sábado, 13 de julio de 2013
WILLIAM SHEKESPEARE .. REY LEAR 2º PARTE ....POR RITA AMODEI
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EL MÉDICO-Algunos medios hay, señora; el
sueño es la dulce nodriza de la naturaleza. Reposo
es lo que más necesita. Para infundírselo tenemos
medicamentos cuya poderosa virtud puede cerrar
los ojos del mismo dolor.
CORDELIA.-Yerbas benditas del cielo, venturosas
plantas de la tierra activa, dotadas de secretas
virtudes, creced regadas por mi llanto y unid vuestras
fuerzas para aliviar el mal del desdichado rey.
Corran en su busca. Temo, en su desenfrenado furor,
se quite una vida desprovista de todos los auxilios
que pueden conservarla. (Entra un mensajero.)
EL MENSAJERO.-Noticias, señora; el ejército
bretón se aproxima..
CORDELIA.-Ya lo sabía; el nuestro lo espera,
dispuesto a recibirlo debidamente. ¡Mi querido padre!
ti solo trabajo; por ti mi duelo ha entristecido a
Francia y mis inagotables lágrimas han excitado su
piedad. No arma nuestras manos la loca ambición,
sino el amor, el tierno amor a un padre anciano y
querido; vamos a combatir en defensa de tus derechos.
¡Cuánto me tarda el verte y oír tu voz! (Salen.)
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ESCENA V
Palacio de Regan
(Entran REGAN y el INTENDENTE)
REGAN.-¿Está ya en marcha el ejército de mi
hermano?
EL INTENDENTE.-Sí, señora.
REGAN.-¿Va él al frente?
EL INTENDENTE.-Sí, señora, y con su ánimo
infunde ardiente valor a sus soldados.
REGAN.-¿Habló Edmundo con tu señora, en su
casa?
EL INTENDENTE.-No, señora.
REGAN.-Pues, ¿qué significa esta carta que le
escribe ella?
EL INTENDENTE.-Lo ignoro, señora.
REGAN.-Verdaderamente partió de aquí para
asuntos importantísimos. Inexcusable fue nuestra
imprudencia no arrancando la vida, al mismo tiempo
que los ojos, a ese Glocester. Donde quiera que
va, su aspecto conmueve los corazones, sublevándolos
contra nosotros. Edmundo ha partido, según
creo, para abreviar su miseria, librándole de la carga
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de una vida sumida en pasados tedios; también debe
reconocer las fuerzas del enemigo.
EL INTENDENTE.-Permitidme, señora, que
corra en su busca para entregarle esta carta.
REGAN.-Nuestro ejército debe marchar mañana
en orden de batalla; quédate, los caminos no estás
muy seguros.
EL INTENDENTE.-Imposible, señora; son órdenes
expresas de mi dueña.
REGAN.-Pero ¿por qué escribe a Edmundo?
¿no podría encargaros verbalmente sus órdenes?
Vamos, una palabra, algo, no sé qué. Mira déjame
abrir esa carta.
EL INTENDENTE.-¡Oh! señora! ¡preferiría... !
REGAN.-Ya sé que tu señora no ama a su esposo;
estoy segura de ello. En la última visita que me
hizo, dirigió a Edmundo extrañas ojeadas y miradas
muy expresivas. Sé que conoces el secreto de su corazón.
EL INTENDENTE.-¿Yo, señora?
REGAN.-Sí; ya sé lo que me digo; eres su intimo
confidente; me consta; así, pues, atiende lo que voy
a decirte. Mi marido ha muerto. Edmundo y yo celebramos
una entrevista secreta, y más me conviene
a mí un marido que a tu señora. Si logras enconW
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trarle, dale este encargo; y cuando le des cuenta a tu
señora de lo que acabo de decirte, aconséjala que
procure entrar en razón. Ahora, puedes partir. Y si
por acaso oyes hablar de ese ciego traidor, recuerda
que la fortuna colmará de dones a quien lo extermine.
EL INTENDENTE.-Quisiera poderle encontrar,
señora; y entonces os probaría a qué partido
soy adicto.
REGAN.-Adiós.
ESCENA VI
Campo en los alrededores de Douvres
(Entran el CONDE DE GLOCESTER y
EDGARDO vestido de Campesino)
EL CONDE DE GLOCESTER.-¿Cuándo llegaremos
a la cima de aquella montaña?
EDGARDO.-Ahora empezamos a subir; dígalo
nuestro cansancio.
EL CONDE DE GLOCESTER.-Me parece que
aún ando por la llanura.
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EDGARDO.-¡Horrible precipicio! Escuchad;
¿oís el rugido del mar?
EL CONDE DE GLOCESTER.-No, nada oigo.
EDGARDO-Por fuerza el dolor de la privación
de la vista debilitó vuestros demás sentidos.
EL CONDE DE GLOCESTER.-Es posible.
Hasta me parece que tu voz ha cambiado; hablas
con más nobleza; te expresas mucho mejor que antes.
EDGARDO.-Os engañáis; nada ha cambiado en
mí, a no ser el traje.
El CONDE DE GLOCESTER.-No hay duda; tu
lenguaje es más distinguido.
EDGARDO.-Avanzad, señor; ya estamos en la
cima. No os mováis. ¡Qué horror! ¡Da vértigos el
mirar al fondo de ese abismo! En la vertiente hay un
hombre suspendido, cogiendo hinojo marino. ¡Peligroso
oficio! A tal distancia ese hombre parece del
tamaño de un puño. Y esos pescadores que andan
en la orilla, diríase que son hormigas. Quiero apartar
mi vista; perdería la razón, y mis ojos deslumbrados
me arrastrarían al abismo.
EL CONDE DE GLOCESTER.-Colócame en
el sitio donde te encuentres.
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EDGARDO.-Dadme la mano; ya estáis a un pie
del borde. Por nada del mundo quisiera yo dar un
paso más.
EL CONDE DE GLOCESTER.-Ahora, suéltame.
Toma este bolsillo; dentro de él se encierra una
preciosa joya que bien vale la pena que la acepte un
pobre. Aléjate, despídete de mí; déjame solo.
EDGARDO(fingiendo retirarse).-Adiós, mi buen
señor.
EL CONDE DE GLOCESTER.-Adiós.
EDGARDO.-¿Por qué no pongo término a su
desesperación? ¡ah! si así obro es para curarle.
EL CONDE DE GLOCESTER.-¡Dioses poderosos!
¡renuncio a este mundo libertándome, sin pesar,
de la carga de mi horrible infortunio! Si pudiese
sobrellevarlo por más tiempo sin exponerme a
murmurar contra vuestros santos e insuperables decretos
dejaría extinguir hasta el fin resto de la antorcha
de mi existencia. Si Edgardo vive aún, colmadle
de favores; bendecidle; que sea feliz. (Salta y cae tendido
en la llanura.)
EDGARDO.-Ignoro por qué capricho extraño
puede el hombre robarse a sí propio el tesoro de la
vida, cuando la vida, por sí misma, a cada instante
corre a entregarse a la muerte. Si se encontrara donE
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de pensaba estar, muerto sería actualmente. ¿Estáis
muerto o vivo? ¡Hola, amigo ¿no me oís? Hablad.
Posible sería que estuviese muerto; mas no, vuelve
en sí. ¡Hola! ¿quién sois?
EL CONDE DE GLOCESTER.-Vete de aquí
¡déjame morir en paz!
EDGARDO.-Si no hubieses sido tan ligero como
la pluma, el plumón o el aire, te habrías estrellado
como un vidrio, cayendo de altura. Di, ¿estás
herido? Diez mástiles atados uno al extremo del
otro no alcanzarían a la cima desde donde caíste a
pico. Tu vida es un milagro; habla, pues.
