, con carneros, al revés del amo. De su aprendizaje español, Mujica Lainez recogió vocablos antiguos y entonaciones castellanas que no desaparecerán del todo en sus páginas. En 1938 publicó su primera novela, Don Galaz de Buenos Aires, cuyo protagonista es un personaje mitad Quijote, mitad pícaro, imaginado en el “diminuto y humilde” Buenos Aires del siglo XVII. Según él, la Literatura desmitifica a la Historia. Los próceres —protesta el joven autor— “aparecen ante nosotros siempre erguidos, siempre ataviados con galas de fuste, siempre ocupados de cosas de gobierno, grandilo- 15 cuentes, con la mano autoritaria a la altura del pecho, como si juraran decir la verdad”. Contra esa visión se volvió, y esa actitud prevalecerá en todas sus obras de sustento histórico. Con la novela, en la que se advierte la marca de La gloria de Don Ramiro, de Enrique Larreta, admirado amigo suyo y de sus padres y vecino en el barrio de Belgrano, Glosas castellanas constituye lo que el autor llamó su “academia”, el resultado del aprendizaje, la prueba de sus fuerzas. Fiel a la Historia desmitificada, humanizada, Mujica Lainez publicó a continuación tres biografías de escritores argentinos: su pariente Miguel Cané, el romántico, padre del citado autor de Juvenilia (1942), y dos poetas gauchescos, Hilario Ascasubi (1943) y Estanislao del Campo (1946), tríptico en el que se anuncia aventajadamente el narrador artista pronto a demostrar su cabal madurez. En la misma década aparecieron dos obras fervorosamente dedicadas a su ciudad: Canto a Buenos Aires (1943), en verso, y Estampas de Buenos Aires (1946), en prosa. Cuentos encadenados Luego de esta larga, minuciosa y ejemplar preparación, el escritor dio a conocer, en el umbral de la cuarentena, Aquí vivieron (1949) y Misteriosa Buenos Aires (1950). Los forman cuentos compuestos especialmente para encadenarse en estos dos libros de estructura semejante, próximos a la novela. El primero se sitúa espacialmente en los Montes Grandes, luego barrancas de San Isidro, y el segundo, en Buenos Aires. Temporalmente abarcan casi cuatro siglos de vida argentina. Además del título, cada cuento lleva la indicación del año en que transcurre. En La Nación aparecieron “Huecufú” (1947), “Crepúsculo” (1949) y “Un granadero” (1950). Los dos últimos se incorporaron más tarde a Misteriosa Buenos Aires. En cambio, “Huecufú”, destinado en principio a encabezar Aquí vivieron, quedó fuera. Huecufú es un duende que asiste al combate del 15 de junio de 1536 entre españoles e indígenas y advierte la presencia de los ángeles blancos y los ángeles negros que, invisibles, participan de la lucha. Luego de la derrota de los indios, desaparece. Una nota del autor dice: “Comienza con este relato la ‘biografía’ de un solar de los alrededores de Buenos Aires. Como siempre, en el principio está lo mitológico”. Aquí vivieron lleva como subtítulo “Historias de una quinta de San Isidro, 1583-1924”. Siguiendo su costumbre, el autor consigna las fechas de composición de los cuentos, entre el 7 de mayo de l947 y el 5 de mayo de l948. Ocho de los veintitrés relatos se desarrollan durante la Colonia y los demás en la Argentina independiente. En ellos lo his- 16 tórico gravita tanto en los ajustes que exige cada época como en las referencias a personajes y situaciones oficiales y en los detalles del escenario que va modificándose con el paso de los años. Es materia que Mujica Lainez domina ya perfectamente. Tal dominio le permite inventar con libertad y, al mismo tiempo, con propiedad histórica. El margen de libertad se amplía gracias a que los protagonistas de los relatos no son personajes públicos y notorios, de actuación ya establecida, sino gente común de las diversas épocas del transcurso temporal. En el breve prólogo de la edición de 1962, la tercera, el autor manifiesta su predilección por el libro. “Lo quiero especialmente, quizás porque las imágenes que lo forman están íntimamente enraizadas en lo hondo de mi infancia y de mi adolescencia y porque, si alguna rara vez lo recorro todavía, me trae el perfume del viejo San Isidro, que es el de mis años distantes, intenso y secreto”. Cuando allí se construye una quinta, los cuentos comienzan a encadenarse y a formar una trama que abarca el conjunto, sin que las narraciones pierdan independencia. Los miembros de una familia reaparecen en varias. Son los moradores de la quinta que se menciona, por primera vez, en “Los amores de Leonor Montalvo”, la hija adolescente de un pulpero de la ciudad, de la cual se prenda Don Francisco Montalvo, hidalgo cuarentón y adinerado. Su amigo, el capitán Domingo de Acassuso “edificaba a la sazón una iglesia, cumpliendo un voto, a cinco leguas de la ciudad, frente al Río de la Plata. Crecía en torno una población titubeante, que empezaba a llamarse San Isidro en homenaje al santo labrador a quien estaba consagrada la capilla. En 1718, un año después de la boda, Montalvo adquirió allí una propiedad sobre la barranca...”