sábado, 9 de febrero de 2013
MANUEL MUJICA LAINEZ .." DE LA MISTERIOSA BUENOS AIRES " ---- POR RITA AMODEI
Mujica Lainez
Prólogo de Jorge Cruz
Índice
Prólogo, por Jorge Cruz 11
Aquí vivieron 31
I. Lumbi (1583) 33
II. El lobisón (1633) 39
III. El cofre (1648) 49
IV. Los toros (1702) 57
V. Los amores de Leonor
Montalvo (1748) 66
VI. El camino desandado
(1755) 76
VII. La máscara sin rostro
(1779) 83
VIII. Los reconquistadores
(1806) 91
IX Prisión de sangre
(1810) 98
X. El poeta perdido
(1835) 107
XI. La viajera (1840) 120
XII. Tormenta en el río
(1847) 128
XIII. El pintor de San Isidro
(1867) 134
XIV. El testamento (1872) 140
XV. El coleccionista
(1891) 148
XVI. Rival (1895) 154
XVII. La mujer de Pablo
(1897) 161
XVIII. El dominó amarillo
(1900) 169
XIX. El grito (1913) 178
XX. El atorrante (1915) 188
XXI. Regreso (1918) 193
XXII. La que recordaba
(1919) 201
XXIII. Muerte de la quinta
(1924) 205
Misteriosa Buenos Aires 211
I. El hambre (1536) 213
II. El primer poeta
(1538) 218
III. La Sirena (1541) 222
IV. La fundadora
(1580) 226
V. La enamorada del pequeño
Dragón (1584) 229
VI El libro (1605) 235
VII. Las ropas del maestro
(1608) 239
VIII. Milagro (1610) 242
IX. Los pelícanos de plata
(1615) 245
X. El espejo desordenado
(1643) 248
XI Crepúsculo (1644) 256
XII Las reverencias
(1648) 260
XIII. Toinette (1658) 264
XIV. El imaginero (1679) 269
XV. El arzobispo de Samos
(1694) 274
XVI. El embrujo del Rey
(1699) 278
XVII. La ciudad encantada
(1709) 282
XVIII. La pulsera de cascabeles
(1720) 286
XIX. El patio iluminado
(1725) 290
XX. La mojiganga (1753) 293
XXI. Le royal Cacambo
(1761) 297
XXII. La jaula (1776) 301
XXIII. La víbora (1780) 305
XXIV. El sucesor (1785) 310
XXV. El pastor del río
(1792) 314
XXVI. El ilustre amor
(1797) 318
XXVII. La princesa de Hungría
(1802) 322
XXVIII. La galera (1803) 329
XXIX. La casa cerrada
(1807) 333
XXX. El amigo (1808) 338
XXXI. Memorias de Pablo
y Virginia (1816-1852) 345
XXXII. La hechizada
(1817) 363
XXXIII. El cazador de fantasmas
(1821) 372
XXXIV. La adoración de los Reyes
Magos (1822) 377
XXXV. El ángel y el payador
(1825) 380
XXXVI. El tapir (1835) 386
XXXVII. El vagamundo
(1839) 391
XXXVIII. Un granadero
(1850) 394
XXXIX. La escalinata de mármol
(1852) 400
XL. Una aventura del Pollo
(1866) 404
XLI. El hombrecito del azulejo
(1875) 415
XLII. El salón dorado
(1904) 422
Prólogo
Relatos familiares
Contar fue —voy a utilizar dos palabras de raíz religiosa— una
vocación y una predestinación de Manuel Mujica Lainez, el escritor argentino
que vivió entre 1910 y 1984 y dejó una obra numerosa, narrativa
en su mayor parte pero también poética y ensayística, si se tolera el
abuso de estirar este vocablo hasta abarcar la biografía, el artículo de tema
literario o histórico y la nota de viaje; todo lo que no es resultado de
la pura invención, aunque la incluya en alguna medida. Tradujo, además,
medio centenar de sonetos de Shakespeare y piezas teatrales de clásicos
franceses.
Durante la infancia se nutrió de relatos y libros. Su abuela Justa
Varela de Lainez y en particular sus tías Lainez sabían las cosas más
insólitas y se complacían en narrarlas con prodigalidad ante el fascinado
niño. No pocos de esos relatos concernían a la propia familia y tocaban
a personajes y sucesos de la historia argentina, sobre todo a la
historia intelectual. Por los Varela se emparentaban con dos figuras sobresalientes
de las letras nacionales: Juan Cruz Varela, poeta neoclásico,
admirador del español Manuel José Quintana y autor de dos tragedias
clásicas, de augustas odas dedicadas a héroes y victorias de las guerras
de la Independencia; y Florencio Varela, uno de los más notables
periodistas de su tiempo, ambos proscritos durante la tiranía de Juan
Manuel de Rosas.
Justa Varela fue mujer de Bernabé Lainez Cané, por el cual,
en la sangre de nuestro escritor, corría también la de otro clásico de
las letras argentinas, Miguel Cané, autor de Juvenilia y fiel exponente
de la llamada generación del 80, formada por hombres que amaban
la cultura, las artes, los viajes, la conversación y el refinamiento,
ciudadanos de un Buenos Aires cosmopolita y próspero, aunque también
babélico y contradictorio. Con ellos tenía Mujica Lainez, por
temperamento y formación, muchos puntos de contacto. Hay que
añadir que la madre del escritor, Lucía Lainez de Mujica Farías, era
mujer de cultura poco común, que escribía con gracia y elegancia, según
lo demuestra su libro Recordando..., memorias de su permanencia
en Francia.
El primer Mujica establecido en el Río de la Plata, a mediados
del siglo XVIII, fue Juan Bautista de Mújica y Gorostizu, vasco
por todos lados, unido en matrimonio con una descendiente de otro
vasco, nada menos que Juan de Garay, quien fundó Buenos Aires en
1580. Estas referencias genealógicas no son impertinentes en el caso
de Mujica Lainez, pues en su vida y en su obra importaron. El orgullo
de la prosapia —inalterable en el transcurso de la historia, desde
la nobleza por la gracia de Dios hasta la procurada por las armas o por
el dinero— se reitera en el autor, tanto en sus obras argentinas, con
personajes de sobria ascendencia, como en las de tema europeo, en las
que espejean escudos de armas de familias reales y de antiguo y preclaro
origen. El escritor publicó, en la revista El Hogar, entre 1947 y
1948, nueve notas con el título general de “La historia viva en nuestras
casas tradicionales”, fruto de investigaciones documentales y de
frecuentaciones amistosas. Las notas pueden leerse en Los porteños
(Ediciones Librería de La Ciudad, 1979). La curiosidad por los abolengos,
sin embargo, no lo desvió jamás del primordial aprecio dispensado
a la belleza, la gracia y la inteligencia como rasgos parejos a
la nobleza.