EL CONDE DE GLOCESTER.-Pero ¿he caído
o no?
EDGARDO.-De la espantable cima de la montaña.
Alza los ojos contempla esa altura donde
alondra no sería percibida, ni oída, a pesar de su
aguda voz. Mira hacia arriba.
EL CONDE DE GLOCESTER.-¡Ah! ¡no tengo
ojos! ¡así, el desdichado ni aun tiene el recurso de
poner término a sus males con la muerte, burlando
la rabia del tirano que le oprime!
EDGARDO.-Dadme el brazo; vamos levantaos.
Bueno. ¿Cómo os encontráis? ¿podéis valeros de
las piernas?
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EL CONDE DE GLOCESTER -Demasiado.
EDGARDO.-¡Milagro singular! Decidme
¿quién era el que estaba con vos en la cima de la
montaña y le vi separarse de vuestro lado?
EL CONDE DE GLOCESTER.-Un pobre y
desdichado mendigo.
EDGARDO.-Mientras le contemplaba desde
aquí, surgían de su frente rayos enlazados, pareciendo
ondular como la mar agitada por el viento; sin
duda, era un buen genio. Así, venturoso anciano,
ten la seguridad de que tus días han sido salvados
por los dioses.
EL CONDE DE GLOCESTER.-En efecto,
ahora lo recuerdo. En adelante sobrellevaré mi
aflicción, hasta que por sí misma grite: no más, no más,
muere! Ese espíritu del que me hablas, yo lo creía un
hombre; él no cesaba de repetir: el espíritu, el espíritu, y
él mismo me condujo a la cima.
EDGARDO.-Consuélate y ten paciencia. Mas
¿quién viene? (Entra Lear, ridículamente coronado de flores.)
¿Quién es? Nunca hombre cuerdo se mostró
con tan extravagante atavío.
LEAR.-No, no pueden condenarme por acuñar
moneda; soy el rey en persona.
EDGARDO.-¡Desgarrador espectáculo!
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LEAR.-En esto la naturaleza sobrepuja al arte.
Ahí tienes el dinero de su contrata. Ese pícaro sostiene
su arco a manera de espantajo; dadme una vara
de medir. ¡Mirad, mirad, un ratoncillo! ¡Silencio!
¡Silencio! ¡este pedazo de queso tostado bastará!
¡Apenas sirve para espantar a las cornejas! Ahí va
mi guante; quiero ensayarlo en un gigante. Traed las
hachas de batalla. ¡Oh! ¡oh! ¡vuelas admirablemente,
pájaro! ¡En el blanco, en el blanco! ¡Oh! ¡oh!
¡Dad la consigna!
EDGARDO.-¡Bienhechora mejorana!
LEAR.-Pasa.
EL CONDE DE GLOCESTER.-Yo conozco
esa voz.
LEAR.-¡Ah, Goneril! ¡Con una barba blanca!
¡ adulábanme como a un perrillo faldero; decíanme
que tenía en la barba pelos blancos, aun antes de tenerlos
negros! ¡Contestaban sí y no a cuanto les decía!
Cuando la lluvia se infiltró en mis huesos, y el
viento me estremecía y el trueno desoía mis órdenes,
entonces las conocí y comprendí lo que eran.
¡Bah! ¡bah! no tienen palabra. Decíanme que yo era
todopoderoso; mentira; ni aun puedo resistir a la
fiebre.
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EL CONDE DE GLOCESTER.-Los sonidos y
el acento de esa voz no me son desconocidos; ¿es,
acaso, el rey?
LEAR.-El rey, sí, de pies a cabeza. Cuando yo
me pongo serio, mis vasallos tiemblan. ¡Vaya! le
perdono la vida. ¿Cuál fue su crimen? ¿el adulterio?
No morirás. ¿Morir por un adulterio? No, no; el régulo
y la mariposa lo cometen alegremente a mi
vista. La población ha de prosperar. Más humano
ha sido para su padre el bastardo de Glocester, que
para mí lo fueron mis hijas engendradas en legítimo
tálamo. ¡Animo, disolutos! ¡mezclad los sexos! ¡necesito
muchos soldados! Contemplad a esa dama, de
ingenua sonrisa; al ver su rostro a través de la mano
que lo oculta, diríais que es de hielo; ¡no tal!; el solo
nombre de voluptuosidad desvanece su virtud y la
hace agitar su cabeza. No corren con más pasión y
ardimiento al placer el gato y el potro encerrado en
la cuadra. Son centauros, aun cuando la parte superior
sea mujer; la cintura es para los dioses; el
resto, de los demonios. ¡Buen boticario! dame una
onza de agua de rosas almizclada para calmar mi
dolor de cabeza. Ahí tienes el dinero.
EL CONDE DE GLOCESTER.-¡Ah! dadme a
besar vuestra mano!
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LEAR.-Deja que la enjugue; huele a mortandad.
EL CONDE DE GLOCESTER.-¡Deplorables
ruinas de la más bella obra de naturaleza! También
el mundo volverá a la nada. ¿No me conoces?
LEAR-Sí, me acuerdo de tus ojos. Me parece que
miras bizco. Por mas que te empeñes ciego cupido,
no lograrás que yo vuelva a amar. Lee este cartel y
fíjate bien en sus caracteres.
EL CONDE DE GLOCESTER.- Aun cuando
todas sus letras fuesen soles, ni una palabra podría
yo ver.
EDGARDO (aparte).-Si otro me hubiese dado
noticia de su estado, no le hubiera creído; lo veo
con mis propios ojos y mi corazón se desgarra a tal
espectáculo.
LEAR.-Lee, te digo.
EL CONDE DE GLOCESTER.-¿Y Cómo leer?
¡no tengo ojos!
LEAR.-¡Hola! ¡hola! ¿estáis aquí, conmigo, sin
ojos en vuestra frente, ni dinero en vuestra bolsa? Y
sin embargo, veis que el mundo anda.
EL CONDE DE GLOCESTER.-Lo veo, porque
lo siento.
LEAR.-¡Cómo! ¿estás loco? ¿Puede un hombre
ver, sin ojos, cómo anda el mundo? Sin duda ves
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con las orejas. Mira a aquel juez que se está riendo
del crimen de ese ladrón; presta el oído. La justicia
es un juego donde se cambia de sitio y de mano:
¿quién es el juez? ¿quién el ladrón? ¿Has visto al perro
del hortelano ladrar a los mendigos?
EL CONDE DE GLOCESTER-Sí, señor.
LEAR.-¿Y a los mendigos huir del perro? Pues
bien; ahí tienes la imagen sensible de la autoridad;
en la magistratura se obedece al perro Preboste sin
pudor; retén tu mano sanguinaria; ¿por qué golpea
esa prostituta? Registra tu conciencia: ¿no cometiste
tú mismo con ella el crimen que ahora castigas? El
usurero hace ahorcar a falsario. Los pequeños vicios
traslucen a través de los andrajos de la miseria; mas
las finísimas pieles y los trajes de seda lo ocultan todo.
Dale al vicio un broquel de oro y la espada de la
justicia se quebrará contra él, sin mellarlo pero cubre
su broquel con andrajos y un pigmeo lo atravesará
con una simple paja. Nadie, os digo nadie obra
mal. Le perdono. Amigo, recibe el perdón de mí,
que tengo el poder de cerrar la boca de la justicia.
Ponte los anteojos y como hábil político, finge ver
lo que no ves. ¡Ea! ¡aprisa, aprisa ¡sacadme las botas!