. La casa que allí hace construir es la jaula en la que encierra a su joven esposa. Más tarde, el dueño es Fernando Islas de Garay, descendiente (como el mismo Mujica Lainez) del fundador de Buenos Aires. En “El poeta perdido” se habla de otros parientes del escritor, mucho más cercanos: Fray Julián Perdriel, Juan Cruz Varela, Miguel Cané (padre) y Misia Bernabela Andrade. Una Islas se casa con un Montalvo, remoto pariente de los primitivos dueños de la finca, y de esa unión nace Francisco, el poeta romántico. Al quedar huérfano, vive con su tía Catalina Romero de Islas, dueña de un collar de rubíes que tiene una historia particular dentro de la serie. La quinta de San Isidro pasa luego a manos de Teresa Rey de Montalvo, viuda de Francisco, y, más tarde, a las de Diego Ponce de León, que “alimentaba la locura del arte, la fiebre de los objetos” (“El coleccionista”), y concluye por perder su fortuna (“El dominó amarillo”); la quinta se degrada y finalmente el terreno se lotea y se vende (“Muerte de la quinta”). El tiempo y la decadencia son temas que se destacan ya como característicos de Mujica Lainez, como igualmente cobra relieve la 17 visión plástica del escritor para animar escenas en las que formas y colores resaltan. En algunos de los cuentos se verifican los choques de fantasía y realidad que mostraban los primeros relatos del escritor, pero realzados por situaciones en las que alucinaciones, visiones, espectros, fantasmas, hechicerías propias de cultos africanos, amores ambiguos y prohibidos, odios y resentimientos irrumpen en la realidad superficial. En “El camino desandado”, un escribiente es testigo del aquelarre en el cual se corporizan mágicamente seres y hechos ocurridos en el lugar. El lenguaje del escritor perfecciona un dejo español subrayado a veces por arcaísmos, por el constante leísmo (“la negra le mató con su propio cuchillo”) y la utilización esporádica de los pronombres enclíticos, como en el caso de “animábanse las pausas de silencio”. Cuentos de Buenos Aires Poco después de concluir Aquí vivieron, inició —el 20 de octubre de 1948— Misteriosa Buenos Aires, una obra maestra. Le puso punto final el 18 de octubre de l950. Siguió el mismo plan del libro anterior, en un orden cronológico que los títulos de los cuarenta y dos relatos van indicando. Pero como el espacio se ha ampliado y del solar sanisidrense ha pasado a abarcar a Buenos Aires —la precaria Buenos Aires de los años coloniales y los primeros de la Independencia—, los lazos entre personajes casi no existen. El único factor de unidad es, ahora, la propia ciudad. Ante todo, Mujica Lainez vuelve a desarrollar su propósito de restituir al pasado la dimensión humana. La vida de ayer ha sido como la de hoy y es preciso situar el relato histórico en ese contexto fundamental, sin el cual seres y hechos se deshumanizan. “Quienes pretenden que los seres que poblaron nuestro territorio desde la fundación de las ciudades, lo mismo en la zona de San Isidro que en cualquier lugar de la patria, no fueron hombres y mujeres de carne y hueso, se equivocan. Los que se forman esa idea de nuestros mayores acumulan sobre su muerte la sospecha de que en realidad no han vivido nunca. Y no hay tal. Vivieron. Y hasta es posible que vivieran con mucha más intensidad que nosotros mismos; con la intensidad que da el aislamiento, gran madurador de pasiones” (La Nación, 5 de julio de 1949, en una comida en su homenaje). La pobre, casi miserable aldea oculta pasiones malsanas pero también ternura e ímpetus idealistas. En sus sencillas casas —como en la quinta de San Isidro— anidan la codicia, la lujuria, los amores prohibidos, la crueldad, la locura, la hechicería; por sus calles ronda la de- 18 lincuencia, el vicio, la enfermedad; pero la ciudad asciende y se espiritualiza gracias al impulso de grandes aventuras, al heroísmo, a la santidad, al milagro. Lo sobrenatural impregna también su atmósfera. Buenos Aires se llena de misterio. Mujica Lainez, siguiendo un procedimiento que la tradición narrativa ha cultivado, elabora con cuidado el desenlace de sus cuentos tratando de que sean inesperados y sorprendentes. El procedimiento habitual en él es comenzar in medias