Prehistoria del narrador
Mujica Lainez mostró muy tempranamente su vocación por
las letras. De la infancia data una comedia, y de la adolescencia, cuando
cursaba sus estudios secundarios en la Ecole Descartes, de París, un
poema, redactado en francés y en alejandrinos, en el cual solicitaba
clemencia al jefe de celadores para que los librara a él y a sus compañeros
de una dura penitencia. Los versos ablandaron al celoso custodio
del orden escolar y descubrieron en el alumno la aptitud para
componerlos circunstancialmente y con calidad propia de consumado
repentista. Cuántas veces iba a exhibir esta sorprendente aptitud, registrada,
en parte, en el inédito Cancionero de La Nación (el diario del
cual fue redactor durante casi cuarenta años) y, en parte, en la memoria
de sus amigos.
De esa época se ha conservado una breve y también inédita
novela, en francés, titulada Louis XVII. En la dedicatoria del único
ejemplar que existe, mecanografiado y con fina encuadernación, el
autor no oculta el orgullo de sus catorce años: “À Papa, mon premier
livre”. En el transcurso de nueve capítulos se desarrolla la historia de
un personaje que ha perdido la razón y se cree Luis Carlos, el Delfín
de Francia, segundo hijo de Luis XVI y María Antonieta, encerrado en
el Temple (viejo monasterio de los templarios) y proclamado Luis XVII
12
por los nobles exiliados, luego de la ejecución de sus padres. El Delfín
murió en la prisión en 1795, pero algunos creyeron que se le había facilitado
la huida y que en su lugar había quedado un niño enfermo.
Amparándose en esta suposición, ciertos intrigantes, luego de la caída
de Napoléon I, trataron de hacerse pasar por el hijo del rey decapitado.
Un cuarto de siglo después retomó Mujica Lainez el tema en “La
escalinata de mármol”, de Misteriosa Buenos Aires, donde se deja entrever
que el Delfín, con el nombre de Pierre Benoit, murió en Buenos
Aires.
Luego de este intento —más bien ejercicio escolar avanzado—,
Mujica Lainez advirtió que para llegar a ser un verdadero escritor debía
sumergirse hondamente en las aguas del propio idioma. Sin embargo,
se dio el gusto de redactar en francés, mucho más tarde, “Le royal Cacambo”,
de Misteriosa Buenos Aires. Cumplida la experiencia europea
(París y Londres) entre 1923 y 1925, concluyó en su ciudad natal los estudios
secundarios, comenzó y abandonó los universitarios en la Facultad
de Derecho y fue fugaz funcionario en el Ministerio de Agricultura
y Ganadería. El período de transición e indecisión concluyó cuando se
dedicó, y para siempre, al periodismo; primero, y por poco tiempo, en
la sección de noticias del interior del diario La Razón, y luego, a fines
de 1932, en la redacción de La Nación.
Primeros cuentos en letras de molde
Antes de su iniciación periodística, La Nación había incluido,
en las páginas literarias del 26 de junio de 1927, un poema titulado
“Crepúsculo otoñal”, enjoyado de reminiscencias modernistas. Otros
aparecieron en El Hogar, en Don Goyo y en Fray Mocho. Más convincentes
que los poemas, bien medidos y rimados, pero poco espontáneos,
resultan las páginas en prosa, aparecidas en aquellas publicaciones
y en La Nación. En ellas se esfuma lo que trasciende a ejercicio virtuoso
y despuntan el observador irónico y el narrador que siente el placer
de contar. De 1928 —el autor tenía 18 años— datan sus primeros
relatos: cuatro cuentos en los que se oponen lo ideal y lo real. En “Una
tragedia del Renacimiento” contrasta el boato teatral de los Borgia célebres
y la vulgaridad cotidiana y contemporánea a la que regresan,
concluida la filmación, los actores que los encarnan. En “Un artista”,
su protagonista exhibe los atributos exteriores de un ser espiritual y
sensible, pero al final se descubre totalmente distinto. La joya más preciada
de una adinerada señora, en “La mesa estilo Imperio”, es un mueble
que, según le han asegurado, perteneció a Josefina Bonaparte, pero
en verdad no es antiguo ni ilustre. El gran señor inglés de “El mail
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coach” ha perdido su fortuna, y el lujoso y turístico carruaje es una
fuente de recursos para su dueño.
Algunos de estos relatos contienen observaciones sobre la figuración
y, seguramente, recogen experiencias del joven hombre de
mundo que en las notas de “A través de mi monóculo” (1928), “Retiro-
Tigre. Apuntes de un viajero desocupado” (1929) y “Con vidrio
de aumento” (1930) registraba sus irónicas observaciones de filósofo
de salón. Un ejemplo: “¿Qué es un hombre recto? —Un hombre que
dice la verdad. —¿Y un hombre insoportable? —Un hombre que dice
verdades”. De 1929 data “Ubaldo”, nombre de un poderoso banquero,
pequeño y débil, a quien su corpulenta mujer, ansiosa de escandalosa
notoriedad, obliga a sentar fama de Don Juan, pretensión
que precipita a ambos en el ridículo. 1930 es el año de un cuento hallado
entre los papeles del escritor, después de su muerte, y sin constancia
de publicación. Se denomina “Invierno, viejo invierno” y figura,
como los anteriores, en Cuentos inéditos, editados por Planeta Biblioteca
del Sur en 1993. No es propiamente un cuento, es una simple
invocación, de muy pobre interés. Con razón el autor lo dejó entre
sus papeles.
Varias narraciones se sucedieron en La Nación a lo largo de
1934. Mujica Lainez no reunió en volumen estos relatos, a pesar de
que demostraban una más alerta preocupación artística. Los contrastes
esquemáticos, algo ingenuos y previsibles, el gusto por lo ingeniosamente
sentencioso aplicado a la crítica de costumbres, se atenúan,
mientras comienzan a destacarse otros detalles: situaciones en las cuales
la fantasía se expande libremente, a costa del realismo, personajes
más complicados y descripciones ricas en relieves y colores. Tal el caso
de “Palomba”, cuya protagonista es un personaje alucinado, en un ámbito
vagamente medieval, de cuento de hadas. Cosa parecida podría
decirse del ogro de “El arcón”, colérico y ciego, avaro y cruel. En “El
Inca Garcilaso de la Vega o el conquistador conquistado”, animado por
un personaje histórico, el tema del linaje cobra trascendencia. “Hijo de
un capitán ibérico, de alcurnia hidalga, y de una princesa peruana, nieta
de Tupac Yupanqui”, ambas razas se lo disputan. Como el escritor
argentino, el mestizo cuzqueño tiene entre sus antepasados a gente de
letras: nada menos que el Marqués de Santillana, Jorge Manrique y
Garcilaso de la Vega, el poeta. Finalmente, por sobre el abolengo hispano
va a imponerse la raza materna. Los Comentarios reales del Inca
constituyen el “pedestal sólido para la fama de los descendientes de
Manco Capac” y simbolizan “el desquite de la raza vencida sobre la dominadora”.