¡bien! ¡bravo!
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EDGARDO.-¡Cómo andan aquí mezclados la
extravagancia y el buen sentido! ¡cuánta razón en la
locura!
LEAR.-Si quieres llorar mis desventuras, toma
mis ojos. ¡Oh! ahora te conozco; te llamas Glocester
¡Paciencia, amigo, paciencia! Venimos al mundo,
gritando; ya sabes que nuestro primer suspiro, a nacer,
fue un vagido. Voy a echarte un sermón; óyeme
atento.
EL CONDE DE GLOCESTER.-¡Día desdichado!
LEAR.-Al nacer, lloramos porque entramos en
este vasto manicomio ¡Mira qué bonito sombrero!
Sería un secreto precioso herrar a las caballerías
con algodón. Ensayémoslo; y cuando me lance sobre
esos yernos, ¡entonces mata, mata, mata, mata!
(Entra un gentilhombre con séquito.)
EL GENTILHOMBRE.- ¡Ah! ¡héle aquí! ¡Apoderaos
de él. Señor vuestra amada hija...!
LEAR.-¡Cómo! ¿nadie me socorre? ¿yo preso?
Siempre bufón y juguete de la fortuna. Tratadme
bien y os pagaré buen rescate; vengan cirujanos;
estoy herido en la cabeza.
EL GENTILHOMBRE.-Nada os faltará.
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LEAR.-¿Y nadie me auxilia? ¿me dejan solo?
Esto bastara para que un hombre, un hombre de sal,
se valiese de los ojos como de regaderas, abatiendo
todo el polvo otoñal.
EL GENTILHOMBRE.-Buen señor...
LEAR.-Moriré valerosamente como recién casado
en su boda. ¡Vaya! quiero ser jovial ¡venid ¡soy
rey! ¿no lo sabíais, señores míos?
EL CONDE DE GLOCESTER.-Sí, sois rey, y
nosotros vuestros humildes vasallos.
LEAR.-Eso se llama hablar. Venid; si le atrapáis,
sólo será la carrera; ¡ea! ¡ea! ¡ea! (Sale.)
EL GENTILHOMBRE.-En el más ínfimo de
los desgraciados ese estado excitaría la mayor lástima;
en un rey, sobrepuja a toda expresión. ¡Oh
Lear! una hija tienes que salva a la naturaleza de la
maldición general que tus otras dos hijas han atraído
sobre ella.
EDGARDO.-Salud, honrado señor.
EL GENTILHOMBRE.-Salud; ¿qué se os ofrece?
EDGARDO.-¿Tenéis alguna noticia de la batalla
que se prepara?
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EL GENTILHOMBRE.-Noticias seguras y públicas;
no hay quien las ignore. ¿Acaso no tenéis oídos?
EDGARDO.-Decidme, por favor, si el ejército
enemigo está muy lejos.
EL GENTILHOMBRE.-No; se aproxima a
marchas forzadas; no tardaremos en verlo.
EDGARDO.-Gracias, señor.
EL GENTILHOMBRE.-Razones poderosas
detienen a la reina aquí; pero su ejército está en
marcha. (Sale.)
EL CONDE DE GLOCESTER.-Vosotros, dioses
benévolos, disponed de mi existencia cuando
queráis. No me dejéis incurrir en la tentación de
arrancarme la vida antes del término prefijado.
EDGARDO.-Oigaos el cielo, señor.
EL CONDE DE GLOCESTER.-¿Quién sois
vos?
EDGARDO.-Un infeliz abatido por la fortuna a
costa de dolores y cuyo corazón, aquilatado por los
males pasados y presentes, respira piedad por los
ajenos. Dadme la mano y os conduciré a un asilo.
EL CONDE DE GLOCESTER.-Gracias de todo
corazón, recompénsente con creces la bondad y
la bendición del cielo. (Entra el Intendente.)
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EL INTENDENTE.-¡Feliz encuentro! La cabeza
de ese viejo fue creada para fundar mi encumbramiento.
¡Mísero traidor! alzada está la espada
que debe destruirte; recoge tu alma y aprisa.
EL CONDE DE GLOCESTER.-Descargue con
fuerza tu caritativa mano el golpe mortal. (Edgardo se
opone.)
EL INTENDENTE.-¿Cómo te atreves, insolente
rústico, a defender a un traidor público? ¡Largo
de aquí, si no quieres que su compañía te valga
idéntico fin! Suelta su brazo.
EDGARDO.-No quiero.
EL INTENDENTE.-Suéltalo, miserable, o mueres.
EDGARDO.-Alejaos, bravo gentilhombre, y
dejad pasad a los pobres; no toquéis a este anciano,
si no queréis que vuestra cabeza trabe relaciones
con mi bastón.
EL INTENDENTE.-¡ Largo de aquí, estiércol!
EDGARDO.-Si dais un paso, os salto los dientes;
ved qué caso hago de vuestras bravatas. (Lo derriba.)
EL INTENDENTE.-¡Me mataste, vil esclavo!
Toma mi bolsa y si tienes corazón entierra mi cuerpo
y entrega en propias manos a Edmundo, conde
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de Glocester, las cartas que yo le llevaba; lo encontrarás
en el ejército bretón. ¡Oh muerte prematura!
(Muere.)
EDGARDO.-Te reconozco, oficioso agente de
tu ama, cuyos criminales intentos secundabas; tan
cobarde eras como puede serlo la maldad.
EL CONDE DE GLOCESTER.-¡Cómo! ¿le
mataste?
EDGARDO.-Sentaos, padre mío, y reposad. Registrémosle;
espero sacar partido de las cartas de
que habló. Muerto está; deploro que no haya tenido
otro verdugo. Veamos. Permite, paciente lacre...
Nadie nos tache de indiscretos. Para conocer a
nuestros enemigos abrimos su corazón; más lícito
ha de ser abrir sus papeles. (Leyendo la carta.) “No olvidéis
nuestros mutuos juramentos; mil ocasiones
tendréis para deshaceros de él. Si no os falta resolución,
el tiempo y el lugar os ofrecerán propicias
ventajas. Todo está perdido, si él vuelve vencedor;
entonces yo sería su cautiva, y su lecho mi prisión.
Libertadme, de sus odiadas caricias, y en recompensa,
ocupad su sitio. Vuestra apasionada (quisiera decir
esposa) amante.
“GONERIL.”
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¡Oh, inconcebible inconstancia de la mujer, que
más veloz que el relámpago, pasa de un extremo a
otro! ¡Una maquinación contra los días de su virtuoso
marido, para sustituirle con mi hermano!
¡Execrable emisario de dos impúdicos asesinos! ¡he
de arrastrarte por la arena! Oportunamente asombraré
con esa odiosa carta los ojos del duque cuya
muerte se trama. Le importa que yo pueda noticiarle
a la vez su mensaje y su muerte. (Sale Edgardo, arrastrando
el cadáver.)
EL CONDE DE GLOCESTER.-El rey ha perdido
la razón... ¡cuán tenaz es la mía! Mucho más
feliz sería yo si tuviese trastornado el espíritu; mis
pensamientos hubiéranse divorciado de mis pesares.
(Vuelve Edgardo.)
EDGARDO.-Dadme la mano: paréceme oír en
lontananza el redoble del tambor. Venid, buen señor,
en mí tenéis un amigo.
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ESCENA VII
Una tienda en el campamento francés
(Entran CORDELIA, el CONDE DE KENT y el
MÉDICO)
CORDELIA.-¡Oh, mi buen Kent! ¿cómo podré
recompensar todas tus bondades? La vida es demasiado
corta, y cada instante que pasa es perdido para
mi agradecimiento.