res —es decir, en medio de la acción—, abordando derechamente el tema, para remontarse luego al origen de los hechos. El realismo, cuando se manifiesta, nunca es directo; su artística elaboración lo aleja de la tosca crudeza. Siempre guarda el escritor la distancia que permite al contemplador apreciar la belleza, aun en lo terrible. He aquí, desplegado brevemente, el vasto friso de la “misteriosa Buenos Aires”, según su aproximación o su alejamiento de la realidad palpable. Los cuentos realistas son, en general, violentos. Tal “El hambre”, un episodio de la terrible hambruna en el Buenos Aires de Pedro de Mendoza; “Los pelícanos de plata”, historia de adulterio y homicidio; “Toinette”, en la cual se combinan amor y odio racial, ingrediente este último de “La pulsera de cascabeles”; “La mojiganga”, venganza entre negros; “La jaula”, manifestación de sadismo; “El sucesor”, combinación de sórdida lujuria y suicidio; “La casa cerrada” y su tremendo secreto; “El tapir”, muerto a manos de un viejo e infeliz payaso, y “El salón dorado”, dolorosa evidencia de la ruina. Realistas sin violencia son “La ciudad encantada”, contraste entre dos hermanos, soñador uno, pragmático el otro; “La escalinata de mármol”, la agonía de un hijo de reyes; y tres cuentos que tienen como protagonistas a sendos personajes históricos: Luis de Miranda, “El primer poeta”; Ana Díaz, la única mujer que acompañó a los repobladores de Buenos Aires, “La fundadora ”, y el gobernador Jerónimo Luis de Cabrera, “Crepúsculo”. El realismo dulcificado por el amor caracteriza a “La enamorada del pequeño Dragón”, pasión de una joven mestiza por el rubio sobrino del pirata Francis Drake; “Las ropas del maestro”, la desbordada reacción de un enamorado; “Las reverencias”, el hallazgo de la propia seducción; “El libro”, destino rioplatense de un ejemplar del Quijote, recién editado en España y llegado de contrabando a Buenos Aires, y “El ilustre amor”, un amor inventado. En un tomo titulado Mi mejor cuento, con selección de diez autores (Buenos Aires, Orión, 1974), Mujica Lainez eligió “El ilustre amor”. “No sé si es mi mejor cuento. Quizás sea el que me gusta más, el que leo con más placer, cuando debo leer cuentos en público. Probablemente lo prefiera por el hecho de que lo considero muy mío, es decir porque entiendo que en él se dan cita los elementos que deseo que 19 caractericen mi obra: la creación de un clima histórico riguroso; el cuidado del lenguaje; el afán de una construcción literaria aparentemente grave, pero a la que sirve de fondo la ironía. Eso es lo que quisiera haber logrado. No me toca a mí juzgarlo, sino al lector. A mí, con toda simplicidad, me gusta”. Otros cuentos se sujetan a la realidad, pero la locura de algunos de sus personajes los altera, como ocurre con “El imaginero”, blasfemo y demente, y con la madre loca del protagonista de “El patio iluminado”, el anciano militar de “La víbora”, y la hermana enamorada en “La princesa de Hungría”, que muere entre visiones del remoto país. Alucinado, pierde la razón el pobre estudiante de “El amigo”. En otra dimensión, fuera de la palpable realidad, están los cuentos de hechizos, apariciones fantásticas, espectros, milagros, y los fabulosos. En la fábula hablan seres irracionales, inanimados o abstractos. De esta índole son “La Sirena”, una ninfa marina enamorada del gallardo mascarón de proa de una nave, y, en cierto modo, “Memorias de Pablo y Virginia”, relación de la historia de un ejemplar de la novela de Bernardin de Saint-Pierre, efectuada por el mismo libro. De no mediar este insólito narrador, el cuento podría encuadrarse entre los realistas. Como fabuloso puede considerarse “El hombrecito del azulejo”, que distrae a la Muerte con sus relatos. Cuentos de hechizos son “El espejo desordenado”, en el cual un prestamista ve reflejadas sus desgracias en el ominoso espejo. Embrujado está el anillo de “El arzobispo de Samos”, capaz de provocar la muerte. Al hechizo del rey Carlos II se refiere “El embrujo del Rey”, y “La hechizada” es una muchacha víctima del maleficio de una mulata. El dios Marte aparece fantásticamente ante el ex granadero el día en que se conoce la noticia de la muerte del General San Martín, en “Un granadero”. En cuanto a los espectros, aparece uno, impresionante, en “La galera”, y constituyen la ocupación dilecta de “El cazador de fantasmas”. “Milagro” registra la inexplicable vibración del violín del padre Francisco Solano en un convento de Buenos Aires. “El pastor del río” es la relación de otro milagro: el que obra San Martín de Tours, patrono de