En “El milagro” (nada tiene que ver con “Milagro” de Misteriosa
Buenos Aires), el joven escritor ha alcanzado magistral dominio en
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el manejo del idioma, los personajes y el entorno. Con sutil ironía, la
historia de las solteronas deslumbradas por el falso Arcángel —en verdad,
un apuesto militar que se fuga con unos ricos candelabros— excluye
el esquematismo de los contrastes reiterado en otros cuentos. En
“La divina Sarah”, la protagonista se identifica con Sarah Bernhardt, la
célebre actriz francesa, y pierde pie en la realidad para dar impulso a su
fantasía. Como Palomba, ha perdido la razón. En 1938 dio a conocer
en el Suplemento Literario de La Nación “El grito en la tormenta”,
donde se manifiesta una presencia inquietante, misteriosa y un tanto
terrorífica, nueva en el autor. Este relato no figura en los citados Cuentos
inéditos.
Ensayo y ficción
En el fértil 1934 (el autor tenía 24 años) comenzaron a aparecer
en La Nación páginas basadas en lecturas españolas. Respiraba el escritor
aires hispánicos no sólo en la literatura sino en el trato asiduo con
personajes de los Cursos de Cultura Católica, de quienes se apartó cuando,
en la Segunda Guerra Mundial, algunos de ellos —entre los cuales
había amigos de la infancia— tomaron partido por nazis y fascistas.
Mujica Lainez se puso del lado de los Aliados. Dos años después, aquellos
trabajos aparecieron reunidos en Glosas castellanas, su primer libro.
Lo integran ocho ensayos literarios, muestras de su inmersión en la lengua
española y su literatura. La serie titulada “Prosas quijotiles” se inclina
hacia la ficción, pues el elemento imaginativo tiene en ella papel preponderante:
invención del autor a partir de la invención cervantina. “El
cura y el barbero” cuenta cómo los dos personajes, leyendo algunos libros
de la biblioteca de Don Quijote, después del escrutinio que salva
o condena obras literarias, conciben la idea de emprender, a su vez,
aventuras quijotescas. Los duques de la “prosa” así denominada aparecen
como esclavos de sus quimeras. En “El pintor de Don Quijote”, el
escritor supone que tal artista es El Greco y, en “El escepticismo de Sancho”,
éste confunde a verdaderos bandoleros, que lo maltratan, con carneros,
al revés del amo.
De su aprendizaje español, Mujica Lainez recogió vocablos antiguos
y entonaciones castellanas que no desaparecerán del todo en sus
páginas. En 1938 publicó su primera novela, Don Galaz de Buenos Aires,
cuyo protagonista es un personaje mitad Quijote, mitad pícaro, imaginado
en el “diminuto y humilde” Buenos Aires del siglo XVII. Según él,
la Literatura desmitifica a la Historia. Los próceres —protesta el joven
autor— “aparecen ante nosotros siempre erguidos, siempre ataviados
con galas de fuste, siempre ocupados de cosas de gobierno, grandilo-
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cuentes, con la mano autoritaria a la altura del pecho, como si juraran
decir la verdad”. Contra esa visión se volvió, y esa actitud prevalecerá en
todas sus obras de sustento histórico. Con la novela, en la que se advierte
la marca de La gloria de Don Ramiro, de Enrique Larreta, admirado
amigo suyo y de sus padres y vecino en el barrio de Belgrano, Glosas castellanas
constituye lo que el autor llamó su “academia”, el resultado del
aprendizaje, la prueba de sus fuerzas.
Fiel a la Historia desmitificada, humanizada, Mujica Lainez
publicó a continuación tres biografías de escritores argentinos: su pariente
Miguel Cané, el romántico, padre del citado autor de Juvenilia
(1942), y dos poetas gauchescos, Hilario Ascasubi (1943) y Estanislao
del Campo (1946), tríptico en el que se anuncia aventajadamente el
narrador artista pronto a demostrar su cabal madurez. En la misma década
aparecieron dos obras fervorosamente dedicadas a su ciudad: Canto
a Buenos Aires (1943), en verso, y Estampas de Buenos Aires (1946),
en prosa.
Cuentos encadenados
Luego de esta larga, minuciosa y ejemplar preparación, el escritor
dio a conocer, en el umbral de la cuarentena, Aquí vivieron (1949)
y Misteriosa Buenos Aires (1950). Los forman cuentos compuestos especialmente
para encadenarse en estos dos libros de estructura semejante,
próximos a la novela. El primero se sitúa espacialmente en los Montes
Grandes, luego barrancas de San Isidro, y el segundo, en Buenos Aires.
Temporalmente abarcan casi cuatro siglos de vida argentina. Además
del título, cada cuento lleva la indicación del año en que transcurre. En
La Nación aparecieron “Huecufú” (1947), “Crepúsculo” (1949) y “Un
granadero” (1950). Los dos últimos se incorporaron más tarde a Misteriosa
Buenos Aires. En cambio, “Huecufú”, destinado en principio a encabezar
Aquí vivieron, quedó fuera. Huecufú es un duende que asiste al
combate del 15 de junio de 1536 entre españoles e indígenas y advierte
la presencia de los ángeles blancos y los ángeles negros que, invisibles,
participan de la lucha. Luego de la derrota de los indios, desaparece.
Una nota del autor dice: “Comienza con este relato la ‘biografía’ de un
solar de los alrededores de Buenos Aires. Como siempre, en el principio
está lo mitológico”.
Aquí vivieron lleva como subtítulo “Historias de una quinta de
San Isidro, 1583-1924”. Siguiendo su costumbre, el autor consigna las
fechas de composición de los cuentos, entre el 7 de mayo de l947 y el 5
de mayo de l948. Ocho de los veintitrés relatos se desarrollan durante
la Colonia y los demás en la Argentina independiente. En ellos lo his-
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tórico gravita tanto en los ajustes que exige cada época como en las referencias
a personajes y situaciones oficiales y en los detalles del escenario
que va modificándose con el paso de los años. Es materia que Mujica
Lainez domina ya perfectamente. Tal dominio le permite inventar
con libertad y, al mismo tiempo, con propiedad histórica. El margen de
libertad se amplía gracias a que los protagonistas de los relatos no son
personajes públicos y notorios, de actuación ya establecida, sino gente
común de las diversas épocas del transcurso temporal. En el breve prólogo
de la edición de 1962, la tercera, el autor manifiesta su predilección
por el libro. “Lo quiero especialmente, quizás porque las imágenes
que lo forman están íntimamente enraizadas en lo hondo de mi infancia
y de mi adolescencia y porque, si alguna rara vez lo recorro todavía,
me trae el perfume del viejo San Isidro, que es el de mis años distantes,
intenso y secreto”.