EL CONDE DE KENT.-Pagado quedo de sobra,
señora, con la confidencia que os habéis dignado
hacerme. La exacta verdad ha dictado mis
relatos; nada he omitido, ni he exagerado nada.
CORDELIA.-Ponte un traje más decente; las
pobres vestiduras que llevas me recuerdan sin cesar
esos días de oprobio y de calamidad; múdalas, por
favor.
EL CONDE DE KENT.-Perdonad, señora; sería
reconocido y detenido en el curso de mis proyectos.
Fingid que no me conocéis hasta que el
tiempo y yo juzguemos necesario descubrir quien
soy.
CORDELIA.-Sea como gustes, amigo mío. (Al
Médico.) ¿Cómo sigue el rey?
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EL MÉDICO.-Aún duerme, señora.
CORDELIA.-¡Dioses clementes! cerrad esa herida
de su pobre razón; restableced la armonía y la
calma en los sentidos de ese padre caído en demencia.
EL MÉDICO.-¿Permite vuestra alteza que despertemos
al rey? Hace ya mucho tiempo que reposa.
CORDELIA.-Seguid lo que os prescriba vuestro
arte y obrad como mejor creáis. ¿Está vestido? (Traen
a Lear en un sillón.)
EL GENTILHOMBRE.-Sí; señora; gracias a su
profundo sueño, hemos podido vestirle con nuevo
traje.
EL MÉDICO.-Permaneced a su lado, señora,
cuando le despertemos; cuento con su tranquilidad.
CORDELIA-Bueno.
EL MÉDICO.-Acercaos, si os place. ¡Más fuerte,
música!
CORDELIA.-¡Padre querido! Derrame la salud
su bálsamo desde mis labios, y repare este beso el
trastorno y el desorden con que mis hermanas afligieron
tu sagrada cabeza.
EL CONDE DE KENT.-¡Princesa tierna y
bienhechora!
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CORDELIA.-Aun cuando no fueseis su padre
¿cómo no excitaron su piedad vuestros blancos cabellos?
Ese rostro venerable ¿estaba destinado a ser
expuesto al furor de los vientos, al fragor de los
truenos y a los rápidos fuegos de los relámpagos?
¿naciste para pasar la noche, descubierta la frente y
sin abrigo, en el abandono y la desesperación? ¡Ah!
milagro es que no hayas perdido con la razón la vida
¡Ya despierta! Habladle.
EL MÉDICO.-Mejor será que le habléis vos, señora.
CORDELIA.-¿Cómo se encuentra mi augusto
soberano? ¿cómo sigue vuestra alteza?
LEAR.-¡Qué crueles sois arrancándome de la
tumba! Tú eres un ángel en el seno de la ventura;
mas yo, estoy atado a una rueda de fuego; mis ardientes
lágrimas surcan como plomo fundido mis
mejillas.
CORDELIA.-¿No me conocéis, señor?
LEAR.-Ya sé que eres un espíritu; ¿cuándo moriste?
CORDELIA.-¡Aún, aún desvaría!
EL MÉDICO.-Apenas acaba de despertar; dejémosle
tranquilo un momento.
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LEAR.-¿Dónde estuve? ¿dónde estoy? Vuelvo a
ver la luz; sí, es la claridad del día. Moriríame de lástima
si viese a otro hombre en mi estado. No sé lo
que puedo afirmar. No me atrevo a jurar si estas
manos son mías. Veamos; siento que este alfiler
punza. Sí, lo siento. Quisiera estar seguro de mi estado.
CORDELIA.-¡Ah! miradme, señor; extended
sobre mí vuestra mano para bendecirme. ¡Oh, no,
señor! ¡no sois vos quien ha de arrodillarse!
LEAR.-Ruegoos que no os burléis de mí. Soy un
pobre y débil anciano; he cumplido mis ochenta
años, y hablando francamente, creo que no tengo
cabal la razón. Paréceme que os conozco, y también
a ese hombre. Pero estoy dudando. En verdad, no
sé dónde me hallo ni toda mi memoria puede recordar
dónde saqué estas vestiduras; hasta ignoro en
qué lugar he pasado la noche. ¡No os riáis de mí! A
fe de hombre, estoy tomando a esta dama por mi
hija Cordelia.
CORDELIA.-Soy yo; soy Cordelia.
LEAR.-¿Son húmedas vuestras lágrimas? Sí en
verdad. ¡Ah! os ruego que no lloréis. Si tenéis un
veneno preparado para dármelo, lo beberé. Ya sé
que no me amáis, pues vuestras hermanas, en
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cuanto recuerdo, han sido conmigo muy crueles.
¡Razón tenéis para odiarme, vos! Ellas ninguna tenían.
CORDELIA.-Ninguna, ninguna.
LEAR.-¿Estoy en Francia?
CORDELIA.-Estáis en vuestro reino, señor.
LEAR.-No me engañéis.
EL MÉDICO.-Consolaos, señora; los accesos de
furor, como veis, han cesado. Sin embargo, aún fuera
peligroso para él recordarle las ideas perdidas.
Invitadle a entrar en su habitación; no le fatiguemos;
esperemos a que sus órganos se hayan fortalecido.
CORDELIA.-¿Quiere vuestra alteza andar un
rato?
LEAR.-Habéis de darme el brazo para sostenerme.
Os suplico que lo olvidéis todo, y me perdonéis.
Soy ya viejo y mi razón flaquea. (Salen Lear, Cordelia,
el Médico y séquito.)
EL GENTILHOMBRE.-¿Es positivo que el duque
de Cornouailles murió de esa suerte?
EL CONDE DE KENT.-Sí, señor.
EL GENTILHOMBRE.-¿Quién manda sus tropas?
EL CONDE DE KENT.-Dicen que el bastardo
de Glocester.
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EL GENTILHOMBRE.-Dicen también que su
hijo, Edgardo, desterrado, está con el conde de
Kent en Alemania.
EL CONDE DE KENT.-A veces los dichos son
variables. Tiempo es de pensar en sus asuntos; los
ejércitos del reino se acercan rápidamente.
EL GENTILHOMBRE.-Es de temer que haya
efusión de sangre. Adiós, señor. (Sale.)
EL CONDE DE KENT-Mi objeto quedará logrado,
según sea el éxito de la batalla. (Sale.)
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ACTO V
ESCENA PRIMERA
Campamento bretón, en las cercanías de Douvres
(Entran, precedidos de tambores oficiales y banderas,
EDMUNDO, REGAN y soldados)
EDMUNDO.-Id a encontrar al duque; enteraos
de si persiste en su último proyecto, o si alguna idea
nueva le ha conducido a modificarlo. Es muy inconstante
y a cada paso se contradice. Id, y sepamos
pronto su resolución.
REGAN.-Mi cuñado no sabe dónde tiene la cabeza.
EDMUNDO.-Verdad es, señora.
REGAN.-Y ahora, caro amigo, que conocéis el
premio que os destina mi corazón, contestadme con
franqueza: ¿amáis a mi hermana?
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EDMUNDO.-Con amor respetuoso.
REGAN.-¿Habéis ocupado en su tálamo el sitio
de su marido?
EDMUNDO.-No abriguéis tal sospecha.
REGAN.-Temo que os une la mayor intimidad.
EDMUNDO.-Nada de eso, señora.
REGAN.-Es que yo no lo toleraría. Cuidad de
no familiarizaros tanto con ella.
EDMUNDO.-Estad tranquila... Vedla; aquí llega
con su esposo. (Entran el duque de Albania, Goneril y
soldados.)