Buenos Aires, el día en que una sudestada se lleva lejísimos el Río de la Plata. Otro cuento milagroso es “La adoración de los Reyes Magos”, el tapiz que se anima ante un pequeño sordomudo invitado a sumarse a quienes adoran al Niño Dios. Tres cuentos de la irrealidad literaria tienen como protagonistas a personajes de las letras: “Le royal Cacambo”, creación de Voltaire; el Santos Vega de “El ángel y el payador”; Anastasio el Pollo y el aparcero Laguna, personajes del Fausto, de Estanislao del Campo, en “Una aventura del Pollo”, y el Judío Errante de “El vagamundo”, figura legendaria que dio título a un folletín del novelista francés Eugène Sue. 20 Este historiado friso de la vida porteña, resumido en los anteriores párrafos, exhibe los temas que más han preocupado a Mujica Lainez: el menoscabo provocado por el tiempo, la decadencia, la vitalidad y la amenaza de los objetos, la pasión adolescente, la prioridad del amor, la equívoca relación entre hermanos y entre personas del mismo sexo, el resentimiento del hombre mayor e impotente ante la mujer joven, la tiranía de los prejuicios sociales, la gravitación de otra dimensión de la realidad, la manifestación de la magia y el milagro, la presencia de espectros. Y todo ello narrado con lujosa fantasía, en un lenguaje de gran plasticidad, donde lo estético predomina sobre el mero realismo. Crónicas reales Luego de Misteriosa Buenos Aires, Mujica Lainez escribió una serie de obras conocidas como la “saga de la sociedad porteña”. Los ídolos (1953), la primera, señala un paso intermedio entre el libro de cuentos y la novela. La forman tres narraciones extensas que, aunque conectadas entre sí, pueden leerse separadamente. Le siguen La casa (1954) —otra genuina obra maestra—, Los viajeros (1955) e Invitados en El Paraíso (1957). Unos personajes reaparecen en más de un libro (afirmando cierta unidad que justificaría la calificación de “saga”) y otros, con distintos nombres, parecen identificarse con el propio escritor: el relator de Los ídolos, los adolescentes de La casa, Tristán y Francis; Miguel, el protagonista de Los viajeros. En esos años están fechados dos cuentos no reunidos por el autor en volumen. “Los anteojos azules” (1951) es un cuento flojo, muy por debajo de las obras narrativas que a la sazón escribía. El adminículo óptico le depara al protagonista una visión benéfica y optimista de la realidad. “La última Navidad del escribano”, publicado en El Hogar en diciembre de 1955, raya más alto, con buenos rasgos de humor. Transcurre el último día en la vida de un escribano. Como carece de fe y, por lo tanto, va a ser condenado, su Ángel de la Guarda trata de infundírsela, pero no lo logra. La Gracia desciende en él en los instantes posteriores a la muerte y la cuestión consiste en determinar si esa Gracia a posteriori es válida. En 1956 dio a conocer en la revista Ficción el comienzo de una novela inconclusa reducida a la categoría de nouvelle. En El retrato amarillo, un adolescente se enfrenta con el mundo de los mayores y experimenta sus propios descubrimientos y deslumbramientos sensuales. El escritor evoca en esas bellas páginas, afines a la “saga porteña”, su niñez en el Tigre. Seguirán más tarde Bomarzo (1962), poderosa construcción li- 21 teraria, y El unicornio (1965), centrada en el Renacimiento, la primera, y en la Edad Media, la segunda. Sólo en 1967, diecisiete años después de Misteriosa Buenos Aires, Mujica Lainez encadenó las Crónicas reales, otro libro de tema no argentino. Con su habitual precisión, indica que las redactó entre el 28 de julio y el 7 de noviembre de 1966. Poco más de tres meses y en una época de efervescente actividad y éxitos. Como en Aquí vivieron y Misteriosa Buenos Aires, el autor sostiene la unidad de lugar: un indeterminado país, quizá Rumania, próximo al Mar Negro. De ese año data un excelente cuento, escrito entre el 11 y el 14 de enero, nunca publicado ni recogido en libro, titulado “La máscara japonesa”, desarrollo de un tema característico del escritor. Un objeto de arte cobra una fuerza que supera largamente su atractivo estético. Las doce Crónicas reales, escritas con intención satírica, ratifican el punto de vista del autor acerca de la Historia, tan frecuentada por él en copiosas lecturas. Ya se ha vuelto, desde sus comienzos, contra la idealización y la deshumanización de personajes y sucesos; se ha reído de la supuesta perfección de los próceres, de sus poses estatuarias, de la Historia-panteón. Las más diversas épocas se asemejan en lo esencial, ya que el hombre, fundamentalmente, no cambia. Este