Cuando allí se construye una quinta, los cuentos comienzan a
encadenarse y a formar una trama que abarca el conjunto, sin que las
narraciones pierdan independencia. Los miembros de una familia reaparecen
en varias. Son los moradores de la quinta que se menciona,
por primera vez, en “Los amores de Leonor Montalvo”, la hija adolescente
de un pulpero de la ciudad, de la cual se prenda Don Francisco
Montalvo, hidalgo cuarentón y adinerado. Su amigo, el capitán Domingo
de Acassuso “edificaba a la sazón una iglesia, cumpliendo un
voto, a cinco leguas de la ciudad, frente al Río de la Plata. Crecía en
torno una población titubeante, que empezaba a llamarse San Isidro
en homenaje al santo labrador a quien estaba consagrada la capilla. En
1718, un año después de la boda, Montalvo adquirió allí una propiedad
sobre la barranca...”. La casa que allí hace construir es la jaula en
la que encierra a su joven esposa. Más tarde, el dueño es Fernando Islas
de Garay, descendiente (como el mismo Mujica Lainez) del fundador
de Buenos Aires. En “El poeta perdido” se habla de otros parientes
del escritor, mucho más cercanos: Fray Julián Perdriel, Juan Cruz
Varela, Miguel Cané (padre) y Misia Bernabela Andrade. Una Islas se
casa con un Montalvo, remoto pariente de los primitivos dueños de la
finca, y de esa unión nace Francisco, el poeta romántico. Al quedar
huérfano, vive con su tía Catalina Romero de Islas, dueña de un collar
de rubíes que tiene una historia particular dentro de la serie. La quinta
de San Isidro pasa luego a manos de Teresa Rey de Montalvo, viuda
de Francisco, y, más tarde, a las de Diego Ponce de León, que “alimentaba
la locura del arte, la fiebre de los objetos” (“El coleccionista”),
y concluye por perder su fortuna (“El dominó amarillo”); la quinta se
degrada y finalmente el terreno se lotea y se vende (“Muerte de la
quinta”). El tiempo y la decadencia son temas que se destacan ya como
característicos de Mujica Lainez, como igualmente cobra relieve la
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visión plástica del escritor para animar escenas en las que formas y colores
resaltan.
En algunos de los cuentos se verifican los choques de fantasía
y realidad que mostraban los primeros relatos del escritor, pero realzados
por situaciones en las que alucinaciones, visiones, espectros, fantasmas,
hechicerías propias de cultos africanos, amores ambiguos y prohibidos,
odios y resentimientos irrumpen en la realidad superficial. En “El
camino desandado”, un escribiente es testigo del aquelarre en el cual se
corporizan mágicamente seres y hechos ocurridos en el lugar. El lenguaje
del escritor perfecciona un dejo español subrayado a veces por arcaísmos,
por el constante leísmo (“la negra le mató con su propio cuchillo”)
y la utilización esporádica de los pronombres enclíticos, como en el caso
de “animábanse las pausas de silencio”.
Cuentos de Buenos Aires
Poco después de concluir Aquí vivieron, inició —el 20 de octubre
de 1948— Misteriosa Buenos Aires, una obra maestra. Le puso
punto final el 18 de octubre de l950. Siguió el mismo plan del libro
anterior, en un orden cronológico que los títulos de los cuarenta y dos
relatos van indicando. Pero como el espacio se ha ampliado y del solar
sanisidrense ha pasado a abarcar a Buenos Aires —la precaria Buenos
Aires de los años coloniales y los primeros de la Independencia—,
los lazos entre personajes casi no existen. El único factor de unidad
es, ahora, la propia ciudad. Ante todo, Mujica Lainez vuelve a desarrollar
su propósito de restituir al pasado la dimensión humana. La
vida de ayer ha sido como la de hoy y es preciso situar el relato histórico
en ese contexto fundamental, sin el cual seres y hechos se deshumanizan.
“Quienes pretenden que los seres que poblaron nuestro territorio
desde la fundación de las ciudades, lo mismo en la zona de San Isidro
que en cualquier lugar de la patria, no fueron hombres y mujeres de
carne y hueso, se equivocan. Los que se forman esa idea de nuestros mayores
acumulan sobre su muerte la sospecha de que en realidad no han
vivido nunca. Y no hay tal. Vivieron. Y hasta es posible que vivieran con
mucha más intensidad que nosotros mismos; con la intensidad que da
el aislamiento, gran madurador de pasiones” (La Nación, 5 de julio de
1949, en una comida en su homenaje).
La pobre, casi miserable aldea oculta pasiones malsanas pero
también ternura e ímpetus idealistas. En sus sencillas casas —como en
la quinta de San Isidro— anidan la codicia, la lujuria, los amores prohibidos,
la crueldad, la locura, la hechicería; por sus calles ronda la de-
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lincuencia, el vicio, la enfermedad; pero la ciudad asciende y se espiritualiza
gracias al impulso de grandes aventuras, al heroísmo, a la santidad,
al milagro. Lo sobrenatural impregna también su atmósfera. Buenos
Aires se llena de misterio. Mujica Lainez, siguiendo un procedimiento
que la tradición narrativa ha cultivado, elabora con cuidado el
desenlace de sus cuentos tratando de que sean inesperados y sorprendentes.
El procedimiento habitual en él es comenzar in medias res —es
decir, en medio de la acción—, abordando derechamente el tema, para
remontarse luego al origen de los hechos. El realismo, cuando se manifiesta,
nunca es directo; su artística elaboración lo aleja de la tosca crudeza.
Siempre guarda el escritor la distancia que permite al contemplador
apreciar la belleza, aun en lo terrible.
He aquí, desplegado brevemente, el vasto friso de la “misteriosa
Buenos Aires”, según su aproximación o su alejamiento de la realidad
palpable. Los cuentos realistas son, en general, violentos. Tal “El hambre”,
un episodio de la terrible hambruna en el Buenos Aires de Pedro
de Mendoza; “Los pelícanos de plata”, historia de adulterio y homicidio;
“Toinette”, en la cual se combinan amor y odio racial, ingrediente
este último de “La pulsera de cascabeles”; “La mojiganga”, venganza entre
negros; “La jaula”, manifestación de sadismo; “El sucesor”, combinación
de sórdida lujuria y suicidio; “La casa cerrada” y su tremendo secreto;
“El tapir”, muerto a manos de un viejo e infeliz payaso, y “El salón
dorado”, dolorosa evidencia de la ruina.