GONERIL.-(Aparte) Preferiría perder la batalla, a
sufrir que mi hermana nos desaviniese a Edmundo
y a mí.
EL DUQUE DE ALBANIA.-Bienvenida, hermana
mía. Señor, acabo de saber que el rey se a dirigido
al encuentro de su hija con un número de
escuderos muy resentidos con nosotros por nuestros
duros tratamientos. Yo nunca he sido valiente,
cuando no he podido serlo con honra. Esta guerra
nos interesa, porque los franceses han invadido
nuestros estados; pero no porque Francia sostenga
la causa del rey y de muchas personas a quienes sin
duda gravísimos motivos sublevan en contra nuestro.
E L R E Y L E A R
157
EDMUNDO.-Habláis con suma nobleza, señor.
REGAN.-¿A qué esos discursos?
GONERIL.-Unámonos contra el enemigo; no
son rencillas domésticas lo que hoy debe ocuparnos.
EDMUNDO.-En breve soy con vos, en vuestra
tienda.
EL DUQUE DE ALBANIA.-Consultemos con
los guerreros más ancianos las medidas que convengan
tomar.
REGAN.-¿Venís con nosotros, hermana?
GONERIL.-No.
REGAN.-Sin embargo, conviene que vengáis;
seguidnos, os lo ruego.
GONERIL.-(Aparte) ¡Ah! ¡ya te comprendo! Voy
(Al salir, entra Edgardo disfrazado.)
EDGARDO.-Si vuestra gracia quiere atender a
un desdichado, oídme una palabra.
EL DUQUE DE ALBANIA.-Hasta el fin quiero
oírte; habla.
EDGARDO.-Antes de combatir, abrid esta carta.
Si volvéis victorioso, haced llamar a son de
trompa a quien os la ha entregado. A pesar de mi
traje miserable, me hallo en estado de ofrecer un
campeón que sostendrá lo que esa carta enuncia. Si
quedáis vencido, entonces todo acabó para vos en el
W I L L I A M S H A K E S P E A R E
158
mundo, y el complot deja de serlo. ¡Protéjaos la
fortuna!
EL DUQUE DE ALBANIA.-Espera a que haya
leído la carta.
EDGARDO.-Me lo han prohibido. Cuando llegue
el momento favorable, me presentaré al primer
llamamiento del heraldo. (Sale.)
EL DUQUE DE ALBANIA.- ¡Bueno! adiós:
voy a leer tu carta. (Entra Edmundo.)
EDMUNDO.-El enemigo está en presencia: disponed
vuestro ejército. A pesar de la vigilancia de
nuestros centinelas, es imposible adivinar el número
de sus fuerzas. A vos, señor duque, incumbe apresurar
al socorro que necesitamos.
EL DUQUE DE ALBANIA.-Aprovecharemos
la ocasión. (Sale.)
EDMUNDO.-He jurado amor a las dos hermanas;
las dos son celosas y se aborrecen con el odio
que el hombre siente contra la culebra que le mordió.
¿A cuál de las dos elegiré? ¿A las dos? ¿a una
de ellas? ¿a ninguna? Mientras las dos vivan, no
puedo poseer a ninguna de ellas. Elegir a la viuda: es
irritar a Goneril hasta el frenesí, y mientras su marido
respire, difícil me será lograr mi objeto. Comencemos
por servirnos de su apoyo en el combate, y
E L R E Y L E A R
159
después encárguese de darle pasaporte la que quiera
deshacerse de su persona. En cuanto a sus compasivos
designios en favor de Lear y de Cordelia, una
vez ganada la batalla y dueño ya de sus cuerpos, ya
pueden aguardar clemencia. Mi interés está en defenderme
y no en disputar. (Sale.)
ESCENA II
Espacio entre los dos campamentos
(Alarma, en bastidores. -LEAR, CORDELIA y soldados
entran y salen, con tambores y banderas. -Entran
EDGARDO y EL CONDE DE GLOCESTER)
EDGARDO.-Reposad aquí, amigo mío, a la
sombra de ese árbol; rogad al cielo que salga victorioso
el más justo. Si vuelvo a vuestro lado, traeré
noticias consoladoras.
EL CONDE DE GLOCESTER.-Bendígaos el
cielo, señor. (Sale Edgardo. -Alarma. -Oyese el toque de
retirada. -Vuelve Edgardo.)
EDGARDO.-Huíd, anciano; dadme la mano y
alejémonos; el rey Lear ha perdido la batalla; él y su
W I L L I A M S H A K E S P E A R E
160
hija han caído prisioneros; dadme la mano y huyamos.
EL CONDE DE GLOCESTER.-No nos alejemos
mucho, señor; tanto podemos morir allí, como
aquí.
EDGARDO.-¡Cómo! ¿siempre las mismas ideas
siniestras? El tiempo es el supremo árbitro. Avancemos.
EL CONDE DE GLOCESTER.-Sí, tienes razón;
vayamos. (Salen.)
ESCENA III
(Entran EDMUNDO, triunfante, con banderas y tambores;
LEAR y CORDELIA, prisioneros; soldados y un capitán)
EDMUNDO.-Guardadles con cuidado hasta el
momento en que los que han de decidir de su destino
manifiesten su resolución.
CORDELIA.-No somos los primeros que, obedeciendo
a las intenciones más honradas y queriendo
obrar bien, han caído en las mayores
desventuras. ¡Otro rey perseguido por el infortunio!
E L R E Y L E A R
161
vuestra suerte es lo único que me aflige. Sin vos, fácilmente
desafiaría todos los furores de la pérfida
fortuna. ¿No veremos, vos a vuestras hijas, ni yo a
mis hermanas?
LEAR.-¡No, no, no! Vamos a la prisión y allí los
dos cantaremos como pájaros cautivos en la jaula.
Cuando me pidas mi bendición, yo te pediré perdón,
de rodillas; así viviremos juntos, orando al
cielo y cantando: alegraremos nuestras horas contándonos
antiguas historias y retozaremos como
doradas mariposas. Oiremos las conversaciones de
los pobres artesanos sobre las noticias de la corte y
charlaremos de política con ellos, sobre quién gana
o quién pierde, quién alcanza el favor o quién cae en
desgracia. Encerrados en los muros de nuestra prisión,
veremos pasar y echarse uno a otro los sistemas
y las sectas de los grandes filósofos, como las
olas agitadas bajo la influencia de la luna.
EDMUNDO.-Sacadlos de aquí.
LEAR.-Cordelia mía, los dioses mismos incensan
el sacrificio de víctimas semejantes. Si alguno
intenta separarnos, arranque del cielo una ardiente
tea para abrasarnos a los dos. Seca tus lágrimas, hija
mía; la peste los devorará a todos antes de que te
hagan verter nuevo llanto; los veremos morir de
W I L L I A M S H A K E S P E A R E
162
hambre. ¡Ven! (Salen Lear y Cordelia, acompañados de
guardias.)
EDMUNDO.-Una palabra, capitán. Toma este
escrito; sígueles a la prisión. Tu grado lo debes a mí.
Si cumples fiel la orden que aquí te doy, te abrirás el
camino de una brillante fortuna. Sabe que los hombres
son como el tiempo. La piedad no se aviene
con la espada del soldado. Jura ejecutar mi orden o
búscate otros medios de hacer fortuna.
EL CAPITÁN.-Estoy a vuestras órdenes, señor.
EDMUNDO.-Ve, pues, y cuando hayas desempeñado
tu cometido, date por feliz desde que llegue
a mi conocimiento la noticia. Piénsalo bien; es urgente...
Y sigue en un todo el plan que te marca ese
escrito. (Sale el Capitán. -Charangas. -Entran el duque de
Albania, Regan, Goneril y soldados.)