conocimiento suscita su irónico escepticismo: “Resignémonos a admitir que nuestra existencia, de la cual nos ufanamos sin fundamento, depende de los pormenores más anodinos, más triviales; ahí tenéis el caso de los altaneros von Orbs”. Los von Orbs, en efecto, constituyen un linaje descollante de ese reino. Hércules el picapedrero es el fundador de la dinastía real; a pesar de su humilde origen, e impulsado por una venganza, se casa con la Condesa Ortruda, una von Orbs. Provoca la muerte del Conde Benno von Orbs zu Orbs, valiéndose de una sutil maquinaria, y ciñe la corona como Hércules el Grande. Se suceden a continuación crónicas irreverentes, traviesas, divertidas, en las que la solemnidad de los personajes y sus actos revelan actitudes ridículas, fallas, debilidades y simulaciones, ingredientes todos de la naturaleza humana. Así, en “San Eximio”, la esposa del monarca reinante, enamorada de su cuñado el Santo, lo visita en su cueva de anacoreta, disfrazada de ángel. “El Rey artificial” hace referencia a Carlo VII, a su impotencia y a la fabricación de un hijo artificial, un robot que lo reemplaza. En “El Rey acróbata”, el cronista evoca a Carlo III, aficionado a los ejercicios de los volatineros, cuyo sentido del equilibrio le permite reinar con ecuanimidad. “El enamoradísimo” relata el amor de Olav Furio, hijo de Hércules V, por María von Orbs, y el trágico fin de ambos. En “Los 22 navegantes”, un hijo natural de Hércules VII, “bibliófago” y aficionado a los relatos fabulosos, emprende una expedición al Mar de las Tormentas con una tripulación de locos; en una isla ignota, como encuentran la fuente de la sabiduría y la fuente de la juventud, se transforman en sabios y niños. El protagonista de “Monsignore” es un hermano de Hércules VIII: mientras éste viaja a la tierra de los ermitaños y se convierte a ese modo de vida, aquél lo reemplaza e impone sus costumbres refinadas e inmorales. Al volver el rey legítimo, apodado ahora el Moralista, inicia una limpieza, pero Hércules VIII muere a manos de unos sicarios, quienes, a su vez, matan a Monsignore. La crónica titulada “La gran favorita” narra, entre otras cosas, las intrigas en torno de Amarilis Pigafetta, predilecta de Matías III, el Plomizo, hijo del Moralista. La coleccionista de “La Princesa de los Camafeos”, hermana de Carlo IX, descubre, al morir su marido, que éste la ha engañado. Huye a Venecia, donde encuentra a unos jóvenes irlandeses que predican los beneficios de la vida simple y del retorno a la Madre Naturaleza. Comparten un castillo frente al Mar Negro, adonde la princesa lleva sus ricos camafeos, totalmente en discordia con la pobreza de los místicos. “El vampiro” transcurre en el siglo XX. El Barón Zappo, primo del rey Carlo IX, se parece al famoso Conde Drácula. Debido a esta semejanza, una compañía cinematográfica requiere su intervención para filmar un relato de Miss Godiva Brandy, autora de tenebrosos folletines. Como es un auténtico vampiro, el Barón agota con sus succiones a los participantes de la filmación mientras él engorda. Miss Godiva, enamorada del Barón y resentida porque el monstruo no demuestra el menor interés por su sangre, planea vengarse, y, apelando a conjuros, lo mata en la guarida subterránea. “Los relatos de horror —escribió el profesor George O. Schanzer (“Un caso de vampirismo satírico: Mujica Lainez”, SUNY/ Buffalo)— han sido bastante frecuentes en las letras hispanoamericanas, y la prosa modernista demostró cierta propensión a esa variante de lo fantástico. Sin embargo, Darío, Lugones, Nervo, Quiroga no crearon protagonistas legítimamente vampiros, es decir personajes diabólicos que gustan de chupar la sangre del prójimo”. Cita “Vampiro negro”, del argentino Eduardo Holmberg, y el episodio de la Blutgasse de 62/Modelo para armar, de Julio Cortázar, pero se detiene en la crónica de Mujica Lainez y afirma que, en “El vampiro”, el escritor “ha satirizado no sólo las películas de horror y la trabazón de ficción y realidad, tan en boga en la literatura moderna, sino que se ha burlado de todo: sistemas políticos, creencias antiguas, escuelas literarias y artísticas y mucho más”. “La reina olvidada” es la crónica de la Reina Madre, que ha quedado aislada tejiendo, en un enorme tapiz, la historia de la estir- 23 pe. Los hijos de la Reina, que habían permanecido en el exilio, vuelven, pero mueren misteriosamente. La serie de crónicas concluye con “La jurisdicción de los fantasmas”. El autor confiesa su aspiración a ocupar el cargo de académico de Bellas Artes y Disciplinas Morales, en gracia a su extraordinario