Realistas sin violencia son “La ciudad encantada”, contraste
entre dos hermanos, soñador uno, pragmático el otro; “La escalinata
de mármol”, la agonía de un hijo de reyes; y tres cuentos que tienen
como protagonistas a sendos personajes históricos: Luis de Miranda,
“El primer poeta”; Ana Díaz, la única mujer que acompañó a los repobladores
de Buenos Aires, “La fundadora ”, y el gobernador Jerónimo
Luis de Cabrera, “Crepúsculo”. El realismo dulcificado por el
amor caracteriza a “La enamorada del pequeño Dragón”, pasión de
una joven mestiza por el rubio sobrino del pirata Francis Drake; “Las
ropas del maestro”, la desbordada reacción de un enamorado; “Las reverencias”,
el hallazgo de la propia seducción; “El libro”, destino rioplatense
de un ejemplar del Quijote, recién editado en España y llegado
de contrabando a Buenos Aires, y “El ilustre amor”, un amor inventado.
En un tomo titulado Mi mejor cuento, con selección de diez autores
(Buenos Aires, Orión, 1974), Mujica Lainez eligió “El ilustre
amor”. “No sé si es mi mejor cuento. Quizás sea el que me gusta más,
el que leo con más placer, cuando debo leer cuentos en público. Probablemente
lo prefiera por el hecho de que lo considero muy mío, es decir
porque entiendo que en él se dan cita los elementos que deseo que
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caractericen mi obra: la creación de un clima histórico riguroso; el cuidado
del lenguaje; el afán de una construcción literaria aparentemente
grave, pero a la que sirve de fondo la ironía. Eso es lo que quisiera haber
logrado. No me toca a mí juzgarlo, sino al lector. A mí, con toda
simplicidad, me gusta”.
Otros cuentos se sujetan a la realidad, pero la locura de algunos
de sus personajes los altera, como ocurre con “El imaginero”, blasfemo
y demente, y con la madre loca del protagonista de “El patio iluminado”,
el anciano militar de “La víbora”, y la hermana enamorada en
“La princesa de Hungría”, que muere entre visiones del remoto país.
Alucinado, pierde la razón el pobre estudiante de “El amigo”.
En otra dimensión, fuera de la palpable realidad, están los
cuentos de hechizos, apariciones fantásticas, espectros, milagros, y los
fabulosos. En la fábula hablan seres irracionales, inanimados o abstractos.
De esta índole son “La Sirena”, una ninfa marina enamorada del gallardo
mascarón de proa de una nave, y, en cierto modo, “Memorias de
Pablo y Virginia”, relación de la historia de un ejemplar de la novela de
Bernardin de Saint-Pierre, efectuada por el mismo libro. De no mediar
este insólito narrador, el cuento podría encuadrarse entre los realistas.
Como fabuloso puede considerarse “El hombrecito del azulejo”, que
distrae a la Muerte con sus relatos. Cuentos de hechizos son “El espejo
desordenado”, en el cual un prestamista ve reflejadas sus desgracias en el
ominoso espejo. Embrujado está el anillo de “El arzobispo de Samos”,
capaz de provocar la muerte. Al hechizo del rey Carlos II se refiere “El
embrujo del Rey”, y “La hechizada” es una muchacha víctima del maleficio
de una mulata. El dios Marte aparece fantásticamente ante el ex
granadero el día en que se conoce la noticia de la muerte del General
San Martín, en “Un granadero”. En cuanto a los espectros, aparece uno,
impresionante, en “La galera”, y constituyen la ocupación dilecta de “El
cazador de fantasmas”.
“Milagro” registra la inexplicable vibración del violín del padre
Francisco Solano en un convento de Buenos Aires. “El pastor del río” es
la relación de otro milagro: el que obra San Martín de Tours, patrono
de Buenos Aires, el día en que una sudestada se lleva lejísimos el Río de
la Plata. Otro cuento milagroso es “La adoración de los Reyes Magos”,
el tapiz que se anima ante un pequeño sordomudo invitado a sumarse
a quienes adoran al Niño Dios.
Tres cuentos de la irrealidad literaria tienen como protagonistas
a personajes de las letras: “Le royal Cacambo”, creación de Voltaire;
el Santos Vega de “El ángel y el payador”; Anastasio el Pollo y el aparcero
Laguna, personajes del Fausto, de Estanislao del Campo, en “Una
aventura del Pollo”, y el Judío Errante de “El vagamundo”, figura legendaria
que dio título a un folletín del novelista francés Eugène Sue.
20
Este historiado friso de la vida porteña, resumido en los anteriores
párrafos, exhibe los temas que más han preocupado a Mujica
Lainez: el menoscabo provocado por el tiempo, la decadencia, la vitalidad
y la amenaza de los objetos, la pasión adolescente, la prioridad
del amor, la equívoca relación entre hermanos y entre personas del
mismo sexo, el resentimiento del hombre mayor e impotente ante la
mujer joven, la tiranía de los prejuicios sociales, la gravitación de otra
dimensión de la realidad, la manifestación de la magia y el milagro, la
presencia de espectros. Y todo ello narrado con lujosa fantasía, en un
lenguaje de gran plasticidad, donde lo estético predomina sobre el mero
realismo.
Crónicas reales
Luego de Misteriosa Buenos Aires, Mujica Lainez escribió una
serie de obras conocidas como la “saga de la sociedad porteña”. Los ídolos
(1953), la primera, señala un paso intermedio entre el libro de cuentos
y la novela. La forman tres narraciones extensas que, aunque conectadas
entre sí, pueden leerse separadamente. Le siguen La casa (1954)
—otra genuina obra maestra—, Los viajeros (1955) e Invitados en El Paraíso
(1957). Unos personajes reaparecen en más de un libro (afirmando
cierta unidad que justificaría la calificación de “saga”) y otros, con
distintos nombres, parecen identificarse con el propio escritor: el relator
de Los ídolos, los adolescentes de La casa, Tristán y Francis; Miguel,
el protagonista de Los viajeros.
En esos años están fechados dos cuentos no reunidos por el
autor en volumen. “Los anteojos azules” (1951) es un cuento flojo,
muy por debajo de las obras narrativas que a la sazón escribía. El adminículo
óptico le depara al protagonista una visión benéfica y optimista
de la realidad. “La última Navidad del escribano”, publicado en
El Hogar en diciembre de 1955, raya más alto, con buenos rasgos de
humor. Transcurre el último día en la vida de un escribano. Como carece
de fe y, por lo tanto, va a ser condenado, su Ángel de la Guarda
trata de infundírsela, pero no lo logra. La Gracia desciende en él en los
instantes posteriores a la muerte y la cuestión consiste en determinar si
esa Gracia a posteriori es válida. En 1956 dio a conocer en la revista Ficción
el comienzo de una novela inconclusa reducida a la categoría de
nouvelle. En El retrato amarillo, un adolescente se enfrenta con el mundo
de los mayores y experimenta sus propios descubrimientos y deslumbramientos
sensuales. El escritor evoca en esas bellas páginas, afines
a la “saga porteña”, su niñez en el Tigre.