EL DUQUE DE ALBANIA.-Señor, habéis dado
pruebas de vuestra valentía, y la fortuna os ha
guiado a la victoria. Tenéis cautivas a las personas
que en este día os opusieron más esfuerzos. Entregádmelos,
para disponer de ellos según prescriba el
interés de nuestra seguridad y la muerte que merecen.
EDMUNDO.-He creído prudente encerrar a ese
viejo y miserable rey en una prisión. Su edad y más
E L R E Y L E A R
163
que todo su nombre tienen suficiente autoridad para
atraer los corazones del pueblo a su partido y hacer
que vuelvan contra nosotros, sus señores, las lanzas
que les obligamos a emplear en nuestro servicio.
Con él he mandado encerrar a su hija, por idénticas
razones. Mañana o dentro de unos pocos días estarán
dispuestos a comparecer en el lugar donde reunáis
vuestro campo. En este momento nos hallamos
cubiertos de sudor y sangre; el amigo ha perdido
al amigo y las guerras más cortas, en el ardimiento
de los espíritus son maldecidas por los que
resienten sus males. El proceso de Cordelia y de su
padre requiere, para su sentencia, un sitio más cómodo
que un campamento.
EL DUQUE DE ALBANIA.-Con vuestro permiso,
Edmundo, aquí no os considero sino como a
un oficial subalterno y no como a hermano mío.
REGAN.-¿Y qué? Ese es un título con que me
place gratificarle. Paréceme que antes de adelantaros
tanto, hubierais podido consultar mi opinión. Edmundo,
ha conducido nuestras tropas; ha sido revestido
de mi autoridad; ha representado mi
persona y ese honor es suficiente para que pueda
pretender el título de hermano vuestro.
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164
GONERIL.-No lo toméis con tanto calor; sus
propios méritos le elevan más que vuestro favor.
REGAN.-Investido de mis derechos por mí
misma, puede considerarse igual al más ilustre del
ejército.
EL DUQUE DE ALBANIA.-Así sería, cuando
más, si fuese vuestro marido.
REGAN.-A veces las bromas resultan veras.
GONERIL.-¡Hola! ¡hola! el ojo que os hizo ver
tal porvenir, era bizco y miraba de través.
REGAN.-Señora, a no sentirme algo indispuesta
os contestaría con toda la indignación de que rebosa
mi pecho. General, toma mis soldados, dispón de
ellos y de mí misma, todo es tuyo. Tomo por testigo
al universo de que, en este instante, te hago esposo y
señor mío.
GONERIL.-¿Pretenderíais gozar de su persona?
EL DUQUE DE ALBANIA.-Eso no depende
completamente de vuestro capricho.
EDMUNDO.-Ni del tuyo, señor.
EL DUQUE DE ALBANIA.-¿Del mío, noble a
medias?
REGAN.-Suene el tambor, anunciando públicamente
que mis derechos son los tuyos.
E L R E Y L E A R
165
EL DUQUE DE ALBANIA.-Un momento; escuchad.
Edmundo, acúsote de traición capital como
también a esta dorada serpiente (señalando a Goneril).
En cuanto a vuestras pretensiones, hermana,
opóngome a ellas, en interés de mi esposa, que está
comprometida en secreto con ese señor; y yo que
soy su marido, me opongo a los lazos que pretendéis
formar. Buscad otro esposo; la señora le está
prometida.
GONERIL.-¡Estáis representando una farsa!
EL DUQUE DE ALBANIA.-Armado estás,
Glocester; suene la trompeta, y si nadie se presenta a
probar contra ti tus traiciones acumuladas, manifiestas,
abominables, recoge ese guante. Juro probar,
atravesándote el corazón, que eres, todo cuanto
acabo de publicar en alta voz.
REGAN.-¡Ah! ¡yo estoy mala, muy mala!
GONERIL.-(Aparte.) ¡Si así no fuese, jamás volvería
a fiarme del veneno!
EDMUNDO.-Ahí va mi guante, para responderte.
Quien osa llamarme traidor, es un impostor
cobarde. Llama a tus heraldos, y preséntese quien
quiera, sostendré contra él, contra ti y contra quien
sea, mi honor y mi fe.
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166
EL DUQUE DE ALBANIA.-¡Hola! ¡un heraldo!
EDMUNDO.-¡Un heraldo! ¡hola! ¡un heraldo!
(Entra un heraldo.)
EL DUQUE DE ALBANIA.-Nada esperes sino
de tu valor, pues a todos tus soldados, alistados en
mi nombre, acabo de darles la licencia.
REGAN.-¡Mi mal se agrava!
EL DUQUE DE ALBANIA.-Se siente mala: llevadla
a mi tienda. (Sale Regan apoyada en sus acompañantes.)
Acércate, heraldo, suene la trompeta y lee
esto en alta voz.
UN CAPITÁN.-Suena, trompeta.
EL HERALDO.-(Leyendo.) “Si hay en el ejército
un hombre del rango y cualidad convenientes que
quiera sostener que Edmundo, sedicente conde de
Glocester, es un traidor, comparezca al tercer llamamiento
de trompeta; Edmundo está dispuesto a
contestar.
EDMUNDO.-¡Tocad! (Primer toque de trompeta.)
EL HERALDO.-Uno. (Segundo toque.) Dos. (Tercer
toque.) Tres. (Responde otra trompeta desde el interior del
teatro. entra Edgardo armado.)
E L R E Y L E A R
167
EL DUQUE DE ALBANIA.-Preguntadle cuál
es su designio y por qué comparece al llamar de la
trompeta.
EL HERALDO.-¿Quién sois? ¿por qué contestáis
a este llamamiento? ¿vuestro nombre? ¿vuestras
cualidades?
EDGARDO.-Mi nombre lo perdí: el agudo y furioso
diente de la traición me lo devoró; sin embargo,
soy tan noble como el adversario, contra el cual
vengo a combatir.
EL DUQUE DE ALBANIA.-¿Quién es ese adversario?
EDGARDO.-¿Dónde está el que contesta al
nombre de Edmundo, conde de Glocester?
EDMUNDO.-Yo soy, ¿qué me quieres?
EDGARDO.-Saca tu acero; si mi lenguaje ofende
a un corazón noble, tu brazo puede tomar venganza.
Oye los privilegios de mis honores, mi
juramento y mi profesión pública. Protesto, a pesar
de tu fuerza, de tu juventud y de tu rango, a pesar de
tu espada victoriosa y en medio de tu nueva prosperidad,
a pesar de tu valor y de tu bravura, protesto
una vez más que sólo eres un traidor, perjuro con
los dioses, con tu hermano, con tu padre, un conspirador
contra la vida de este príncipe ilustre. Te lo
W I L L I A M S H A K E S P E A R E
168
repito; desde la cúspide de tu cabeza hasta las plantas
de tus pies, no eres más que un traidor infame y
ponzoñoso. Osa negarlo, y esta espada, este brazo y
todo mi valor sabrán demostrar que mientes.
EDMUNDO.-Según la regla, debía preguntarte
tu nombre; mas ya que tu mirada fiera y marcial
anuncia elevada cuna, quiero despreciar una formalidad
que mi seguridad y las leyes de la caballería
prescriben. Rechazo y remito sobre tu cabeza la
acusación de traidor. Tu sangre ha de expiar tamaña
falsedad. Crúcense nuestros aceros. Dad la señal,
trompetas. (Alarma. Riñen. Cae Edmundo.)
EL DUQUE DE ALBANIA.-¡Ah! ¡salvadle!
¡salvadle!