conocimiento de las gestas nacionales, y, en una especie de resumen retrospectivo, evoca a los espectros de los fallecidos moradores del castillo, cuna de los von Orbs, la Mansión Hercúlea. Detrás del cronista aspirante a académico se divierte Mujica Lainez. Las Crónicas reales acentúan su visión humorística y desmitificadora de la Historia, aproximándola no sólo a la “pequeña historia” sino también a la ficción. Es la misma actitud que dará origen a la novela De milagros y de melancolías (1968), donde inventa una historia de América del Sur, echando mano, incluso, a bibliografía inexistente. Ese mismo año, en un volumen titulado Variaciones sobre un tema policial (Editorial Galerna), se incluyó un cuento titulado “De la impetuosa adolescencia”. Alberto Manguel, autor de la selección y la presentación, propuso a ocho narradores la siguiente noticia: “Un muchacho de diecisiete años, hijo de un conocido industrial de la zona, mató a la directora de su colegio, inglesa, 62 años, e hirió de gravedad a una profesora al penetrar en la sala de dirección empuñando un revólver. Los tiros atrajeron al portero del establecimiento, quien lo detuvo”. Mujica Lainez, afecto a estos desafíos, fraguó una historia, más bien forzada pero con aciertos de ironía y humor, en la que un alumno, enamorado de la profesora de Química, le escribe poemas que intrigan a la destinataria. El brazalete y otros cuentos El traslado a Cruz Chica, en las sierras de Córdoba, a la residencia bautizada por sus dueños anteriores con el nombre de El Paraíso, como la casa ficticia de la novela de 1957, provocó un período de vacío en el escritor. Varios proyectos quedaron interrumpidos hasta que Cecil (1972) lo sacó del atolladero. Es un libro autobiográfico (narrado por un perro), en el cual, precisamente, se refiere a sus dudas y desconciertos. Retoma el camino con El laberinto (1974), novela en la huella histórica de Bomarzo y El unicornio, y lo prosigue, en el mismo año, con El viaje de los siete demonios, obra que se sitúa en el límite entre la novela y el cuento. Publica dos novelas más, Sergio (1976) y Los cisnes (1977), en las que los hechos vuelven a desarrollarse en Buenos Aires. Al año siguiente reunió en un volumen una serie de cuentos 24 dispersos. El brazalete y otros cuentos (1978) contiene nueve títulos. Los juntó —aconsejado por un amigo y contra su costumbre de construir especialmente sus libros de narraciones interconectándolas— aprovechando sus éxitos y el interés de su editor, en un período en que había retomado su mejor ritmo de trabajo. El volumen se abre con “Narciso”(1969). El cuento nos depara un contraste entre la imagen de un bello muchacho fijada en el espejo dorado de Narciso, y el aspecto de éste, horrible y deforme. El narrador de “La larga cabellera negra” (1967) tiene la visión fantástica de una cabellera femenina que fluye y lo envuelve, en tanto que el veraneante de “Los espías” (1968) es testigo de un fenómeno insólito y repugnante. Sin sorpresas fantásticas, “La viuda del Greco” (1966) nos sorprende, de todos modos, cuando la protagonista prefiere la pintura del hijo de ambos a la del famoso artista. “Importancia” (1965) tantea el terreno del más allá infernal, en el cual queda varada una riquísima señora. “El brazalete” (1970) es otro de los objetos ominosos de Mujica Lainez. En “El pasajero” (1967) la vida de un hombre se encierra en el término de un breve viaje en ómnibus. “Las alas” (1969) es la semblanza de un agrio crítico. El último cuento del libro,“El retrato”(1970), registra un tema siempre seductor para el autor: el amor de una vieja y deteriorada mansión por un cuadro. Lo misterioso, lo insólito, lo que no obedece al orden convencional, son factores que vuelven a predominar en estos cuentos. La cabellera fluyente, los espías extraterrestres, la rica señora testigo de los hechos posteriores a su muerte, el brazalete fatídico, el pasajero que envejece a lo largo de un corto viaje, el amor de una casa por una pintura y las fuerzas que desencadena, causan extrañeza u horror. El tiempo subraya su carácter dramáticamente fugitivo en “El pasajero”. “Narciso” se mantiene dentro de límites más realistas, lo mismo que “La viuda del Greco”. En cuanto a “Las alas”, es una flecha disparada contra un crítico que no tuvo piedad para con Mujica Lainez. En 1978, el escritor publicó en el Suplemento Literario de La Nación un cuento titulado “El traje de terciopelo verde”, recogido en 1986 en el número de Sur dedicado al autor. De nuevo, un objeto inanimado ejerce poder deletéreo. Un novelista en el Museo