Seguirán más tarde Bomarzo (1962), poderosa construcción li-
21
teraria, y El unicornio (1965), centrada en el Renacimiento, la primera,
y en la Edad Media, la segunda. Sólo en 1967, diecisiete años después
de Misteriosa Buenos Aires, Mujica Lainez encadenó las Crónicas
reales, otro libro de tema no argentino. Con su habitual precisión, indica
que las redactó entre el 28 de julio y el 7 de noviembre de 1966.
Poco más de tres meses y en una época de efervescente actividad y éxitos.
Como en Aquí vivieron y Misteriosa Buenos Aires, el autor sostiene
la unidad de lugar: un indeterminado país, quizá Rumania, próximo al
Mar Negro.
De ese año data un excelente cuento, escrito entre el 11 y el
14 de enero, nunca publicado ni recogido en libro, titulado “La máscara
japonesa”, desarrollo de un tema característico del escritor. Un
objeto de arte cobra una fuerza que supera largamente su atractivo
estético.
Las doce Crónicas reales, escritas con intención satírica, ratifican
el punto de vista del autor acerca de la Historia, tan frecuentada
por él en copiosas lecturas. Ya se ha vuelto, desde sus comienzos, contra
la idealización y la deshumanización de personajes y sucesos; se ha
reído de la supuesta perfección de los próceres, de sus poses estatuarias,
de la Historia-panteón. Las más diversas épocas se asemejan en lo esencial,
ya que el hombre, fundamentalmente, no cambia. Este conocimiento
suscita su irónico escepticismo: “Resignémonos a admitir que
nuestra existencia, de la cual nos ufanamos sin fundamento, depende
de los pormenores más anodinos, más triviales; ahí tenéis el caso de los
altaneros von Orbs”.
Los von Orbs, en efecto, constituyen un linaje descollante de
ese reino. Hércules el picapedrero es el fundador de la dinastía real; a
pesar de su humilde origen, e impulsado por una venganza, se casa
con la Condesa Ortruda, una von Orbs. Provoca la muerte del Conde
Benno von Orbs zu Orbs, valiéndose de una sutil maquinaria, y ciñe
la corona como Hércules el Grande. Se suceden a continuación
crónicas irreverentes, traviesas, divertidas, en las que la solemnidad de
los personajes y sus actos revelan actitudes ridículas, fallas, debilidades
y simulaciones, ingredientes todos de la naturaleza humana. Así, en
“San Eximio”, la esposa del monarca reinante, enamorada de su cuñado
el Santo, lo visita en su cueva de anacoreta, disfrazada de ángel. “El
Rey artificial” hace referencia a Carlo VII, a su impotencia y a la fabricación
de un hijo artificial, un robot que lo reemplaza. En “El Rey
acróbata”, el cronista evoca a Carlo III, aficionado a los ejercicios de
los volatineros, cuyo sentido del equilibrio le permite reinar con ecuanimidad.
“El enamoradísimo” relata el amor de Olav Furio, hijo de
Hércules V, por María von Orbs, y el trágico fin de ambos. En “Los
22
navegantes”, un hijo natural de Hércules VII, “bibliófago” y aficionado
a los relatos fabulosos, emprende una expedición al Mar de las Tormentas
con una tripulación de locos; en una isla ignota, como encuentran
la fuente de la sabiduría y la fuente de la juventud, se transforman
en sabios y niños. El protagonista de “Monsignore” es un hermano
de Hércules VIII: mientras éste viaja a la tierra de los ermitaños
y se convierte a ese modo de vida, aquél lo reemplaza e impone sus
costumbres refinadas e inmorales. Al volver el rey legítimo, apodado
ahora el Moralista, inicia una limpieza, pero Hércules VIII muere a
manos de unos sicarios, quienes, a su vez, matan a Monsignore. La
crónica titulada “La gran favorita” narra, entre otras cosas, las intrigas
en torno de Amarilis Pigafetta, predilecta de Matías III, el Plomizo,
hijo del Moralista. La coleccionista de “La Princesa de los Camafeos”,
hermana de Carlo IX, descubre, al morir su marido, que éste la ha engañado.
Huye a Venecia, donde encuentra a unos jóvenes irlandeses
que predican los beneficios de la vida simple y del retorno a la Madre
Naturaleza. Comparten un castillo frente al Mar Negro, adonde la
princesa lleva sus ricos camafeos, totalmente en discordia con la pobreza
de los místicos.
“El vampiro” transcurre en el siglo XX. El Barón Zappo, primo
del rey Carlo IX, se parece al famoso Conde Drácula. Debido a esta
semejanza, una compañía cinematográfica requiere su intervención
para filmar un relato de Miss Godiva Brandy, autora de tenebrosos folletines.
Como es un auténtico vampiro, el Barón agota con sus succiones
a los participantes de la filmación mientras él engorda. Miss Godiva,
enamorada del Barón y resentida porque el monstruo no demuestra
el menor interés por su sangre, planea vengarse, y, apelando a conjuros,
lo mata en la guarida subterránea. “Los relatos de horror —escribió el
profesor George O. Schanzer (“Un caso de vampirismo satírico: Mujica
Lainez”, SUNY/ Buffalo)— han sido bastante frecuentes en las letras
hispanoamericanas, y la prosa modernista demostró cierta propensión a
esa variante de lo fantástico. Sin embargo, Darío, Lugones, Nervo, Quiroga
no crearon protagonistas legítimamente vampiros, es decir personajes
diabólicos que gustan de chupar la sangre del prójimo”. Cita
“Vampiro negro”, del argentino Eduardo Holmberg, y el episodio de la
Blutgasse de 62/Modelo para armar, de Julio Cortázar, pero se detiene en
la crónica de Mujica Lainez y afirma que, en “El vampiro”, el escritor
“ha satirizado no sólo las películas de horror y la trabazón de ficción y
realidad, tan en boga en la literatura moderna, sino que se ha burlado
de todo: sistemas políticos, creencias antiguas, escuelas literarias y artísticas
y mucho más”.
“La reina olvidada” es la crónica de la Reina Madre, que ha
quedado aislada tejiendo, en un enorme tapiz, la historia de la estir-
23
pe. Los hijos de la Reina, que habían permanecido en el exilio, vuelven,
pero mueren misteriosamente. La serie de crónicas concluye con
“La jurisdicción de los fantasmas”. El autor confiesa su aspiración a
ocupar el cargo de académico de Bellas Artes y Disciplinas Morales,
en gracia a su extraordinario conocimiento de las gestas nacionales,
y, en una especie de resumen retrospectivo, evoca a los espectros de
los fallecidos moradores del castillo, cuna de los von Orbs, la Mansión
Hercúlea. Detrás del cronista aspirante a académico se divierte
Mujica Lainez. Las Crónicas reales acentúan su visión humorística y
desmitificadora de la Historia, aproximándola no sólo a la “pequeña
historia” sino también a la ficción. Es la misma actitud que dará origen
a la novela De milagros y de melancolías (1968), donde inventa
una historia de América del Sur, echando mano, incluso, a bibliografía
inexistente.