GONERIL.-Eso es un complot. Glocester, por
las leyes de la guerra no estabas obligado a responder
a un adversario incógnito; no estás vencido, te
engañaron indignamente.
EL DUQUE DE ALBANIA.-Señora, no abráis
la boca, u os la cierro con este papel. Tomad, señor.
Y tú, la más infame de las criaturas, lee tus horrores.
No lo rasguéis, señora; ya veo que lo conocéis. (Entrega
la carta a Edmundo.)
E L R E Y L E A R
169
GONERIL.-Y aun cuando lo conociese ¿qué?
las leyes son mías y no tuyas. ¿Quién tiene derecho
a acusarme?
EL DUQUE DE ALBANIA.-¡ Monstruo! ¿conoces
este escrito?
GONERIL.-¡Vaya una pregunta! (Sale.)
EL DUQUE DE ALBANIA.-Seguidla; está fuera
de sí; vigiladla.
EDMUNDO.-Todo cuanto me imputasteis, es
cierto y mucho más. El tiempo lo descubrirá todo.
Son cosas pasadas... y yo también. Pero ¿quién eres
tú, a quien la fortuna concede esta ventaja sobre mí?
Si eres noble, te perdono.
EDGARDO.-No quiero ser menos generoso que
tú. Mi sangre es tan ilustre como la tuya, Edmundo,
y si lo es más, mayor fue tu injusticia. Me llamo Edgardo;
hijo soy de tu padre. Los dioses
EDMUNDO.-Según la regla, debía preguntarte
tu nombre; mas ya que tu mirada fiera y marcial
anuncia elevada cuna, quiero despreciar una formalidad
que mi seguridad y las leyes de la caballería
prescriben. Rechazo y remito sobre tu cabeza la
acusación de traidor. Tu sangre ha de expiar tamaña
falsedad. Crúcense nuestros aceros. Dad la señal,
trompetas. (Alarma. Riñen. Cae Edmundo.)
EL DUQUE DE ALBANIA.-¡Ah! ¡salvadle!
¡salvadle!
GONERIL.-Eso es un complot. Glocester, por
las leyes de la guerra no estabas obligado a responder
a un adversario incógnito; no estás vencido, te
engañaron indignamente.
EL DUQUE DE ALBANIA.-Señora, no abráis
la boca, u os la cierro con este papel. Tomad, señor.
Y tú, la más infame de las criaturas, lee tus horrores.
No lo rasguéis, señora; ya veo que lo conocéis. (Entrega
la carta a Edmundo.)
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GONERIL.-Y aun cuando lo conociese ¿qué?
las leyes son mías y no tuyas. ¿Quién tiene derecho
a acusarme?
EL DUQUE DE ALBANIA.-¡ Monstruo! ¿conoces
este escrito?
GONERIL.-¡Vaya una pregunta! (Sale.)
EL DUQUE DE ALBANIA.-Seguidla; está fuera
de sí; vigiladla.
EDMUNDO.-Todo cuanto me imputasteis, es
cierto y mucho más. El tiempo lo descubrirá todo.
Son cosas pasadas... y yo también. Pero ¿quién eres
tú, a quien la fortuna concede esta ventaja sobre mí?
Si eres noble, te perdono.
EDGARDO.-No quiero ser menos generoso que
tú. Mi sangre es tan ilustre como la tuya, Edmundo,
y si lo es más, mayor fue tu injusticia. Me llamo Edgardo;
hijo soy de tu padre. Los dioses son justos;
con nuestros vicios favoritos forman el azote que
nos castiga; el crimen tenebroso que te dio vida, ha
costado los ojos a tu desdichado padre.
EDMUNDO.-Dijiste verdad, lo reconozco; la
rueda de mi destino ha dado la vuelta, y así me veo
yo.
EL DUQUE DE ALBANIA.-No me engañé al
juzgar que tu exterior anunciaba sangre noble. ¡Deja
W I L L I A M S H A K E S P E A R E
170
que te abrace! ¡Rompa el pesar mi corazón si nunca
os aborrecí a ti y a tu padre!
EDGARDO.-Lo sé, digno príncipe.
EL DUQUE DE ALBANIA.-¿Dónde te ocultaste?
¿cómo llegaron a tu noticia las desventuras de
tu padre?
EDGARDO.-Socorriéndole, señor. Oíd un breve
relato, y cuando termine... ¡corte el dolor el hilo
de mis días! Para escapar a la sangrienta proscripción
que amenazaba perentoriamente mi cabeza,
ocurrióseme disfrazarme de mendigo. Vestido,
pues, de andrajos, encontré a mi padre, cuyas heridas
aún sangraban a consecuencia de su inicua mutilación.
Híceme su lazarillo. Por él mendigué, esforzándome
tanto en consolarle, que le salvé de la
desesperación. En lo que obré muy mal, fue no descubriéndome.
Sólo hace media hora que me reconoció
cuando me armé, no en la certeza, sino en la
esperanza de esta victoria. Le pedí su bendición y le
referí en todos sus detalles mi vida errante. Mas ¡ay!
su corazón ya no tenía fuerzas para soportar la súbita
transición de la tristeza a la alegría, y oprimido
entre el choque de estas. dos pasiones extensas, se
rompió, sonriente.
E L R E Y L E A R
171
EDMUNDO.-Vuestra relación me ha conmovido,
y quizá produzca algún bien. Seguid, seguid; parece
que aún tenéis algo que decirnos.
EL DUQUE DE ALBANIA.-¡Ah! Si debéis
añadir algún relato más desgarrador que el primero,
cesad; sólo con lo que he oído, desfallezco.
EDGARDO.-¿Quién, con lo dicho, no se creería
en el colmo del infortunio? Sin embargo, hay hombres
que gustan ver el incremento de los dolores
ajenos, que no se hartan de desgracias y que anhelan
más, hasta ver el fondo del abismo de la humana
miseria. Mientras exhalaba yo mi dolor entre gritos,
surge un hombre que me había visto antes en mi
estado de miseria y oprobio, y huía entonces, de mi
odiosa compañía; pero después, reconociendo quién
era el que tamaños horrores había soportado, lánzase
a mi cuello, me estrecha entre sus brazos y exhala
alaridos capaces de conmover las celestes bóvedas,
y en seguida precipitándose sobre el cadáver de mi
padre, nárrame de Lear y de sí propio, la historia
más trágica que nunca escuchó el oído humano.
Con su relato crecía su dolor hasta el extremo que
los resortes de la vida comenzaban a romperse... Ha
a sonado la trompeta por vez segunda, y le he abanW
I L L I A M S H A K E S P E A R E
172
donado en ese estado angustioso, entre la vida y la
muerte.
EL DUQUE DE ALBANIA.-¿Quién era ese
hombre?
EDGARDO.-Kent, señor, el bravo Kent. Kent,
quien proscrito y disfrazado había ido siguiendo los
pasos del rey, su enemigo, y se había consagrado a
servirle con una sumisión que un esclavo hubiera
rechazado. (Entra precipitado un gentilhombre con un puñal
en la mano.)
EL GENTILHOMBRE.- ¡Socorro!
EDGARDO.-¿Qué ocurre?
EL DUQUE DE ALBANIA.-Habla, habla, amigo.
EDGARDO.-¿Qué significa ese puñal sangriento?
EL GENTILHOMBRE.-Aún está tibio; aún
echa humo; sale del razón... ¡Ah! está muerta.
EL DUQUE DE ALBANIA.-¿Quién, muerta?
Explícate.
EL GENTILHOMBRE.-Vuestra esposa, señor,
vuestra esposa; y también su hermana Regan acaba
de expirar, envenenada por ella. Así lo han confesado
los labios de Goneril.