del Prado El mismo año (1978), el escritor volvió a los temas porteños de la “saga”. En El Gran Teatro pagó una deuda para con el teatro Colón, donde la clase tantas veces protagónica en sus novelas tenía uno de sus más emblemáticos recintos de lucimiento y competencia. En 1980 reu- 25 nió artículos sobre hechos y personajes de Buenos Aires, y en 1982 dio a conocer su última novela, El escarabajo, otro homenaje a los objetos bellos y a la Historia, recorrida a lo largo de siglos. De 1980 data “El asno y el buey”, relato de Navidad —y de Pascua— lleno de gracia y ternura. A fines de 1982, el Suplemento Literario de La Nación publicó “El coleccionista de caracoles” (rescatado en el mencionado número de la revista Sur), en el cual, una vez más, un objeto precioso y raro es causa de muerte. El 28 de agosto de 1983 concluyó Un novelista en el Museo del Prado, libro iniciado el 16 de marzo de ese año. Originalmente fue el proyecto de un programa de la Televisión Española, abandonado a causa de la tensión que le provocaba trabajar presionado por el tiempo y por la obligación. Más tarde, su mujer, Ana de Alvear, le sugirió que lo retomara pero como obra exclusivamente literaria. Fue su último libro publicado, una docena de cuentos cuyo lazo de unión es, como en los dos primeros tomos de narraciones, un lugar determinado: en este caso, el famoso museo madrileño. El escritor imagina que, por la noche, cuando las salas se vacían de visitantes, los personajes de la pinacoteca se animan y protagonizan diversas escenas, liberados del papel que cada uno tiene asignado en pinturas y esculturas. El afortunado espectador de esa vida nocturna es testigo, pero la narración se desarrolla en tercera persona, como si hubiese otro narrador que incluyera a aquél como personaje. Por ejemplo: “Ciertas noches, el novelista ha gozado de un privilegio singular”, o “El novelista no se le despega a Velázquez, presintiendo tal vez que no se le presentará otra ocasión de cercanía tan estrecha”. Pero hay una diferencia sustancial entre el visitante nocturno del museo y los demás personajes. Éstos carecen de consistencia material, son fantasmas. Como Dante Alighieri, en los tres mundos del más allá, el novelista circula entre seres inmateriales, sin chocar con ellos. Con erudito conocimiento de las obras de arte del Prado y con una inventiva que nunca dio muestras de fatiga, Mujica Lainez labra las doce escenas del libro. Predomina, como no podría ser de otro modo —y aquí con más razón— la visión pictórica del escritor, que brilla en la descripción plástica y en el cuadro vivo. Los desplazamientos del Carro de Baco y el Carro de Heno, uno de Cornelis de Vos y el otro de Hieronymus Bosch, el famoso Bosco, provocan encontradas reacciones en los habitantes de la galería. La hija del Faraón, del cuadro de Paolo Veronese —la dama filantrópica que ha salvado a Moisés de las aguas—, está siempre dispuesta a acudir a quien la necesite, no sólo a la plañidera y sospechosa Gioconda, sino también al fornido Hércules, que necesita —dice maliciosamente el autor— “unas abnegadas friegas”. Los pobladores del Olimpo pictórico resuelven organizar un 26 Concurso de Elegancia, en el que triunfan el Adán y la Eva de Durero. El joven Jesús de “La disputa con los doctores del Templo”, de Veronese, obra el milagro de resucitar dos hormigas aplastadas por uno de los doctores sobre el cuadro. El enano Diego de Acedo es el trujamán de “La bella durmiente”, adaptación del cuento de Perrault, una pantomima o relato mimado, en cuatro cuadros, representado por personajes de distintas pinturas célebres. Un guerrero que en “La Corona de Espinas”, de Anton van Dyck, alza con el guantelete ese sagrado instrumento de tortura, se interna valerosamente en el Jardín de las Delicias de Bosch para buscar a un ángel italiano que se ha perdido y encuentra allí acurrucado. No salen indemnes el guerrero ni el ángel, a cuya frente se ciñe la corona nazarena. Un grupo de señoras, personajes de pinturas “pradeñas”, componen la Comisión de Damas Benéficas del Museo, y en tal condición organizan, para diversión de los niños, un Jardín Zoológico privado echando mano de la fauna de la pinacoteca. El presidente de la Sociedad de los Caballeros Unidos del Greco, del Museo del Prado, se indigna porque uno de los miembros, el Marqués de la Mano al Pecho, ha sido visto con la mano en el pecho de la Maja Vestida, de Goya, o sea, se ha rebelado contra un artículo del Estatuto que impone la castidad entre los caballeros; pero he aquí que, en su excursión indagatoria, el observante presidente