Ese mismo año, en un volumen titulado Variaciones sobre un tema
policial (Editorial Galerna), se incluyó un cuento titulado “De la impetuosa
adolescencia”. Alberto Manguel, autor de la selección y la presentación,
propuso a ocho narradores la siguiente noticia: “Un muchacho
de diecisiete años, hijo de un conocido industrial de la zona, mató
a la directora de su colegio, inglesa, 62 años, e hirió de gravedad a una
profesora al penetrar en la sala de dirección empuñando un revólver.
Los tiros atrajeron al portero del establecimiento, quien lo detuvo”. Mujica
Lainez, afecto a estos desafíos, fraguó una historia, más bien forzada
pero con aciertos de ironía y humor, en la que un alumno, enamorado
de la profesora de Química, le escribe poemas que intrigan a la destinataria.
El brazalete y otros cuentos
El traslado a Cruz Chica, en las sierras de Córdoba, a la residencia
bautizada por sus dueños anteriores con el nombre de El Paraíso,
como la casa ficticia de la novela de 1957, provocó un período
de vacío en el escritor. Varios proyectos quedaron interrumpidos hasta
que Cecil (1972) lo sacó del atolladero. Es un libro autobiográfico
(narrado por un perro), en el cual, precisamente, se refiere a sus dudas
y desconciertos. Retoma el camino con El laberinto (1974), novela
en la huella histórica de Bomarzo y El unicornio, y lo prosigue, en
el mismo año, con El viaje de los siete demonios, obra que se sitúa en
el límite entre la novela y el cuento. Publica dos novelas más, Sergio
(1976) y Los cisnes (1977), en las que los hechos vuelven a desarrollarse
en Buenos Aires.
Al año siguiente reunió en un volumen una serie de cuentos
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dispersos. El brazalete y otros cuentos (1978) contiene nueve títulos.
Los juntó —aconsejado por un amigo y contra su costumbre de construir
especialmente sus libros de narraciones interconectándolas—
aprovechando sus éxitos y el interés de su editor, en un período en que
había retomado su mejor ritmo de trabajo. El volumen se abre con
“Narciso”(1969). El cuento nos depara un contraste entre la imagen
de un bello muchacho fijada en el espejo dorado de Narciso, y el aspecto
de éste, horrible y deforme. El narrador de “La larga cabellera
negra” (1967) tiene la visión fantástica de una cabellera femenina que
fluye y lo envuelve, en tanto que el veraneante de “Los espías” (1968)
es testigo de un fenómeno insólito y repugnante. Sin sorpresas fantásticas,
“La viuda del Greco” (1966) nos sorprende, de todos modos,
cuando la protagonista prefiere la pintura del hijo de ambos a la del
famoso artista. “Importancia” (1965) tantea el terreno del más allá infernal,
en el cual queda varada una riquísima señora. “El brazalete”
(1970) es otro de los objetos ominosos de Mujica Lainez. En “El pasajero”
(1967) la vida de un hombre se encierra en el término de un
breve viaje en ómnibus. “Las alas” (1969) es la semblanza de un agrio
crítico. El último cuento del libro,“El retrato”(1970), registra un tema
siempre seductor para el autor: el amor de una vieja y deteriorada
mansión por un cuadro.
Lo misterioso, lo insólito, lo que no obedece al orden convencional,
son factores que vuelven a predominar en estos cuentos. La cabellera
fluyente, los espías extraterrestres, la rica señora testigo de los hechos
posteriores a su muerte, el brazalete fatídico, el pasajero que envejece
a lo largo de un corto viaje, el amor de una casa por una pintura y
las fuerzas que desencadena, causan extrañeza u horror. El tiempo subraya
su carácter dramáticamente fugitivo en “El pasajero”. “Narciso” se
mantiene dentro de límites más realistas, lo mismo que “La viuda del
Greco”. En cuanto a “Las alas”, es una flecha disparada contra un crítico
que no tuvo piedad para con Mujica Lainez.
En 1978, el escritor publicó en el Suplemento Literario de La
Nación un cuento titulado “El traje de terciopelo verde”, recogido en
1986 en el número de Sur dedicado al autor. De nuevo, un objeto inanimado
ejerce poder deletéreo.
Un novelista en el Museo del Prado
El mismo año (1978), el escritor volvió a los temas porteños de
la “saga”. En El Gran Teatro pagó una deuda para con el teatro Colón,
donde la clase tantas veces protagónica en sus novelas tenía uno de sus
más emblemáticos recintos de lucimiento y competencia. En 1980 reu-
25
nió artículos sobre hechos y personajes de Buenos Aires, y en 1982 dio
a conocer su última novela, El escarabajo, otro homenaje a los objetos
bellos y a la Historia, recorrida a lo largo de siglos. De 1980 data “El asno
y el buey”, relato de Navidad —y de Pascua— lleno de gracia y ternura.
A fines de 1982, el Suplemento Literario de La Nación publicó
“El coleccionista de caracoles” (rescatado en el mencionado número de
la revista Sur), en el cual, una vez más, un objeto precioso y raro es causa
de muerte.
El 28 de agosto de 1983 concluyó Un novelista en el Museo del
Prado, libro iniciado el 16 de marzo de ese año. Originalmente fue el
proyecto de un programa de la Televisión Española, abandonado a causa
de la tensión que le provocaba trabajar presionado por el tiempo y
por la obligación. Más tarde, su mujer, Ana de Alvear, le sugirió que lo
retomara pero como obra exclusivamente literaria. Fue su último libro
publicado, una docena de cuentos cuyo lazo de unión es, como en los
dos primeros tomos de narraciones, un lugar determinado: en este caso,
el famoso museo madrileño. El escritor imagina que, por la noche,
cuando las salas se vacían de visitantes, los personajes de la pinacoteca
se animan y protagonizan diversas escenas, liberados del papel que cada
uno tiene asignado en pinturas y esculturas.
El afortunado espectador de esa vida nocturna es testigo, pero
la narración se desarrolla en tercera persona, como si hubiese otro narrador
que incluyera a aquél como personaje. Por ejemplo: “Ciertas noches,
el novelista ha gozado de un privilegio singular”, o “El novelista
no se le despega a Velázquez, presintiendo tal vez que no se le presentará
otra ocasión de cercanía tan estrecha”. Pero hay una diferencia sustancial
entre el visitante nocturno del museo y los demás personajes.
Éstos carecen de consistencia material, son fantasmas. Como Dante
Alighieri, en los tres mundos del más allá, el novelista circula entre seres
inmateriales, sin chocar con ellos.