E L R E Y L E A R
173
EDMUNDO.-Prometido estaba yo a una y otra;
ya estamos casados los tres.
EL DUQUE DE ALBANIA.-Traigan sus cuerpos,
muertos o vivos. (Traen los cadáveres de Goneril y de
Regan.) Ese juicio del cielo nos aterra, aunque sin
inspirarnos el menor sentimiento de piedad.
EDGARDO.-Aquí está el conde de Kent, señor.
EL DUQUE DE ALBANIA.-¡Ah! ¿es él? Las
circunstancias no permiten las formalidades de
costumbre.
EL CONDE DE KENT-Vengo, a despedirme
de mi rey. ¿No está aquí?
EL DUQUE DE ALBANIA.-¡Ah! hemos olvidado
lo más importante. Habla, Edmundo, ¿dónde
está el rey, dónde Cordelia? ¿Ves este espectáculo,
conde?
EL CONDE DE KENT.-¡Ah! ¿y por qué causa?
EDMUNDO.-Porque Edmundo era amado. Una
envenenó a la otra por amor a mí, y después se ha
matado.
EL DUQUE DE ALBANIA.-Es verdad. Cubrid
sus rostros.
EDMUNDO.-Pésame la vida. A pesar de mi
propia índole, quiero practicar el bien una vez.
W I L L I A M S H A K E S P E A R E
174
Mandad, sin perder tiempo, una orden al castillo para
evitar el asesinato de Lear y Cordelia; apresuraos.
EL DUQUE DE ALBANIA.-Corred, corred, ¡al
momento!
EDGARDO:-¿Y a quién dirigirse? ¿a quién encargaste
tu bárbara misión? ¿cómo demostrarle que
revocas la orden?
EDMUNDO.-Es verdad; toma mi espada y enséñala
al capitán.
EDGARDO.-(Al mensajero.) Por tu vida, date
prisa. (Sale el mensajero.)
EDMUNDO.-De orden mía y de tu esposa estaba
encargado de estrangular a Cordelia en la prisión
y de achacar su muerte a su propia desesperación.
EL DUQUE DE ALBANIA.-¡Sálvenla los dioses!
Llevadle de aquí por un momento. (Sacan a Edmundo.
Entra Lear, llevando a Cordelia muerta, en sus
brazos.)
LEAR.-¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¿Son de mármol vuestros
corazones y de hierro vuestros ojos? ¡Si yo tuviese
vuestras voces, rompería con mis gritos la bóveda
celeste! ¡La he perdido para siempre! ¡Oh, ya sé distinguir
si una persona está viva o muerta! Miradla:
¡insensible como la tierra! Dadme un espejo ¡ah! si
su aliento lo empaña, aún vivirá.
E L R E Y L E A R
175
EL CONDE DE KENT.-¿Era éste el éxito
prometido a nuestra esperanza?
LEAR.-Esta pluma se agita ¡ah! ¡vive! ¡Oh! si vive,
esta felicidad compensa todos mis pesares.
EL CONDE DE KENT.-(De rodillas.) ¡Ah, mi
buen señor!
LEAR.-Aléjate; te lo suplico.
EDGARDO.-Es el noble Kent, vuestro amigo.
LEAR.-¡Malditos seáis, traidores, asesinos! Yo
hubiera podido salvarla; ahora, muerta está para
siempre. ¡Cordelia! ¡Cordelia! espera un momento;
¡ah! ¿qué dices? ¡Era su voz tan dulce tan graciosa,
tan modesta! adornábanla todas las cualidades de
una mujer perfecta. He matado al esclavo que le
quitó la vida.
EL GENTILHOMBRE.-Verdad es, señores; lo
ha tendido a sus pies.
LEAR.-¿No es cierto, amigo? Se me ha representado
aquel tiempo en que los hubiera derribado a
todos al filo de mi espada. Mas yo soy viejo y tantas
desventuras acaban de abatirme. ¿Quién sois? Mis
ojos no son mejores; os lo digo con franqueza.
EL CONDE DE KENT.-Si la fortuna se jacta de
haber prodigado sus favores y su odio a dos hombres,
a vuestra vista está uno de ellos.
W I L L I A M S H A K E S P E A R E
176
LEAR.-¿Sois, acaso, el conde de Kent?
EL CONDE DE KENT.-Sí, señor, vuestro fiel
Kent. ¿Dónde está vuestro sirviente Cayo?
LEAR.-¡Ah! os aseguro que era un buen muchacho;
sabía defender a su señor, y descargar un golpe
rápido. Sí, ha muerto, y sus cenizas descansan bajo
tierra.
EL CONDE DE KENT.-No, mi buen señor;
soy yo mismo.
LEAR.-Pronto he de convencerme.
EL CONDE DE KENT.-Yo soy quien, desde el
principio de vuestras desdichas, voy siguiendo
vuestros tristes pasos.
LEAR.-Bienvenido seáis.
EL CONDE DE KENT.-Yo era, yo. Reina aquí
el duelo y la desolación; todo presenta la imagen de
la muerte; vuestras hijas mayores se han destruido a
sí propias; han muerto desesperadas.
LEAR.-Así lo creo.
EL DUQUE DE ALBANIA.-No se da exacta
cuenta de lo que dice; en vano nos ofrecemos a sus
ojos.
EDGARDO.-¡Ah! En vano, sí. (Entra un mensajero.)
E L R E Y L E A R
177
EL MENSAJERO.-Monseñor, Edmundo ha
muerto.
EL DUQUE DE ALBANIA.-¡Poco importa!
Vosotros, señores y nobles amigos, oíd nuestras intenciones.
Cuanto podamos hacer para reparar tantos
desastres, lo haremos. Mientras viva el rey, suyo
será el poder absoluto. A vos, Edgardo, os devuelvo
todos vuestros derechos añadiéndoles los nuevos
honores y mercedes que habéis sabido conquistar.
Todos nuestros amigos recibirán la recompensa de
sus virtudes y nuestros enemigos beberán
la amarga
copa debida a su malignidad. ¡Ah!, ¡mirad, mirad!
LEAR.-¡También estrangulado mi pobre servidor!
No, no; no más vida. ¡Cómo! el más vil de los
reptiles goza la vida en nuestros hogares ¿y tú no
vivirás, no volverás nunca, nunca...? Desatad este
nudo, por favor... Mil gracias, Vedla, vedla; mirad
sus labios; ¡mirad, mirad! (Muere.)
EDGARDO.-Se ha desmayado. ¡Monseñor,
monseñor!
EL CONDE DE KENT.-¡Estalla, corazón mío,
estalla, yo te lo mando!
EDGARDO-Monseñor, abrid los ojos.
W I
a la muerte.
EL DUQUE DE ALBANIA.-Sacad esos cuerpos
de este sitio; la desventura común reclama mis
cuidados. (A Edgardo y al conde de Kent.) Vosotros,
amigos de mi corazón, regentead entre ambos estos
estados, y sed los restauradores de este reino ensangrentado.
EL CONDE DE KENT.-He de emprender muy
pronto un largo viaje; mi señor me llama, y no puedo
negarme a seguirle.
EL DUQUE DE ALBANIA.-A pesar nuestro,
hay que ceder a la necesidad de estos tiempos desastrosos.
Derramemos los sentimientos de nuestros
corazones, sin permitirnos murmuraciones ni
reflexiones amargas. El más viejo de nosotros era el
que ha sufrido más. Nosotros, que somos jóvenes,
jamás veremos tantos males, ni tantos días. (Salen, al
son de una marcha fúnebre.)
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