sucumbe al hechizo de la Maja Desnuda y, de acusador, se convierte en acusado. Los personajes de “Fiesta en un parque” y “La boda campestre”, de Watteau, como onda jocunda, llegan al borde de una laguna que confunden con la del “Embarque de Citerea”, la isla de Afrodita, cuando se trata, en verdad, de la Estigia, donde Caronte embarca los condenados hacia el Infierno. Los salva la hora de apertura del Prado y el regreso de los personajes a sus respectivos cuadros. La Virgen del Maestro de Sopetrán se queja porque los turistas la miran apenas y escapan hacia las salas de Goya. Las otras vírgenes del Museo deciden apaciguarla rindiéndole homenaje en procesión, pero el barroco cortejo es interrumpido por una lucha de gladiadores. La Virgen de Sopetrán, lisonjeada por el fallido homenaje, decide devolver la visita de sus compañeras y, en torno de la Vigen de la Anunciación, del Beato Angélico, se improvisan gratas reuniones. El Coloso de Goya siembra el pánico entre varios personajes de la pinacoteca; lo reduce el San Jorge de Rubens, y el cirujano de Bosch, extractor de la piedra de la locura, le practica una intervención quirúrgica que anula su agresividad. En el último episodio, el Emperador Carlos V de Tiziano, a caballo, se dirige solemnemente a la pintura de Brueghel el Viejo, “El triunfo de la Muerte”, y penetra en ella, donde parece enfrentarse con su propia muerte. Queda así completo el ciclo de los cuentos de Manuel Mujica 27 Lainez, tan unido a su obra novelesca por la misma intención arquitectónica, orgánica, que excluye lo misceláneo, lo invertebrado. Para él, un libro era, ante todo, una especie de edificio cuidadosamente planificado. De ahí que los suyos observen rigurosamente ese criterio unificador, que constituye uno de sus atractivos. Mujica Lainez fiel a sí mismo No fue Mujica Lainez un innovador ni perdió el sueño por el afán de situarse en las líneas de vanguardia. Como Borges, se mantuvo siempre fiel a sus convicciones, como escritor y como hombre, aun cuando marchara contra la corriente y se ganara enemigos. Era un escritor de personalidad perfectamente definida, seguro de sí mismo. Sus temas y su estilo de escritura obedecían a inclinaciones profundas y a una preparación que, como se ha visto, fue larga y minuciosa. Por temperamento y por formación, coincidía con el realismo decimonónico que culminó con Marcel Proust; no el realismo de Balzac sino el de Flaubert, Stendhal, Henry James y el del maestro de En busca del tiempo perdido, reveladores de un mundo refinado y a veces aristocrático, muy afín al propio mundo del autor porteño. En el ámbito de las letras argentinas, estas características lo distinguieron tanto de los novelistas del 80, adictos al naturalismo, como de los realistas urbanos, como Manuel Gálvez, o rurales, como Benito Lynch. Ya me referí a la filiación modernista de Mujica Lainez, a través de la fascinación provocada por La gloria de Don Ramiro, de Enrique Larreta, patente en Don Galaz de Buenos Aires pero atemperada en adelante. No perteneció a ninguna de las generaciones reconocidas en su tiempo. Era adolescente cuando Borges trajo de España el ultraísmo, manifestación española de la vanguardia, expandida luego y origen del singular florecimiento literario de la generación martinfierrista. Fue, sobre todo, una generación de poetas, como la posterior generación del 40. En adelante, la madurez del escritor lo alejó de tendencias y capillas. Tampoco formó parte de la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo, dedicada a dar a conocer a nuevos escritores de Europa y de América. Sólo tardíamente colaboró en ella. En la década del 30, la de los comienzos de la famosa revista, el joven escritor, según se ha visto, hacía su aprendizaje, su “academia”. Los libros iniciales y los siguientes tenían pocos rasgos en común con los gustos y las tendencias de la gente de Sur. Desde el punto de vista de sus ideas, así como se pronunció en favor de los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial, formó parte de la oposición al régimen instaurado por Juan Domingo Perón, y no coincidió con las izquierdas ni con los progresismos cuando éstos 28 ascendieron a un primer plano en el ámbito de la cultura. Fiel a sí mismo, al personaje que se había forjado, padeció no pocos embates de quienes lo consideraban sobreviviente de una época superada. Pasado el tiempo, sus libros han seguido su propio camino, y su poder de seducción les ha conquistado lectores fieles, dispuestos a saborear el placer de leer a quien irradió siempre el placer de contar. JORGE CRUZ