Con erudito conocimiento de las obras de arte del Prado y con
una inventiva que nunca dio muestras de fatiga, Mujica Lainez labra
las doce escenas del libro. Predomina, como no podría ser de otro modo
—y aquí con más razón— la visión pictórica del escritor, que brilla
en la descripción plástica y en el cuadro vivo. Los desplazamientos del
Carro de Baco y el Carro de Heno, uno de Cornelis de Vos y el otro de
Hieronymus Bosch, el famoso Bosco, provocan encontradas reacciones
en los habitantes de la galería. La hija del Faraón, del cuadro de Paolo
Veronese —la dama filantrópica que ha salvado a Moisés de las
aguas—, está siempre dispuesta a acudir a quien la necesite, no sólo a
la plañidera y sospechosa Gioconda, sino también al fornido Hércules,
que necesita —dice maliciosamente el autor— “unas abnegadas friegas”.
Los pobladores del Olimpo pictórico resuelven organizar un
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Concurso de Elegancia, en el que triunfan el Adán y la Eva de Durero.
El joven Jesús de “La disputa con los doctores del Templo”, de Veronese,
obra el milagro de resucitar dos hormigas aplastadas por uno de los
doctores sobre el cuadro.
El enano Diego de Acedo es el trujamán de “La bella durmiente”,
adaptación del cuento de Perrault, una pantomima o relato mimado,
en cuatro cuadros, representado por personajes de distintas pinturas
célebres. Un guerrero que en “La Corona de Espinas”, de Anton van
Dyck, alza con el guantelete ese sagrado instrumento de tortura, se interna
valerosamente en el Jardín de las Delicias de Bosch para buscar a
un ángel italiano que se ha perdido y encuentra allí acurrucado. No salen
indemnes el guerrero ni el ángel, a cuya frente se ciñe la corona nazarena.
Un grupo de señoras, personajes de pinturas “pradeñas”, componen
la Comisión de Damas Benéficas del Museo, y en tal condición
organizan, para diversión de los niños, un Jardín Zoológico privado
echando mano de la fauna de la pinacoteca. El presidente de la Sociedad
de los Caballeros Unidos del Greco, del Museo del Prado, se indigna
porque uno de los miembros, el Marqués de la Mano al Pecho, ha sido
visto con la mano en el pecho de la Maja Vestida, de Goya, o sea, se
ha rebelado contra un artículo del Estatuto que impone la castidad entre
los caballeros; pero he aquí que, en su excursión indagatoria, el observante
presidente sucumbe al hechizo de la Maja Desnuda y, de acusador,
se convierte en acusado.
Los personajes de “Fiesta en un parque” y “La boda campestre”,
de Watteau, como onda jocunda, llegan al borde de una laguna que confunden
con la del “Embarque de Citerea”, la isla de Afrodita, cuando se
trata, en verdad, de la Estigia, donde Caronte embarca los condenados
hacia el Infierno. Los salva la hora de apertura del Prado y el regreso de
los personajes a sus respectivos cuadros. La Virgen del Maestro de Sopetrán
se queja porque los turistas la miran apenas y escapan hacia las salas
de Goya. Las otras vírgenes del Museo deciden apaciguarla rindiéndole
homenaje en procesión, pero el barroco cortejo es interrumpido por una
lucha de gladiadores. La Virgen de Sopetrán, lisonjeada por el fallido homenaje,
decide devolver la visita de sus compañeras y, en torno de la Vigen
de la Anunciación, del Beato Angélico, se improvisan gratas reuniones.
El Coloso de Goya siembra el pánico entre varios personajes de la
pinacoteca; lo reduce el San Jorge de Rubens, y el cirujano de Bosch, extractor
de la piedra de la locura, le practica una intervención quirúrgica
que anula su agresividad. En el último episodio, el Emperador Carlos V
de Tiziano, a caballo, se dirige solemnemente a la pintura de Brueghel el
Viejo, “El triunfo de la Muerte”, y penetra en ella, donde parece enfrentarse
con su propia muerte.
Queda así completo el ciclo de los cuentos de Manuel Mujica
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Lainez, tan unido a su obra novelesca por la misma intención arquitectónica,
orgánica, que excluye lo misceláneo, lo invertebrado. Para él, un
libro era, ante todo, una especie de edificio cuidadosamente planificado.
De ahí que los suyos observen rigurosamente ese criterio unificador,
que constituye uno de sus atractivos.
Mujica Lainez fiel a sí mismo
No fue Mujica Lainez un innovador ni perdió el sueño por el
afán de situarse en las líneas de vanguardia. Como Borges, se mantuvo
siempre fiel a sus convicciones, como escritor y como hombre, aun
cuando marchara contra la corriente y se ganara enemigos. Era un escritor
de personalidad perfectamente definida, seguro de sí mismo. Sus temas
y su estilo de escritura obedecían a inclinaciones profundas y a una
preparación que, como se ha visto, fue larga y minuciosa. Por temperamento
y por formación, coincidía con el realismo decimonónico que
culminó con Marcel Proust; no el realismo de Balzac sino el de Flaubert,
Stendhal, Henry James y el del maestro de En busca del tiempo perdido,
reveladores de un mundo refinado y a veces aristocrático, muy afín
al propio mundo del autor porteño.
En el ámbito de las letras argentinas, estas características lo
distinguieron tanto de los novelistas del 80, adictos al naturalismo, como
de los realistas urbanos, como Manuel Gálvez, o rurales, como Benito
Lynch. Ya me referí a la filiación modernista de Mujica Lainez, a
través de la fascinación provocada por La gloria de Don Ramiro, de Enrique
Larreta, patente en Don Galaz de Buenos Aires pero atemperada
en adelante. No perteneció a ninguna de las generaciones reconocidas
en su tiempo. Era adolescente cuando Borges trajo de España el ultraísmo,
manifestación española de la vanguardia, expandida luego y origen
del singular florecimiento literario de la generación martinfierrista.
Fue, sobre todo, una generación de poetas, como la posterior generación
del 40. En adelante, la madurez del escritor lo alejó de tendencias
y capillas. Tampoco formó parte de la revista Sur, dirigida por Victoria
Ocampo, dedicada a dar a conocer a nuevos escritores de Europa y de
América. Sólo tardíamente colaboró en ella. En la década del 30, la de
los comienzos de la famosa revista, el joven escritor, según se ha visto,
hacía su aprendizaje, su “academia”. Los libros iniciales y los siguientes
tenían pocos rasgos en común con los gustos y las tendencias de la gente
de Sur. Desde el punto de vista de sus ideas, así como se pronunció
en favor de los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial, formó
parte de la oposición al régimen instaurado por Juan Domingo Perón,
y no coincidió con las izquierdas ni con los progresismos cuando éstos
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ascendieron a un primer plano en el ámbito de la cultura. Fiel a sí mismo,
al personaje que se había forjado, padeció no pocos embates de
quienes lo consideraban sobreviviente de una época superada. Pasado
el tiempo, sus libros han seguido su propio camino, y su poder de seducción
les ha conquistado lectores fieles, dispuestos a saborear el placer
de leer a quien irradió siempre el placer de contar.
JORGE CRUZ
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